La maldición de Bengoechea | Joaquín DHoldan

Estatua a Pablo Bengoechea

Monumento a Pablo Bengoechea en Los Aromos – Escultura de Heber Riguetti

Llegamos esa mañana a Montevideo, con el director del semanario sevillano, para hacer un especial de fútbol y lo llevé al Estadio Centenario. Era noviembre del 2002. Jugaban Nacional y Peñarol, el clásico. Hablábamos del primer mundial, otro derbi, entre Uruguay y Argentina en ese mismo lugar. Le dije: “Espera… mira este lanzamiento de falta, puede ser gol”.

Mientras el estadio rugía. Me dijo: “¿Cómo sabias…?

“Es que el que lo pateaba Bengoechea”. Quedó pensativo. “En Sevilla jugó un Bengoechea, debe tener cuarenta años ahora…”

Sonreí. “37 años. Es ese”. Lo miramos caminar hacia el centro del campo. Bajo, chueco, sólido.
Creo que desde ahí le presté más atención. El “Profesor Bengoechea”, llegaría a ser director técnico de Peñarol. Algunas veces el orden cronológico, no aporta anda, al contrario, distrae. Los llamados: acontecimientos cuánticos. Se observan mejor si los analizamos desde arriba. Cuando puse cada uno de los papeles en la mesa, mezclados, logré armar el complejo puzle.

El caso que más me había preocupado era el de Germán Hornos. Tenía un vínculo personal, uno de mis mejores amigos, era su amigo. La cantera del Fénix de Montevideo era una caja de sorpresas y él fue una de ellas. Un delantero rápido, joven. Hizo la pre temporada y todavía se recuerda un gol “de chilena” que dejó a todos con la boca abierta. Cuando comenzó el torneo se lesionó, pero la tragedia vino en Navidad. Viajó a su pueblo, en Durazno, el interior de Uruguay. Su coche se dio contra un árbol. Estuvo en coma inducido. Su familia hasta el día de hoy agradece al Sevilla los gestos de cariño, los cuidados. Fueron días horribles, las posibles secuelas de su despertar eran difíciles de suponer.

Enrique, nuestro amigo común, me llamaba todas las semanas. “Está difícil la cosa”, decía con la voz rota. Hasta que por fin me contó que Germán había despertado. Tiempo después ya caminaba. En una de mis vueltas por Montevideo fui con Germán y Enrique a ver Fénix contra “El tanque” y hablamos de aquel suceso. Germán volvió a jugar al fútbol, pero nunca volvió a Sevilla.

Otro caso que me llamaba la atención era el de Darío Silva. Con una carrera más larga había sido delantero de la selección uruguaya, uno de sus referentes. Aguerrido, salvaje, rápido. Luego de jugar en el Sevilla iba con su coche por la rambla de Montevideo y tuvo un brutal accidente. Perdió una pierna. Tiempo después empezó a competir en remo, un guerrero.

También estaba el caso de Inti Podestá, un jugador emblemático. Muy joven había llegado de Danubio y fue autor del gol ante Tenerife que hizo que el Sevilla ascendiera a primera división. En su último partido fue expulsado, metió dos goles. Pura garra. Se retiró muy joven. Una misteriosa lesión de rodilla lo alejó del fútbol.

Podrían ser casos aislados, pero cuando Martín Cáceres, que del Barcelona vino al Sevilla para ser un defensor indiscutido y gracias a ese puesto estar en la selección celeste y meter el gol que le dio su copa América número quince, chocó en Italia, lo vi claro, aquí pasaba algo.

Me convencí que debía investigarlo cuando luego del mundial sub 20, el líder de la selección que dejó afuera a todas, incluida España, Argentina y Brasil, el jugador que llevó en su joven espalda el peso de un equipo que salió vice campeón por penales contra Francia, es fichado por el Sevilla. Sebastián Cristóforo, está aún a tiempo. Empezó haciéndose dueño del medio del campo, la afición estaba encantada, hasta que su rodilla lo dejó afuera, todavía se está recuperando.

Cuando se lo expuse al director del semanario lo pensó un momento:

– Rabadja, Marcelo Otero, Zalayeta, Nico Olivera, Tabaré Silva, Ernesto Javier Chevantón. Si hay excepciones, no hay regla.

A Chevantón lo había vigilado. Tenía todas las características. Salvaje, peleador. Recuerdo que le metió un gol “de chilena” a Casillas para ganarle al Real Madrid. Y también que una extraña lesión de espalda casi lo deja afuera de su primera temporada en el Sevilla.

Pero era cierto, habían pasado más jugadores de Uruguay por el Sevilla, y no todos terminaron accidentados o con tremendas lesiones.

Investigué si había algo en común entre ellos y una noticia me llamó la atención. Tabaré Silva y Rabajda por ejemplo, habían sido descartados de sus equipos, no les fue bien en el Sevilla, era su punto de diferencia con el resto. Otero, Zalayeta y Olivera tenían algo más en común: salieron en la prensa por pegarle a un tipo en una discoteca. Y por curiosidad busqué a ese hombre.

Nos citamos en un bar, era un señor con canas y gesto serio, fumaba nervioso.

-Los muchachos se equivocaron, estaban… quizás un poco tomados.

-¿Por qué le pegaron?

-Fue por culpa mía. Yo sólo quería hablar con ellos y los puse nerviosos. Supongo que los que les estaba diciendo los desconcertó. Pero era para protegerlos.

Hubo una pausa. El invierno en Sevilla llega en momentos así. Una mañana de noviembre baja la temperatura y hasta fines de febrero dependemos del sol, que por suerte nunca se esconde.

Entonces me lo dijo:

-No se las causas, pero cuando juega un tipo tan especial como Bengoechea, los que vienen tienen que ser como él.

-Eso es imposible, ¿no?

-Sí, pero … hay que ir a Uruguay y tocar su estatua, absorber algo de su energía. Yo les avisé a todos y algunos lo hicieron. Era eso, o dejar el fútbol.

-¿Y usted cómo sabe eso?

-Me lo dijo el cura de mi hermandad.

Se fue. Se levantó de golpe y se fue. Me quedé sólo con los dos vasos de café con leche. A veces llega un gesto que te hace ver la locura o la rareza del otro. Quizás percibió que no le estaba creyendo una palabra y se ahorró la vergüenza.

– Rabjda no cuenta, vino antes. El tema fue Bengoechea. Los que lo idolatran, por algún motivo, salen mejor parados. Tengo que ir a hablar con él.

– Si necesitas una excusa para ir a tu país me parece bien. -sonrió mi jefe- Pero mirá que lo estás “endiosando” de más. En los 90 tuvo un sanción por un positivo de dopaje.

Del aeropuerto de Carrasco fui a “Los aromos”. Peñarol entrenaba allí. Estaba muy despejado. No parecía haber movimiento. Un anciano cortaba el césped con una máquina manual, que emitía un leve chasquido al vaivén ágil del jardinero. Caminé por el lugar con libertad, un sol tibio se mezclaba con el olor al pasto mojado recién cortado. Entonces la vi. En lo alto de un pedestal, una imagen humanoide con el brazo en alto, ni una sola pista lo hacía parecido al ídolo en una primera impresión. Imagino que eso sintió Pablito cuando la vio por primera vez. “Creo que no se parece mucho a mi pero bueno…”había opinado en la inauguración, con su acento de la frontera con Brasil. Era un monumento artístico, construido con el bronce que habían donado todos los aficionados que creían en ese homenaje. Estaba pensando en eso cuando la voz del jardinero sonó a mis espaldas.

-Esta estatua del “Profe” Bengoechea está bendita. Si uno la toca le va bien en lo que hace. Por eso tengo así el jardín. Forlán, que ahora juega en Peñarol, lo primero que hizo fue tocarla cuando nadie lo vio y viste lo que fue su carrera, dos veces goleador en España, mejor jugador del Mundial, nunca una lesión…

Nunca una lesión.

-¿Está bendita o maldita? Porque los que la ignoran…

-Ah eso sí. Toda bendición encierra una maldición. La culpa la tiene la monja.

-¿Qué monja?

-Una monja donó una antigua campana de su convento. Creo que de ahí viene todo.

Fue bastante sencillo encontrar a la monja. Era muy vieja, había pasado una década de todo aquello pero mantenía la lucidez. Cuando le hablé de Bengoechea, me dijo, “ahora es entrenador y debe ser una suerte tenerlo cerca. Cuando iba a patear un tiro libre hacía un gesto fascinante. Giraba la pelota para que el lugar por donde se infla quedara de punta al golero, por un tema de aerodinámica, estaba en todo, era un mago”. Le pregunté por su donación de la campana. “Habían puesto un timbre, estaba en un rincón sin usar y yo, que soy muy hincha de Peñarol quería que hicieran esa estatua, pero no sólo como homenaje, para que los demás se parezcan a él, para que les llegue su brillo”. Me dio un poco de vergüenza plantearle la idea que se me había metido en la cabeza, quizás era cosa mía, como esas manchas que uno ve porque mira hacia allí.

-¿Así que vive en Sevilla?- agregó la monja- Yo tengo un sobrino en Sevilla. Es cura. Le encanta el fútbol. Fanático, fanático, de los buenos. Lo lleva en secreto- soltó una risa que me pareció macabra, como una bruja de un cuento de hadas- No recuerdo bien si es del Sevilla o del otro…¿cómo es?

-¿Del Betis?

-Eso, o del Betis.

Se estaba nublando. En Montevideo siempre parece que se está nublando. Contrasta con el cielo despejado de Sevilla. Sentí un temblor. Fui de nuevo al Estadio Centenario. Caminé por alrededor. Unos niños jugaban a la pelota.

Entonces ocurrió. Pablo Bengoechea salía del Museo que hay bajo el Estadio. Me presenté y le propuse una entrevista. Al otro día estaba frente a él tomando mate. Hablamos de su presente como técnico. Repasamos su carrera como futbolista, aunque yo la sabía de memoria. Le recordé el episodio de dopping positivo.

-Tengo un problema de retención de cafeína- sonrió – Me quedé sin mundial y no pude jugar la UEFA. Pero la gente del Sevilla se portó muy bien. Lo entendieron. No puedo dejar el mate. Es como una maldición.

Cuando nos íbamos hablamos de las pocas cosas que no hacen ser uruguayos. El mate, el carnaval. Y el fútbol. “La garra charrúa” le llaman a ser indómito como nuestros indios, que eran tan salvajes que fueron exterminados. “Lo que más me asusta”, dijo al despedirnos, “es la cantidad de niños que tienen todos sus sueños puestos en el fútbol”. Lo noté tan preocupado que me pareció cruel cargarlo con lo de su estatua. Es posible que fuera una casualidad fruto de las condiciones a las que son sometidos esos chicos, jóvenes y guerreros.

Me fui pensando en eso. Luis Suárez, Edison Cavanni, era un milagro que fueran de Salto, la misma ciudad del interior, de un país pequeño. Es mínimo el porcentaje de niños del mundo que logra ser futbolista. Es una estadística inexplicable que haya tantos de Uruguay. Los que lo consiguen son una excepción, hay que protegerlos.

De vuelta en mi hotel me abrí una casilla de correo electrónico y le envié un anónimo a Cristóforo y algunos uruguayos más que estaban en las inferiores del Sevilla. Hay que tocar la estatua de Bengoechea. Tocarla para parecerse a él.