La piscina | Joaquín DHoldan

Creo que no sé nadar. No lo sé. Cuando me tiro al mar doy brazadas y avanzo, me hundo bajo las olas, cuando me canso me detengo y me quedo de pie, con el agua por el pecho. Si estoy en un lugar muy hondo, no me pongo nervioso, me acuesto boca arriba, floto, luego giro y en pocos minutos vuelvo a sentir la arena, nunca arriesgo mucho. ¿Eso es saber nadar? No lo sé. Sin embargo me acabo de tirar de cabeza a la piscina pública. El olor a cloro me llena las fosas nasales, los gritos de los niños desaparecen, veo todo azul. Nunca en mi vida había entrado en una piscina. Jamás. Y la primera vez que veo una, estoy en sus entrañas, sin la certeza de saber nadar. Cuando inauguraron la piscina de la plaza formaron grupos para los jóvenes del barrio, me inscribí pero no esperaba que fuera Carol la monitora de las pruebas. Había sido mi amor imposible en primaria y secundaria, había estado tras su melena rubia durante años, y nunca me había dirigido la palabra. Me extrañó que supiese mi nombre “¿Cómo estás?, ¿En qué grupo te pongo? ¿Sabés nadar?”. “Bien, en el tuyo, si claro”. Era el último verano antes de la Universidad, en mi caso, el resto de mis amigos estaban dispuestos a trabajar, y Carol, ya había logrado ser una de las monitoras de natación. Era campeona olímpica desde muy joven, era una mujer desde que la conocí siendo niña. No podía permitir que la duda sumara barreras frente a nosotros, por eso dije que sabía nadar y cuando la vi ir a la otra punta de la piscina con su libreta y tocó fuerte el silbato y los demás se zambulleron, yo también lo hice. Al principio supe que no debía perder la calma, me lo había dicho un amigo en la playa “Si no das pie, no pierdas la calma, estírate, patalea y mové los brazos”. Tenía los pulmones llenos de aire, había logrado cargarlos antes de meter la cabeza entre los brazos, y luego de unos instantes de incertidumbre logré salir a la superficie, pero no me atrevía a respirar, aguanté mi reserva de aire, y comencé a dar suaves brazadas, y tuve la sensación que avanzaba, estaba nadando. Era como en el mar, sólo tenía que resistir hasta llegar a Carol, que era una silueta borrosa a lo lejos. Debía sacar la cabeza del agua, pero mi propio avance por el agua transparente formaba un pequeño muro de olas que me hundía, y estar hundido es estar sin aire, no importa la profundidad, no hay aire a tres metros, pero tampoco a tres centímetros por debajo del agua. Sentía una brisa cálida en mi pelo, creía que se me estaba secando y pensé por primera vez que quizás me muriera ahogado pero con el pelo seco, y me daba mucha rabia. Me daba rabia morirme por culpa de Carol sin que ella hubiera hecho nada por matarme, ni con indiferencia, porque además me sonrió, y sabía mi nombre, y con ese gesto derrumbó todas mis excusas de chico anónimo y de perfil bajo, con sus ojos color piscina me había transformado en un cagón que jamás le había hablado por miedo, por vergüenza, por cosas que quise compensar tirándome de cabeza al agua sin la certeza de poder atravesar los cincuenta metros que me separaban de ella, ¿o eran veinticinco? Creo que comencé a llorar, no sé si es posible llorar bajo el agua, o útil, no sé si es útil llorar, ni abajo, ni arriba. No avanzo, miro hacia los lados y sólo veo piscina, los bordes lejanos, una pequeña línea de flotadores amarillos unidos por una cuerda que marca los carriles por las que hay que avanzar hacia la meta, hacia Carol, que se aleja y temo que me vea hundirme y sea ella quien me salve, porque tengo la certeza que en cuanto vean que me estoy ahogando, aunque simule estar nadando, lo sabrán tarde o temprano, porque no avanzaré, e iré hacia el fondo y luego el cansancio me ganará los brazos y las piernas, y ya no podré levantar la cabeza, quizás sufra un ataque al corazón, que se ha transformado en un rayo que me parte el pecho y que me quema por la falta de aire. Busco una bocanada de oxígeno y trago agua, un gran buche de agua con cloro, lágrimas y sudor. Me moriré sin una gota de sangre derramada. Sigo haciendo que nado y viajo hacia el fondo, no tengo ni una parte del cuerpo afuera del agua, estoy sumergido en el silencio y encuentro un poco de paz en la falta de ruido, en la falta de latidos, en la luz lejana, si lograra dejar de moverme sería perfecto. Sin embargo recuerdo un día en que me sucedió algo similar, es terrible pero cierto, cuando vas a morir aparecen destellos de tu vida, lo cruel es que no es la edición de tus mejores jugadas, apenas da tiempo para una, que el azar o la circunstancia te pone en la memoria para que la revivas, si es triste, con su tristeza, y si es alegre con la tristeza de que jamás volverás a vivir algo así. En mi caso, mi pequeña vida fue presentada como una clase de matemáticas, las que más odiaba, la única materia que me era esquiva, el único profesor que me miraba con un odio incomprensible, que notaba mi desprecio por él y su asignatura. Estaba seguro que era un militar escondido por la dictadura en aquel rincón por las atrocidades que hacía. Ese día, sin ir más lejos, puso una serie de ecuaciones horribles en la pizarra y a menos que alguien saliera a hacerlas, iba asiento por asiento señalando alumnos, si se negaban le ponía un “uno”, y por supuesto, todos se negaban, preferían una mala nota que estar ahí de pie, a su lado, intentando hacer operaciones frente a toda la clase, soportando los comentarios humillantes, era más práctico recibir una mala nota rápida, como un disparo, que la tortura que duraría el resto de la hora de clase. Como cada año, yo estaba sentado atrás de Carol y su mejor amiga. El dedo del profesor estaba a punto de señalarla cuando dije “yo las hago”. “Bueno, tenemos un valiente”, rio el hombre mientras me daba una tiza y un borrador. Al pasar por su lado miré el rostro de las dos chicas, su amiga estaba a punto de llorar y Carol tenía la cara roja, noté que había estado aún más encendida y que se había comenzado a apagar de alivio, miraba hacia abajo, pero la escuché susurrar “menos mal”. Luego estuve una hora haciendo cuentas, concentrado, recibiendo burlas por cada torpeza y teniendo como resultado un “dos”, porque “al menos había sido voluntario”. Daba igual, no había importado tanto, sufríamos por un idiota que no sabía dar clases, no era ni el momento más feliz de mi vida, ni el más triste, era un recuerdo más que se aparecía para instalarme la idea de que estaba repasando mi vida porque esta llegaba a su fin. Y cumplió su cometido, porque en ese instante dejé de respirar, sentí el cuerpo seco, el agua desapareció, me quedé paralizado, poco a poco abrí los ojos, estaba en un lugar oscuro y silencioso. Perdí la noción del tiempo. Me llevé las manos al pecho y lo sentí duro, frío, sin latidos. Me estaba muriendo. Estaba seguro. Tuve la certeza que eso era morirse, y que unos segundos antes de que ocurra uno lo sabe de forma absoluta y puede ver claramente lo que pasará a continuación. Incluso estoy seguro que, en esos breves instantes de tiempo alterado, se puede suponer la tragedia de tu familia, imaginar el llanto de tu madre ante la noticia, el desconcierto de tus compañeros, uno puede ver la piscina cerrada unos días, el barrio acomodando el cuerpo, el paso de los años y el olvido. Cuando vi la muerte, mi muerte, inminente, supe que no había nada. Morirse era eso, era perder nuestra única certeza, era perder el dolor, la impotencia, la esperanza. No había nada, ni túneles de luz, ni familiares esperando, ni un infierno mejor diseñado que ese instante. No había nada, se termina allí. Mi último estertor lo usé para escapar, fue un sacudón que me devolvió movimiento. Creo que estaba en posición fetal y volví a estirarme, como al nacer, con esa misma ansiedad por ver el exterior, y moví las piernas y di dos grandes brazadas cuando sentí mi mano chocar con el borde. Mis dedos se aferraron y el resto de mi cuerpo su puso vertical, choqué contra los azulejos y abrí por fin la boca, escupí toda el agua y entró una bocanada de aire. Estuve así un minuto, hasta que se normalizó mi respiración, sentía de nuevo el latido de mi corazón, cada golpe me sacudía el pecho. Miré hacia el cielo, celeste y vacío, con los ojos entrecerrados por la luz, cuando una sombra me alivió. Supuse que era ella y de nuevo aguanté la respiración para impulsarme con los brazos fuera de la piscina y sentarme en el borde. Usé el movimiento para recuperar la calma. Mirar el resto de la gente que iba y veía, dejar que el agua saliera de mis oídos y se llenara con los gritos de los niños. Carol se puso de cuclillas a mi lado, mirando su libreta.

-Buceas muy bien- sonrió- Te voy a poner en el grupo de natación libre, podes venir a cualquier hora y sin monitores.

Le dije que si con la cabeza. Hubiera dicho gracias pero no podía hablar. La miré alejarse. Me puse de pie. Las piernas me temblaban. Estaba mareado y temí caer al agua, esta vez para siempre. Tenía las manos arrugadas. Fui chorreando hasta el rincón donde dejé mi toalla, me envolví en ella. Iba a ser la última vez que me tirara en una piscina, ni siquiera volvería a la plaza. Incluso había decidido dejar el barrio, trataría de alejarme, de Carol, de la ciudad, del país. Quería dejar atrás ese día, esa sensación. Era muy joven y no necesitaba esa convicción de que somos mortales, esa sensación firme e infame de que todo se acaba, todo se termina, de verdad y para siempre.