—¿Hace tiempo que trabaja usted como bolero? —pregunto distraída al tipo que da vertiginoso lustre a mis zapatos.
Responde una voz venida de un cántaro:
—¡Oh, no! Llevo apenas dos años. Durante veinte fui velador en el Panteón de Dolores, era yo quien copiaba las actas de defunción. Aquí donde usted me ve, cursé la secundaria y tengo muy buena letra.
¡Veinte años!…, miro al hombrecillo de edad tan indefinible. A golpe de vista era un muchacho.
Flaco, lampiño y borroso. Con un ojo encogido bordeado de azul que guiña sin su voluntad; la pupila triste naufraga en un caldo sanguinolento que le rebasa el párpado. El ojo izquierdo es diferente; puede pensarse que pertenece a otro dueño. Su labio superior cae lo mismo que el volante de una blusa vieja. El cráneo, dividido por una vena oscura que baja rodeándole la cara, parece un bulto sujeto con un cable.
Despide vaho de orines de caballo y un persistente olor a niebla que inquieta a los propios árboles.
Las manos pequeñas recuerdan el vientre de las iguanas. Seguramente no existe quien desee la caricia de esas manos.
Pero esta cosa habla, y lo que dice es más desagradable aún que la cara que tiene que llevar por el mundo.
—No crea usted, vigilar un panteón resulta difícil. Pero no piense que molestan los muertos, ésos ni resuellan. Si por ellos fuera, se lo pasaría uno muy aburrido. No; lo interesante son las ratas. Las hay por millonadas. Mire, es algo emocionante, sobre todo cuando llega un muertito. ¡Qué animales más inteligentes! Adivinan la hora exacta de la llegada de un cuerpo. Verá usted: inmediatamente que se cierra una fosa corre un rumor como si granizara; puede distinguirse que se atropellan en los laberintos subterráneos; como potros, se desbocan en el viaje despavorido para asistir al banquete que pregona la fetidez del aire. Vienen de todas partes, igual que la gente de las rancherías cuando sabe que algún compadre ha matado puerco. Puede oírse cómo pelean las hambrientas para defender su porción de carne manida. Crujen en ruido sordo las entrañas que desgarran sus colmillos. En unos cuantos minutos se hartan, pero se renueva la manada infinita que pule los huesos igual que una máquina. Aunque usted no lo vea, se da cuenta de que el esqueleto se desintegra, de que las ratas juegan con las canillas brillantes. Revuelven los huesos y el irreconstruible rompecabezas se dispersa trágico como un puñado de piedras. En los hocicos arrastran despojos de pelo, tiras de pellejo, residuos de tripas que vomitan empalagadas.
“Los animales pesados y lentos hacen su paseo al sol. Sus vientres hinchados, como las bolsas de lona rellenas de pesos, esperan digerir la podredumbre.
“Estas ratas carecen de miedo; indiferentes, se tienden boca arriba infladas de cáncer. Alguna vez se nos ocurrió extinguirlas a palos o a pedradas, pero reventaban como si todas las cloacas del mundo se vaciaran de pronto en el jardín.
“Pasean por su imperio dueñas de la muerte; calvas y malignas se burlan de los hombres condenados a servir de pasto para su hambre eterna. Sus infernales pupilas resbalan familiarmente sobre los enterradores que duermen. Ríen de los seres que ceban su cuerpo, su piel y su sangre y que no podrán salvarse del estuche macabro de trompas afiladas y colas repugnantes”.
Doy una moneda al hombrecillo y procuro que mis dedos no toquen su mano. Lo veo alejarse. Su estatura no es mayor que cuando sentado lustraba mis zapatos, como si no tuviera muslos y las rodillas fueran pegadas a la caja del cuerpo; arrastrando los pies camina igual que un mono de cuerda.
Miro mis manos, mis manos perfumadas, la piel que cuido y que también será devorada, repartida en sus lívidas panzas manchadas de jiote; yo que me amo tanto y que evité el contacto del pobre bolero…
LA AUTORA Guadalupe Dueñas (1910-2002) fue una destacada cuentista y ensayista mexicana del siglo XX. Este cuento está incluido en el libro Tiene la noche un árbol, de 1958)