China andará por el paraíso. Desde allí, como el flaco Abel, nos guía. Su bondad. Su manera de sonreírle a uno con la cabeza un poquito inclinada como un gorrión. Su buen humor interminable, con el que unos días antes de morirse le propuso a Carlitos Perciavalle: «¡deberíamos casarnos, Carlitos: nosotros nos reímos mucho juntos!»… Bueno: estuvieron casados muchas noches, cuando gracias a Mark Twain fueron Adán y Eva. Carlitos, antes de los aplausos finales, decía: «Nos echaron, sí… pero no importó: ¡cualquier lugar donde estuviera Eva era el paraíso!»
En esta entrevista de hace años, China aseguraba «El teatro nos ayuda a ser felices». Tenía razón. Ella vivió dando esa felicidad.
China Zorrilla es un puente. Entre uruguayos y argentinos, entre autores y público, entre una generación y otra. Vive en Buenos Aires en la calle Uruguay, como para mezclarlo todo. El living, hogareño: casa familiar con sus sillones floreados, sus cuadros, sus plantas, ofrece la comodidad sin vueltas de haber ido a visitar a una tía. Pero esa tía es Emily, es La incomparable Mrs. Bennett, es Victoria Ocampo, es la directora de Perdidos en Yonkers… Es, también, la periodista que persiguió a Fellini en un Festival de Cannes, la conductora de televisión, la que escribe cartas, guarda fotos y comparte proyectos, la incansable traspasadora de emociones. No es un caso de desdoblamiento de personalidad, es que China Zorrilla es capaz de expresar a todos esos personajes, de expresarse ella misma en formas múltiples. Hoy en ropa de entrecasa desayuna en su mesa redonda, con el teléfono a un lado y su perra al otro, en una mañana de verano. Como distraída, una de sus actitudes preferidas, dice:
-¿Sabés? …heredé de Dominique Sanda este aire acondicionado, que una vez le puso la Bemberg en mi cuarto. Yo soy anti aire acondicionado… pero estos días, lo bendije.
– Con estos 30 grados porteños extrañarás la rambla…
– De noche, sí. Pero mirá que en Montevideo se mueren de calor, igual que acá. ¿No le ponés azúcar?
– Este verano vas mucho a la costa argentina, a llevar Eva y Victoria con Luisina Brando.
– Estamos yendo todos los jueves y viernes, a San Bernardo. Los sábados a Villa Gesell, que es a sesenta kilómetros. El domingo, a Pinamar y, después de la función volvemos a Buenos Aires. Alquilé un apartamentito por allá. Me llevo la perra y la máquina de escribir.
– ¿Por qué llevás máquina de escribir?
– Y… ¡yo escribo mucho! Siempre estoy traduciendo o adaptando obras. También, muchas cartas.
– ¿Cartas?
– Si.
– Creía que tu forma predilecta de comunicarte (teatro aparte) era el teléfono… ¡que eras la diva del teléfono blanco!
– Contesto todas las cartas que recibo ¡y recibo miles! Pero las contesto, todas. Abre un cuaderno y muestra columnas de nombres, con picuda “letra del Sacre Coeur”: Acá anoto todas las personas a quienes les escribo.
– Parece un directorio de computadora.
– Mirá: una, dos, tres…veinticuatro, veintiséis…cuarenta: las escribí entre el seis de enero y el dieciocho de enero.
– Vas a ser la salvación de los historiadores, en estos tiempos de comunicaciones por fax y por teléfono, en que las cartas personales son poco frecuentes.
– ¿Sabés? yo he hecho mucho periodismo. Empecé, precisamente, escribiendo cartas. Y así asistí a un festival de cine en Cannes.
– ¿Cómo fue?
– Yo le mandaba a mamá largas cartas, a mano. Estaba en París. Me invitaron a Londres –los Páez Vilaró, pobre Miguel, que murió hace poco– a ver la coronación de la reina Isabel II. Esas cartas mamá las prestó, a no sé quién, y llegaron a manos del director del diario El País, de Montevideo, que propuso publicarlas. Así empecé. Un día, con mi carnet de periodista fui a las oficinas del Festival de Cine de Cannes, para acreditarme. «Ah ¿sí? traiga seis notas publicadas por usted en algún diario». Las pedí a Montevideo y me mandaron seis páginas con mis cartas y la foto mía con un epígrafe: «China Zorrilla escribe para El País». Los franceses se quedaron bizcos y me mandaron al mejor hotel que disponían.
Fue el año en que el premio lo ganó «La Dolce Vita». También presentaron, esa vez, «Nunca en domingo», con Melina Mercoury, «Ben Hur» y «La balada del Soldado». Me pasé todo el festival persiguiendo a Fellini. Tengo una toma de video grabada en la que él me hace así con la mano, como diciendo «Terminála, nena».
Más adelante, en Montevideo… creo que inauguramos el periodismo por televisión! Con «Viejo Hogar», un programa que primero se llamó «Hogar Club», en el canal 12. De dos a cinco, todos los días. Después nos fuimos al 10.
– ¡Eso fue hace veinte años!
– Hace treinta, querida. Lo hacíamos con Totó Acosta y Lara ¡Totó..! ¡La mujer más elegante que he conocido en mi vida!: con un pantalón y una camisa blanca parecía una tapa de Vogue. Y tan cálida. Capaz de transformar cualquier lugar donde estuviera en el más interesante y agradable. Ella y Lolita Muñoz hacían la producción. Yo… faltaba a veces, reconozco.
Recuerdos de Portezuelo
– ¿Los veranos de tu infancia, dónde los pasabas?
– En Punta Ballena. Íbamos a lo de Lussich, que era la única casa que había allí, entonces. Guardo fotos de Gumita, Inés, yo y mi hermana menor, muy chiquita, hace 60, 64 años. Con las ocho hijas de Lussich. Ese poeta que le regaló un bosque a su mujer en vez de un ramo de flores.
– ¿Estaba ya, La Solana?
– No.
– ¿Sólo la playa y el bosque?
– Si.
– ¿Qué recordás de esos veranos?
– El dulce de leche, que hacía el cocinero… en una olla tan enorme que revolvía con un remo. Te lo juro. Era una familia muy grande. Las ocho hermanas Lussich tenían todas marido, ahí tenés dieciséis, Los padres: veinte. Mamá y papá y nosotras: veinticinco. Y además, la peonada. Nosotras éramos tres hermanas, nada más, después nacieron Teresa y Marica. Papá era muy amigo de Don Antonio Lussich. La lápida de la tumba de Don Antonio la hizo papá… Aquella fue una época divina. Después pasó un cosa muy triste: las hijas de Lussich le regalaron a papá un terreno, el lomo de La Ballena.
– ¿El lugar más lindo de toda la costa del Uruguay?
– Si. Bueno, tengo claro el recuerdo del día en que papá, muy apenado, dijo «tengo que venderlo». No era vender un terreno, era desprenderse de una época de felicidad… ¿Sabés quién vivió, ahí, en Punta Ballena, en la felicidad total, sus últimos años?: Margarita Xirgú. Todo el mundo dice que Margarita Xirgú vivió sus últimos años en Montevideo. No fue así. Vivía en Punta Ballena. Vivía casi sobre la ruta, cerca del km. 120, que ahora hay una gran estación de servicio a la izquierda y un hotelito. Una de esas casas, a media cuadra de la ruta, era la de Margarita. Yo voy mucho a la Laguna del Sauce, no a Punta del Este. Tenemos el proyecto de irnos a vivir a Punta del Este, con Gumita mi hermana… En invierno, Punta del Este, es un lugar mágico –arrulla la voz– con lindos cafetines tranquilos y restorancitos. Hay un lugar, también, que dan muy buenas películas. Y las caminatas, con ese aire. Y al volver sentarse frente a una estufa de leña. Sólo nos falta ser un poco más viejas -se burla.
– La idea es buena, pero la veo lejos, no te imagino quieta.
– La inquietud no es mi vocación, te aseguro. Es que no puedo sustraerme a proyectos que me apasionan. Y, tampoco económicamente, podría dejar de trabajar.
– ¿Por qué?
– Tengo muchas responsabilidades sobre los hombros, aunque no influyan demasiado los gastos personales: mi auto se cae a pedazos, este vestido lo estrené en el 83, con «Emily», mis hermanas dicen que me lo van a quemar. Yo me niego a gritos: ¡si está perfecto!
– Cocó Chanel decía que un lindo vestido debe usarse, por lo menos, diez años.
– Si es tan lindo como éste, que diseñó Guma, tiene que durar quince.
– ¡Por qué te gusta tanto usar bufanditas, echarpes?
– No me siento yo, sin algo alrededor del cuello. Una vez iba en un viaje en avión y se me había perdido el que llevaba. Corté tela del dobladillo del vestido y lo fui ribeteando durante el viaje. Bajé con bufandita puesta.
– ¿Tenés el secreto de la juventud eterna?
– Si fuera exacto que tener, siempre, proyectos rejuvenece, me verías aquí sacudiendo un sonajero. Vivo asumiendo nuevos proyectos y responsabilidades. Pero, en parte, las responsabilidades desgastan. En marzo cumpliré setenta y tres años.
– ¿Lo decís para convencerte?
– Lo sé muy bien. Aunque no me impliquen deterioro físico, están ahí. A veces me gustaría hacerles el honor de no zangolotearlos tanto. Tengo, aunque parezca mentira, una vocación de tranquilidad y soledad… Estoy pensando ahora en mi casita, en mis vacaciones y no puedo creer que, en esos días, va a dejar de sonar el teléfono…
Suena un timbre. Pero es el de la puerta:
– Winnie, llegó Alejandro -le da la correa a su perra cocker spaniel y Winnie se va trotando, a ser paseada por Uruguay y Arenales.
Amor sin barreras
– ¿Qué barreras se cruzan, al cumplir años?
– Muchas, felizmente. Algunas quedan intactas. Un ejemplo es esa obra maravillosa de Jacobo Lagsner, «Una margarita llamada Mercedes»: Una mujer que en el primer acto tiene 79 años y en el segundo 83 (mujer a quien yo conocí, porque es una historia real), que se enamora como loca de un chico de treinta. El la quiere, mucho, como a su madre, su abuela… le encanta esta vieja pintoresca. Pero cuando entiende lo que ella siente no sabe qué hacer. «Tengo quince años en un cuerpo de ochenta» dice ella en un momento. Todo con mucho humor, pero sabiendo que es en serio.
– ¿Por qué tantos -en el teatro y la vida- sufren por amor?
-¡Pobres de los que no sufren! Siempre es mejor sufrir por amor que no amar.
– Pero hay quienes sufren por no permitirse amar.
– Quieren evitar alguna otra forma de sufrir, supongo. Pero pierden más de lo que ganan. Hay un miedo concreto, en esta época, que es el SIDA. Pero puede no ser un miedo paralizante sino movilizador.
– ¿De qué?
– De más amor, más comprensión.
– En otras épocas la tuberculosis tenía esa carga amenazante.
– Si, pero sucede que a principios de siglo se vivía la sexualidad con unos prejuicios espantosos. Y, justamente, cuando éstos se superan, aparece el SIDA.
– Sin temer a ninguna enfermedad, igual hay quienes temen aceptar en su vida los cambios que implica amar a alguien.
– Sí.
– ¿Qué hay contra eso?
– Contra esa negación no hay nada. Salvo ser capaces de generosidad y de alegría.
– ¿La función de los artistas es, en parte, recordarnos esa capacidad?
– Yo creo que sí. Pienso muchas veces que el aplauso con que la gente retribuye nuestro trabajo nos emociona siempre porque es como un desborde, en cada uno del público, de su propia capacidad de sentirse generosos y felices… A veces llegan al teatro con esa capacidad adormecida. Si la obra los conmueve, la recuperan.
– ¿Por eso, al salir del teatro, suele uno sentirse feliz?
– Si. Es un secreto que descubren los que van. No lo digas.
Delicatessen.uy publica esta nota gracias a la generosidad de su autora, Ana Larravide. Fue realizada en diciembre de 1994.