Salvaje oeste | Joaquín DHoldan

Nos miramos frente a frente, sin quitarnos los ojos de encima, atentos a cada movimiento. La brisa, nocturna y cálida, se cruzó por la línea de fuego.

La pistola me apuntaba. Intuía, en la oscuridad, el círculo negro que anunciaba la bala, la muerte. Era la primera vez que veía un arma. Nunca tan cerca, mucho menos apuntándome. Sostenía mi mochila contra el pecho, no defendiendo mi posesión, sino como un escudo que me protegía el corazón. Estoy a punto de preguntar: ¿En caso de dispararme sería en el cuerpo o en la cabeza?

Hay un manto de calma, con olor a tragedia. A lo lejos suena una sirena. Sus ojos se desvían. Vuelven a enfocarme. Ambos sabemos que es una ambulancia. Se aleja con la prisa de otra urgencia.

Vuelve el miedo, y la curiosidad sobre el arma. ¿Cuál era la diferencia entre pistola y revolver? ¿Estaría cargada? ¿Sería de verdad?

-No me mires o te quemo- dijo el muchacho. Era más joven que yo. Estaba muy nervioso. ¿Acaso pensaba que iba a dejar de mirarlo? Quizás era lo último que viera, mi última imagen sería la de un joven nervioso, seguramente drogado con “pasta base”, (esa mierda rascada de los deshechos de la cocaína y mezclada con aspirina), con pelo largo, bien vestido, que me asaltaba en la esquina de mi casa, en mi barrio de toda la vida, una noche de verano. Sentía cierto estupor, habría caído como un imbécil, yo era parte de aquel paisaje. Tenía cierta lógica que muriera allí, de forma repentina.

Dos minutos antes había estado a punto de entrar a mi casa y por mi espalda pasó una pareja de chicos. “¿Tenés fuego?” me dijo él. “No fumo” dije y al pararme dudé un instante. La pareja siguió y se detuvo en la esquina, se abrazaron. No eran del barrio, debí verlo venir. Si entraba a mi casa ahora me estaría acostando en mi cama, como cada noche. Había ido hasta lo del tío Manolo a buscar unos plomos para las cañas de pesca de mi padre, toda la familia trabajaba de eso, éramos los últimos pescadores artesanales de la zona. Mi mochila pesaba, por los plomos, una camiseta sucia que había usado todo el día y una corvina empaquetada para darle a un vecino. No entré a mi casa porque cuando el joven me pidió fuego recordé que debía dejarle la corvina al vecino, un viejo que fumaba día y noche. Casi se me pasa, estuve a punto de irme a dormir con el pescado en mi mochila, al otro día me hubiera caído una buena. Por eso resoplé y seguí de largo, hasta la casa del viejo fumador. En cuanto pasé por al lado de la pareja, la chica se apartó y él sacó el arma. Esa que me apunta ahora.

El duelo estaba en el aire. En esa calle que iba del cementerio a la bahía.

Llegaba el olor al Río de la Plata. “Dame todo o te quemo”, decía entre dientes el asaltante. No me podía mover por el miedo. La chica nos miraba desde unos metros, esperando el resultado, atenta a cualquier movimiento del barrio que poco a poco apagaba todas las luces, yéndose a dormir. Quizás me disparara igual, aunque le ”diera todo”. Es posible que lo hiciera si se enojaba al ver que llevaba un pescado, plomos y una camiseta sucia.

Me está asaltando porque piensa que no soy del barrio. Verme parado allí, dudar y salir caminando hacia ellos era una actitud típica de alguien de fuera. O no, también es posible que la droga de mierda que consumía lo desesperara tanto que lo cegara a conseguir dinero rápido, aunque fuera en el barrio.

Antes era un lugar seguro. Seguro y pobre. Pobre y seguro. Los ladrones iban a barrios ricos, jamás asaltaban a obreros. Eran códigos de lugares humildes, antes de que los gobiernos se encargaran de hundirnos en la miseria. Hubo una época en que convivían las clases sociales en el barrio y poco a poco lo habían logrado, nos había barrido debajo de la alfombra, habían construido un muro invisible que no se podía pasar. Por eso cuando me llegó la oferta para embarcarme en un pesquero en Galicia, mi padre me dijo que me lo pensara. Irme de mi lugar de nacimiento, lejos de mi familia, de mis amigos y de mi barrio. Lo estaba pensando, en esos días, quizás mis últimos días.

Debía elegir irme de mi casa o quedarme para siempre en el oeste de la capital. El oeste. Pasando las líneas. La que separa la costa rica de la costa pobre. La que separa el barrio trabajador del humilde, el humilde del pobre, y el pobre del mísero. Cuanto más al oeste del barrio, más cerca del abismo. Ese chico venía de allí.

“Todo lo que tengo está acá”, le dije dándole mi mochila. Y susurré “No me mates”. Mi pedido encerraba la esperanza, me podía disparar pero no tenía porqué ser un tiro en la frente. Cuando se la pasaba imaginé la posibilidad de darle con los plomos en la cabeza, o en la mano, y correr hasta mi casa. Pero apenas podía moverme. Me la quitó y por suerte no la abrió. Le conformaba el peso. Me toco los bolsillos, certificando que estaban vacíos, tanto como los suyos. “Corre y no mires para atrás”, balbuceó. Dudé un instante, miré a la chica. No quería que me disparara por la espalda. Pero menos quería ver el arma de frente, verlo matarme sin ser consciente de lo que hacía, apretar el gatillo de desesperación. Así que giré y salí corriendo, no hacia mi casa, fui hacia la bahía, hacia el río. En el muelle, busqué el pequeño barco de mi padre y me escondí allí hasta la mañana. Transformando el miedo en vergüenza, con algo de rabia y tristeza. Similar mezcla sentiría él cuando viera el contenido que había robado. A veces pienso que algo mío se murió aquella noche. Lo pienso cuando salgo a pescar por el Cantábrico, con mis compañeros senegaleses, con mi capitán de La Coruña.

Cuando navegamos por la noche y me acuesto en la cubierta, revivo ese momento. Estoy allí, en la esquina de mi casa, siendo apuntado por un arma de fuego que sostiene una mano temblorosa. Le doy la espalda pensando que voy a morir. Me escondo en un bote. Amanece y estoy lejos, y aquel joven acaba preso, o muerto por sobredosis, o sigue recorriendo el oeste de la ciudad, intentando pescar algo.