El incendio de parte de la obra de Torres García | Ana Larravide

Fue extraño que ocurriera un 8 de julio. Se adelantó el ímpetu del fuego a la madrugada del día 13, número que Joaquín Torres García –el pintor uruguayo- señalaba con burla que le era fatídico. Entonces, si viviera, habría agregado sencillamente unas pocas líneas a su extraordinaria “Historia de mi vida”, con su estilo preciso y objetivo, empleando una tercera persona inquebrantable: “Le ocurrió a Torres que estalló el fuego entre los murales del Saint Bois y otras muchas de sus obras constructivas. Eran expuestas en Río de Janeiro como parte de una gira iniciada en Europa. Si fuera cierto que toda desaparición física no significa la anulación del espíritu es posible que el espíritu que animó estas obras sea más fuerte que el fuego”.

Es improbable que agregara otro comentario, ya que a Torres no le correspondió nunca permanecer en la desesperación, aún cuando conoció otras catástrofes que mutilaron su obra. Bromeó alguna vez sobre las alternativas funestas del número 13 para sus incomprendidos frescos del Salón de San Jorge de la Diputación de Barcelona –iniciados el 13 de septiembre de 1913- luego cubiertos por la estridencia de pintores oficiales a pesar del repudio de los sectores más avanzados de la plástica catalana; también en Barcelona, durante la Guerra Civil, las bombas arrasaron sus dos murales en la iglesia de San Agustín. Y una vez más, en 1925, la desgracia del fuego lo llevó a ver reducidas a cenizas la madera, las sierras, las cajas de juguetes constructivos de la fábrica montada en Nueva York. De ésas queda una, guardada en su casa de Montevideo por Manolita Piña, su mujer.

Este incendio de lo que alguna vez materializó la madurez de su pensamiento es irreparable en cuanto a la imposibilidad de recuperar con nada el frente a frente con esas obras plásticas. Desgraciadamente no hay una reflexión que pueda suplir la emoción directa provocada por la pintura (por la “pintura-pintura”, como le gustaba recalcar a él).

¿Puede describirse el color de un cuadro? Se puede, a lo mejor, decir o escribir “predominan los azules y los ocres” o “empleó la paleta baja”, pero ¿cómo referirse al tono? Eso sólo se percibe por la contemplación directa de la obra enfrentada al espectador sensible. Para quienes no sean pintores, el concepto de tono es comparable al agrado que puede depararnos la modulación especialmente grata de la voz de alguien: es ese tono y no otro. Precisamente ése y no otro y ¿cómo lo vamos a contar? Es necesario traer a quienes deseamos que disfruten de él, presentarlos mutuamente, propiciar el diálogo.

Otro tanto sucede con las formas: tampoco caben descripciones literarias, hay que verlas: la manera en que están puestas las pinceladas equivale a gestos. Y los gestos no pueden describirse, abren su mensaje ante quien los presencia.

“Yo ya los vi, por suerte los vi todos… mi pena por no poder hacerlo de nuevo, con ser tan grande, es mucho menor que la de saber que otros no los verán nunca… como cuando muere un amigo valioso y ya no es posible presentarlo a quienes no tuvieron tiempo de conocerlo”. Eso dijo el pintor uruguayo Carlos Llanos, que fue alumno en aquel Taller de Torres García en la Plaza Libertad de Montevideo, al cual entró en 1949 –último año de la vida del maestro- y guarda en su memoria la vital resolución de sus pinceladas, sus palabras… mientras el repiqueteo de los tamboriles bajando por Rondeau –era el Carnaval montevideano y el taller era un gran sótano tranquilo que abría pequeñas ventanas a esa calle- acompasan el recuerdo de la que después fue llamada para siempre “La lección del verano”.

Y es así. La ausencia de un cuadro (¡qué no decir la de tantos cuadros!) es irremplazable. Particularmente, en el caso de J.T.G., cuando con los años sea mejor valorado (la comprensión suele andar a pasos lentos) el Universalismo Constructivo, no será posible remitirse al conjunto más importante de obras que lo ejemplifiquen. Recurrir a la frase conocida entre los alumnos del Taller: “a la manera del Saint Bois” –“en el estilo de las pinturas murales del Saint Bois”- carecerá de apoyo visual. Será como pretender dar idea del Cubismo sin contar con Las señoritas de Avignon”, sin “Guernica”… y aún sin otras setenta obras de esa etapa.

¡O no será! Porque, como se dijo el 28 de julio de 1974, al celebrarse un siglo de su nacimiento con una exposición-homenaje que congregó a diez mil personas en el Museo Nacional de Artes Plásticas de Montevideo (se mostraron allí 151 obras) la descomunal influencia de Torres en el proceso de la pintura uruguaya es un hecho único, que puede atribuirse a la fuerza de su escuela constructiva pero, además, a la conducta batalladora del propio Torres. Encaraba con igual ímpetu la tarea de pintar, la de enseñar y polemizar sobre los contenidos del arte.

Ese hombre de físico menudo, auroleado por su melena y barba blanca, en quince años dicto 600 conferencias y mostró más de veinte exposiciones individuales. Publicó libros, revistas, habló por radio, dio cursos, creó un taller y generó en torno suyo un batallón de discípulos. Marcó con su personalidad el arte del siglo XX.

Su desarrollo alcanzó la medida de su grandeza en la serie de 27 composiciones ejecutadas en la Colonia Saint Bois. Allí culminó –cinco años antes de su muerte- el calibre expresivo de su modalidad y la personalidad de despliegue de su gráfica, a una altura de esplendor muralista pocas veces tocada en el continente. Pero culminó además el entrañable americanismo de Torres, una convicción sustentada por ese hombre que pasó la mitad de su vida en Europa y los Estados Unidos. El regreso a Montevideo fue el comienzo de su prédica a favor de un arte propio de América, exploración que él encabezaba tomando el modelo precolombino y llevando sus propios esquemas a una dimensión monumentalista, a un despojado criterio ornamental y a una geometría (totalmente alejada de la frialdad gracias a la calidad plástica de su textura) que parece establecer contacto directo –por encima de cuatrocientos años- con las empinadas murallas de los incas.

Así, el artista que había desenvuelto su talento juvenil en la escuela catalana y lo había aplicado a un sentido decorativo neo-clásico, progresó por un camino de independencia conceptual que fraguaría en el Constructivismo, aplicado como un esqueleto ortogonal al empeño de un arte americano. “Felizmente –se dijo entonces- siete de los murales del Saint Bois fueron desprendidos de la pared, trasladados a tela, montados sobre bastidor e incorporados a la exposición”.

Y son ésos – “El pez”, “Pax in lucem”, “El sol”, “El tranvía”, “Pacha mama”, entre otros- los que alimentaron las llamas. Además, “Retratos imaginarios de hombres célebres”, que pintó en 1948, y otras obras de caballete, en las que emleó la relación áurea.

Pero aunque el fuego ha devorado mucho, fue demasiado lo realizado por Torres: su formidable tarea formando pintores –que a su vez la prosiguen, formando algo así como una genealogía artística- sus muchos libros –“El universalismo constructivo”, publicado en 1944, “La recuperación del objeto”, “Estructura”, “La tradición del hombre abstracto”, “Metafísica de la Prehistoria Indoamericana”, “La ciudad sin nombre”, “Historia de mi vida”… y otras publicaciones, como las revistas “Cercle et Carré” y “Removedor”. Afortunadamente, muchos cuadros, fuera del incendio pertenecen a su familia y a colecciones particulares. Y permanece el “Monumento Cósmico” en el Parque Rodó de Montevideo. Y los admirables vitrales de la Catedral de Palma de Mallorca, acerca de los cuales escribía –hace más de sesenta años- el argentino Roberto J. Payró: “El originalísimo ingeniero y artista catalán Gaudí eligió a Joaquín Torres García, joven y desconocido aún, pero en quien sintiera palpitar las geniales inspiraciones, para ejecutar las vidrieras de la magnífica catedral de palma, que las realizó valiéndose de sólo tres colores fundamentales –amarillo, rojo, azul- que superponía para los diversos colores compuestos. He visto esas vidrieras iluminadas a la luz del día y ningún vitral, ni aun los más famosos, tienen su limpidez”.

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NOTA DEL EDITOR. Esta nota de Ana Larravide fue publicada en la revista brasil/cultura, de la Embajada de Brasil en Buenos Aires, en julio de 1978.