Me he hecho la idea de que usted escribió este poema porque amó lugares como el Sur, o Adrogué, o las quintas del Palermo de su adolescencia, ya del todo, carne y espíritu, en el Buenos Aires donde nació.
Y quiso, aun sin saberlo, hablar de “los patios y sus antiguas certidumbres, los patios cimentados en la tierra y el cielo”.
Yo supongo -porque sencillamente soy audaz, o porque, aunque haya sido un encuentro de brevedad que, quién sabe, hubiéramos querido extender, tuve con usted, Borges, una conversación que no olvidaré- que más allá de tantas cosas que se proponía en 1923, tan joven, cuando escribió este poema, y todavía mucho allá de la literatura intelectual pero sensible, abarcadora y creativa que nos legó con el tiempo, entonces sin la ceguera que le cayó después como un cruel e injusto castigo, adoraba aquellas “ventanas con rejas desde las cuales la calle se vuelve familiar como una lámpara”.
De otro modo –vea qué presuntuosidad la mía- ese corto y bello poema no existiría, aunque lo hubiese rodeado todo eso, ventanas, rejas y la calle familiar, ¿quizás han sobrevivido?, pero usted, Borges, no hubiese reparado en ellas sino sólo en laberintos, en la simetría de las rayas del tigre, en elegías, en el otro y el mismo o en muertes heroicas, duelos y memoriosos.
Repare, mi querido Borges, que no he dicho ni espejos ni sombra, que más tarde le fueron tan caros. Es que a usted, en aquel poema que vuelvo a disfrutar de su primer libro, ya le acechaban con calidez “las alcobas profundas, donde arde en quieta llama la caoba, y el espejo de tenues resplandores es como un remanso en la sombra”.
Cuando nos vimos en su apartamento de la calle Maipú, enfrentados en dos sillones de pana verde, usted ya ciego, qué enorme pena, Borges, apoyadas sus manos en un bastón de madera labrada, yo recordé que ese poema lejano hasta empequeñecía al lector con aquel corto verso de “las encrucijadas oscuras que lancean cuatro infinitas distancias en arrabales de silencio”.
Y yo ahí, tímido, torpe, hablándole de ferias de libros, del Nobel que tantas veces le negaron y también -esto lo habrá olvidado apenas abrí la puerta para irme- insistí con cierto empecinamiento, al modo de quien desespera porque quiere huir de su propia pequeñez, del Francisco Espínola de “Sombras sobre la tierra”, ese amado Paco quien, al terminar mi niñez me había regalado tanta sabiduría porque se le escapaba hasta en los gestos.
¿Por qué recuerdo esto, Borges? Porque usted ya estaba cansado y, en todo caso, no quería hablar de Paco, sino de Enrique Amorim, su primo salteño, o de su abuelo heroico muerto en batalla, o de Virgilio, o de Islandia, y yo no lo advertía. Entonces, de pronto, me interrogó:
-¿Usted juega al truco?
-Sí, maestro… Al menos al truco uruguayo –respondí sorprendido.
Sonrió levemente, o yo creí que lo hizo, cuando me dijo: -¿Y cómo hace la seña del cuatro?
Podría sentir vergüenza todavía, cuando a mi memoria vuelve la imagen del periodista joven, inexperto, frunciendo los labios y estirándolos hacia adelante, estúpidamente orgulloso de su pequeño saber, hasta que el rubor, empujado por el entendimiento, estalló en sus mejillas: le estaba haciendo la seña del cuatro a un ciego, ese ciego del que se sabía sólo veía un fondo amarillento y sombras indefinidas, sólo sombras.
Pero, maestro, fue tan fina, casi acariciante su ironía, y cambiando el rumbo de la charla la dejó pasar con tal frescura, que ni entonces ni hoy, donde ni el mínimo detalle de la torpeza he olvidado, me sentí ofendido.
Al contrario, me sentí enseñado.
Porque usted, Borges, años y años antes, había cerrado el poema que ahora acompaña mi otoño, como una mano amiga que se posa sobre un hombro querido, que no puede incomodarse, con estas líneas:
“He nombrado los sitios donde se desparrama la ternura, y estoy solo y conmigo”.
(•) “Cercanías” es un poema de Jorge Luis Borges, incorporado a su primer libro publicado, “Fervor de Buenos Aires”, en 1923. Dedicado al maestro, esté donde esté.