La corbata es el nudo de la garganta.
Grafiti en Ciudad Vieja, Montevideo
El padre de Diego entendió que el momento había llegado. Su hijo ingresaría a la secundaria, dejaba la escuela, por lo que consideró que era la ocasión indicada. Pensó por varios días cómo le daría la noticia; sin embargo, no encontraba la mejor forma de encarar. Siempre había un pero. Lo cierto es que se decidió por un sábado de febrero. Le anticipó, por la mañana, que más tarde harían algo juntos. Sin expectativas ni curiosidad, mucho menos con trascendencia, Diego asintió, mientras miraba televisión. Lo que tuviera que ser, sería. El padre de Diego, sin embargo, estaba ansioso y emocionado por el momento de la iniciación de su hijo. Sería un evento que él, en su adolescencia, no había tenido. Su expertise se hizo a los golpes, con el día a día, prueba y error, con momentos de vergüenza, ya que muchos de sus amigos tenían la pericia de la que él carecía. Por eso no quería que Diego pasara por lo mismo.
La iniciación se haría durante la tarde. Estaba previsto que no hubiera nadie. Su esposa y sus dos hijas mujeres no estarían, así que tenían el hogar para los hombres de la casa. Era el momento justo, de aquel verano caliente, para un momento inolvidable.
La habitación estaba abarrotada de muebles. La familia vivía en un edificio de apartamentos recién inaugurado. A la nueva y estrecha casa llegaron los muebles de la familia, además de los de una tía muy querida que se había mudado a un lugar más chico y no había tenido mejor idea que pedirles a los padres de Diego que se los custodiaran, ya que no los había podido ubicar en su nueva vivienda. La casa de Diego era un lugar de espacios reducidos. No había grandes distancias y no se podía caminar a oscuras porque siempre se chocaba con algo. Era una familia en un pequeño apartamento, con los muebles de dos casas. De todos modos, la iniciación de Diego necesitaba solo un rincón, un lugar pequeño, pero sin distracciones.
El sitio elegido fue detrás de la puerta de entrada. Allí había un espejo de más de dos metros de alto. El padre le pidió a Diego que se parara al frente. Calzado deportivo, bermuda corta y una remera desprolija conformaban la vestimenta del niño. A su espalda, el padre lo miraba a los ojos a través del espejo. Sin preámbulos, Diego vio cómo del bolsillo del pantalón su padre sacó una corbata. “En dos semanas vas a entrar al liceo. Debés aprender a hacerte el nudo de la corbata. Te voy a enseñar”, confesó. Diego entendió el rito que estaba por aprender. Sin todavía saber nada del arte de hacer el nudo de la corbata, fue consciente del momento del que sería protagonista. Además, sintió orgullo porque fuera su padre quien lo iniciara en una acción tan masculina.
La corbata se coloca en el cuello, con el frente hacia arriba. La parte ancha a la derecha. Apenas se apoya, con las manos se toman las partes que cuelgan y se hace un juego de tirar de una y otra punta, emparejando, casi siempre, para que queden iguales ambos lados de la prenda.
La parte derecha se toma a la altura del pecho con la mano izquierda y se lleva casi hasta el corazón, mientras que la mano derecha cruza la parte angosta de la corbata hacia su lado, en forma de cruz. Ambas partes se tocan, muy cerca del cuello. Con la zurda, el pulgar levanta la corbata y la sube toda hasta formar el primer nudo, débil y simple. De esta manera, contra el cuello queda la corbata horizontal, paralela al mentón, y el resto de la parte ancha cae, perpendicular al suelo.
Ahora es tiempo para la mano derecha. Toma la parte ancha y la lleva hacia su lado, mientras que con la otra se sostiene el pequeño trozo que queda de corbata angosta, en tensión. La parte ancha gira hacia la izquierda y pasa por encima del brazo, al tiempo que envuelve al nudo inicial, que queda escondido, como temeroso. La parte ancha sigue en la derecha, pero ahora, como equilibrista, da otro giro, deslizándose sobre el pecho hacia arriba, con fuerza, con ganas, mientras continúa la rigidez de la mano izquierda con el retazo de corbata final. En ese momento, toma impulso hacia arriba para ingresar, con dirección al pecho, pero por el frente. Nuevamente hay que tratar, ahora detrás del penacho breve, que la parte ancha quede vertical, y lo que será el futuro nudo, rígido, a la espera de la estocada final. Esta llegará por detrás.
La mano derecha tomará el extremo más ancho de la corbata y, cual salto con garrocha, de un envión seco se colará hacia arriba mientras que toma protagonismo la mano izquierda, los dedos índice y mayor, para dejar un hueco por donde bajará la parte ancha, que rápidamente quedará definitivamente vertical, con el nudo perfectamente realizado. Una suerte de triángulo perfecto.
Una vez comprobada la forma triangular y elegante, habrá que subir el nudo, tirando hacia abajo con la mano izquierda la pieza angosta del fondo, y los dedos índice y mayor de la mano derecha tomando delicadamente el nudo, como si fuera el pecho de una mujer, con la misma sensibilidad, paciencia y amor. La corbata no puede ahorcar, pero no debe tampoco bailar floja en el cuello, locamente. Hay un punto justo de tensión y distinción. Si bien, con el tiempo y mucha práctica, esta experiencia se podrá hacer de memoria, en los primeros tiempos el nudo se debe hacer frente al espejo. La mirada fija en los movimientos automáticos. Se trata de una maniobra de mucha precisión, de una operación milimétrica que debe ser tomada con seriedad y hasta con profesionalismo.
La corbata es un símbolo mucho más importante de lo que parece. Jamás es un emblema de opresión. El viejo Salinger lo dijo: “Supongo que ningún escritor jamás se deshace de sus viejas corbatas amarillo azafrán. Tarde o temprano aparecen en su prosa y maldito lo que puede hacer al respecto”.
Diego experimentó emoción al final de la ceremonia. Fue consciente del paso que daba. Sentía que su padre le trasladaba el conocimiento de la adultez. Ya no era como en las generaciones anteriores, donde uno se hacía hombre con los pantalones largos. Para Diego, este era el pasaje a otro estadio, con el nudo de la corbata lograba la independencia deseada que le generaba la masculina prenda de la elegancia por excelencia.
El padre repitió la explicación tres veces. Siempre con la mirada fija en los ojos de Diego a través del espejo. Cuando se sintió seguro, el hijo pidió hacerlo solo. El nudo quedó perfecto. De allí en más, el orgullo de padre y el orgullo de hijo fueron uno solo. La corbata perfectamente anudada por Diego acompañó a su padre hasta el ataúd donde fue velado. Hoy, a cada nudo que Diego hace, ya de memoria, siente que su padre está a sus espaldas frente al espejo, mirándolo fijamente a los ojos, para aprobarlo.