Entre los “territorios ocupados” y los “liberados” hay una larga estructura que Marruecos construyó para evitar que crucen los vehículos, el llamado ”muro de la vergüenza”. Frente al mismo, a pesar de estar prohibidas, hay un extenso terreno lleno de minas “anti-persona”. El artista saharaui Moulud Yeslem, un gran pintor, creó el proyecto “Por cada mina una flor”. Con un grupo enorme de voluntarias (la mayoría son mujeres) se juegan la vida detectando los explosivos, desactivándolos y en su lugar ponen una flor artesanal. En ese gesto poético se resume la actitud que- hasta ahora- han tenido frente a este conflicto.
En la ciudad de Tifariti (en los territorios liberados) todos los años de realiza el festival “Artifariti” de arte y resistencia. Artistas de todo el mundo van a realizar sus obras en pleno desierto, usando materiales de allí, jugando con el entorno. La cultura es una arma de construcción masiva.
He vuelto varias veces al desierto. Luego de que uno logra hacerse amigo del “Sirocco”, el viento visible, y aprende a no tener horizonte, empieza de verdad el viaje. Viajar no es recorrer paisajes. El verdadero viajero transita por otras personas. Esperé a esta última entrega (por ahora), para detenerme en lo más interesante y más impactante que hay en el desierto del Sáhara. La gente que allí vive. No es el viento, no es el sonido a nada, ni la arena limpia y permanente. La belleza de las dunas y nuestra pequeñez desaparece cuando logras mirar a los ojos a otra persona. Un hombre cualquiera, una mujer, un niño, una niña. No importa la exótica fauna, la breve y dura flora. Allí viven personas y créanme, ese es el viaje. Conozco mucha gente que paseó por las dunas y anduvo en camello. Fascinados por el cielo estrellado y por hacer la ceremonia del té (el primero amargo como la vida el segundo dulce como el amor y el tercero suave como la muerte), dejan pasar la verdadera experiencia, el verdadero viaje es la gente.
Vivir en un campamento, no pasar unos días como hacemos quienes vamos a colaborar, es una experiencia dura e inhumana. La arena causa sordera, el aire seco problemas de visión, las distancias aíslan, la escasez condiciona. No se pude plantar, apenas se pueden criar cabras y hay una sensación de guerra continua. A pesar de los esfuerzos de muchos sanitarios que trabajamos allí la salud es condicionada por la situación. Las principales víctimas son los niños, las mujeres mueren en los partos con más frecuencia de la que imaginan, las enfermedades crónicas se detectan tarde y se tratan mal, los discapacitados viven una situación trágica hasta que son evacuados (si son evacuados). La belleza del desierto desaparece cuando se llena de enfermedad y muerte. Logramos que un lugar único y hermoso, lleno de armonía, áspero sí, pero dulce a la vez, sea el rincón en que acorralamos a un pueblo pacífico, culto y tolerante. Cuando estoy en casa y me ducho pienso en ellos y me muero de la vergüenza. Veo sus ojos en la ciudad llena de horizonte y ruido, donde hablar parece imposible, el viento no se ve. En nuestras ciudades el viento huele mal, empuja, es una corriente antipática. Y estamos muy solos. Nos cuesta mucho identificarnos entre nosotros y respetarse como se respetan ellos. No se trata de “orgullo de ser”, uno no debe estar orgulloso de algo que no es mérito suyo, se trata de pertenecer a una tribu, ser parte de un colectivo, respetuoso, diverso, armónico y dispuesto a superarse. No podrían sobrevivir si no lo afrontan juntos.
Cada despedida cuesta más. Mamadou conducía la camioneta, pasamos por al lado de los chicos jugando al fútbol. “¡Maureen Franco!”, gritaron señalando la camiseta de Cerro que le regalé a uno de ellos. “Cuando vaya a Uruguay tengo que comprar más camisetas”, dije en voz baja.
– ¿De tu casa del Cerro se veía el mar?- preguntó Tiba, que iba sentado atrás.
– Sí, bueno, se veía la bahía de Montevideo desde la azotea.
– En mi casa en Dajla también se veía el mar, mis abuelos salían a pescar. ¿Echas de menos el mar?
– Extraño el Cerro.
– Al menos tú puedes volver.
Tenía razón. Aunque también es cierto que cada vez que vuelvo algo queda por el camino. En cada viaje (cada verdadero viaje), uno deja cosas y se trae otras. Vuelvo al desierto. Luego a Sevilla. Luego a Montevideo.
Quizás me gustaría viajar hacia mi azotea, y estar allí arriba con mi padre, viendo si es un lindo día para ir a pescar al Chico, acariciar a Tony, mi perro y escuchar que mis amigos me llaman para jugar un partido contra “los del otro barrio”. Pero el pasado es un desierto. Un lugar tranquilo y que apenas lo modifica la memoria, pero también un territorio inhóspito para quedarse mucho tiempo.
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