Vistas desde Fornells
Hay sitios que calan hondo dejando su huella impresa en algún recoveco del cajón feliz de la memoria. Menorca es uno de ellos. La isla, asomada al extremo más oriental del territorio español, reposa su falda de roca y arena en la calma acuosa del Mediterráneo. De las Baleares, es la segunda en tamaño, aunque de extremo a extremo no hay más que 53 km. La gran virtud de este pedazo de tierra es su arrebatadora belleza de cara lavada. A Menorca no le hace falta nada más que ser ella misma para que caigas rendido de amor en sus orillas.
En las playas se concentra uno de sus mayores atributos. Si bien las hay ubicadas en zonas urbanizadas, han sabido conservar una elevada extensión de costa virgen sin construcciones ni carreteras de acceso habilitadas. Todo gracias a ese espíritu menorquín de puesta en valor y conservación de las virtudes naturales y a la declaración, por parte de la UNESCO, de la isla como Reserva de la Biosfera. Los vientos marcan la agenda de las playas ideales en cada momento. En el norte abunda la roca roja, la arena tostada y las aguas turquesas, con enclaves tan maravillosos como la playa de Cavallería o Pregonda, con una isla frente a la orilla a la que puedes llegar nadando. Del sur proceden las postales idílicas de arena blanca y aguas cristalinas con calas de película como Turqueta, Mitjana,, Macarelleta, Mitjaneta o Trebaluguer.
Para acceder a las calas y playas vírgenes, el visitante debe dejar el auto en la explanada más cercana al destino y a partir de ahí, caminar. La distancia y la dificultad del acceso depende de la playa en cuestión. Las caminatas pueden durar entre 10 y 50 minutos. Cuanto más alejada esté la playa del aparcamiento, habrá menos personas y también más nudismo, una práctica habitual y totalmente incorporada en la isla. Pasar de cala a cala a pie conlleva atravesar, comúnmente, zonas rocosas que pueden presentar cierta aunque moderada dificultad.
Cala Macarelleta
En Mahón y Ciudadela, Menorca encuentra sus principales núcleos urbanos. La primera oficia de capital y se encuentra ubicada en el extremo oriental de la isla. La segunda, ligeramente más poblada que Mahón, se ubica en el extremo opuesto. Ambas derrochan encantos a los cuatro vientos y, como tantos otros pueblos, mantienen pequeñas e históricas rivalidades. Eso sí, comparten una inquietud común: la reciente y escalada adquisición de terrenos, casas y comercios por parte de capitales franceses.
Mahón se yergue sobre un puerto natural de aguas profundas cuyas orillas ofician de zona residencial a un lado y de puerto de embarcaciones deportivas con polo gastronómico al otro. Sentarse a comer o cenar en una de las terrazas de las decenas de restaurantes disponibles en el puerto, es un clásico. La ciudad, disfrutable a pie, tiene en sus mercados una parada imprescindible. En verano las joyas del mar y lo mejor de la huerta hacen gala de sus atributos. Gambas rojas, cabrachos, ostras, cangrejos, melocotones jugosos y tomates arrugados son solo algunas de las delicias que abundan en la estación.
Centro histórico de Mahón
Ciudadela no se queda tras y arrebata con su encanto de callejuelas, estucos venecianos y edificios con solera. Lo mejor es perderse entre sus calles y disfrutar de su tempo pausado. El puerto deportivo, pequeño y coqueto, cuenta con una amplia oferta de restaurantes donde se puede disfrutar de la clásica caldereta de langosta –un imprescindible de la cocina menorquin– o de un buen arresojat (una fideuá deliciosa con fideos cabello de ángel que se ultima al horno). De la variedad de productos locales, son imperdibles la sobrasada (una especie de chorizo seco picantón untable) y los quesos con D.O. Mahón. Precisamente de Mahón viene la mahonesa que se popularizó con el archiconocido nombre de mayonesa (como relató Jaime Clara en Mahón, aquí nació la mayonesa). Los vinos de calidad producidos en la isla van en aumento y hay pocas cartas a las que le falten los vinos insulares de Binifadet. La pomada, como dicen en Mahón, o gin amb llimonada, como dicen en Ciudadela, es una bebida clásica de la isla muy consumida en las fiestas. Se trata de un granizado de limón servido con gin artesanal Xoriguer. Una delicia que debe medirse en cantidad. Entra tan fácil que uno tiende a repetir. La dificultad llega cuando intentas levantarse de la mesa con el garbo intacto.
Mercado de Ciudadela
El encanto marino de Fornells, un pequeño pueblo ubicado al norte, lo convierte en parada imprescindible. Sobre el pequeño puerto se disfrutan de algunas de las mejores calderetas de la isla. Son clásicos Es Cranc Pelut y Sa Llagosta.
Mires hacia dónde mires y camines hacia donde camines, siempre encontrarás belleza. Las mil tonalidades añiles y turquesas de la isla embaucan. Es tradición disfrutar de las puestas de sol desde el faro de Punta Nati, el Cap d´Artrutx y el Cap de Cavallería. También hacerlo, cocktail en mano, desde la Cova D´En Xoroi, un bar ubicado en una cueva que se asoma sobre uno de los acantilados mas espectaculares de Menorca.
Cova D´En Xoroi
Las impresionantes fiestas de Sant Joan en Ciudadela, con una tradición centenaria que se mantiene desde el S. XIV, merecen un capítulo aparte. Junio y septiembre son meses ideales para visitar la isla (teniendo en cuenta que las fiestas de Sant Joan son un gran reclamo de visitantes y su epicentro tiene lugar los días 23 y 24 de junio). Son meses en los que las temperaturas son muy agradables y aptas para el baño y están fuera del pico veraniego de visitantes. Se elija la fecha que se elija, Menorca es uno de esos lugares imprescindibles que uno se merece, al menos, una vez en la vida.