La isla de los cánticos es título emblemático y simbólico, que alerta sobre la vocación del canto y un destino de soledad y aislamiento. Una isla refiere al espacio de difícil acceso, es símbolo de un centro espiritual, de entorno sagrado, una pequeña y perfecta imagen del cosmos. Para ciertas culturas remite al lugar de los bienaventurados y, si no lo fue María Eugenia, sí fue diferente. Así lo confirman sus escritos y los conceptos de quienes la conocieron.
Su isla se convirtió en refugio porque a través del canto pudo trascender. En el comienzo pensó titular este volumen “Fuego y mármol”, antinomia que se unía en sus versos; luego creyó que “La isla de oro” era lo adecuado, pero lo rechazó por sugerencia de Crispo Acosta, para llegar al que nos convoca, que es un acierto. El poemario es ámbito de reflexión sobre el desamparo, la desesperanza, la desolación, el destierro. Desde esa posición el yo lírico aborda los grandes temas existenciales y entre los numerosos símbolos planea el pájaro de cristal libre, raudo, límpido y sonoro. Los elementos auditivos son interesantes porque jerarquizan el canto que va a tener un clímax para enmudecer en el último poema: “Por eso enfundo mi flauta,/ la del ambiguo cantar,/ y quien me escuche oiga solo/ mi paso en la soledad.”
Eso es lo que hemos escuchado de esta náufraga de la vida, rescatada por su arte y por la fe, aunque no la trasmite en sus poemas. Una soledad que ella conquistó por miedo al fracaso. No por azar la condensación lírica de su poesía puede plantearse en su decisión: “Quien no sabe estar alegre/ no tiene por qué cantar./ Si se derrotó a sí mismo/ ¿qué enseñará? («Enmudecer»)
Si pensamos con Ortega que el deseo fenece al satisfacerse y, en su carácter pasivo, es el anhelo de que las cosas vengan a mí, que soy centro de esa gravedad, creeríamos que en María Eugenia más que amor hubo deseo, pero es la inercia frente a ese deseo. Es el amor del asceta que parece aseverar: “No puedo amar, no debo”.
La crítica reconoce tres períodos en el proceso creativo de María Eugenia. Uno, anterior al 900, en que el romanticismo está muy ligado a la música. Se advierte la influencia de Heine, a quien lee en su lengua y también de Bécquer. En “Berceuse” ya se insinúa su posición ante el amado cuando, ejecutando el piano, se concentra en el arte y él se queda dormido: “¿Fue real su sueño? ¿Fue un elogio?/ Aún lo ignoro. Solo sé/ que yo me dije sin despecho: / Fui más artista que mujer.” No hay composiciones de este lapso que superaran su rigor crítico.
El segundo período corresponde a los primeros trece años del siglo XX, afirma su voz, tiene más brío y sonoridad, está muy cerca del mexicano Díaz Mirón y del uruguayo Armando Vasseur. El modernismo está presente con fuerza en esta latitud combinándose con elementos parnasianos. Su verso es desafiante, enérgico, habla desde un plano superior, bien comprobable en “Heroica”. Otras composiciones de este momento son: “Sacra armonía”, “Ave celeste”, “Oda a la belleza” y “Canto verbal” en las que el sentido estético marca una línea fundamental como ideario y también como anhelo de trascendencia. En “el glorioso placer de la armonía” desea “jugar con ellas un divino juego/ de perfección y de inmortalidad.”
La tercera etapa es la del ocaso, donde pierde frescura, se hace más ácida en su decir y descuidada en su presencia. Se da cuenta que ha perdido la batalla que planteó entre la carne y el pensamiento. Su castidad se convierte en trofeo que no resuelve sus conflictos, pero enfatiza el aspecto intelectual donde la profundidad y el tono existencial dan expresión a logradísimos poemas. Hay un acento dramático en su sinceridad que nos lega: “Los desterrados”, “Barcarola de un escéptico”, “El ataúd flotante”, “Invocación”, “El regreso”, “Fantasía del desvelo”, “Único poema”.
María Eugenia no se atrevió a desafiar la vida, su obsesión fue mantenerse dentro de los cánones sociales y su tragedia cuestionarlos con planteos metafísicos. Por su sangre corrió un río de pájaros oscuros que no anidaron en su vientre ni gorjearon en su fe, aunque sepultada en lontananza, «goteando: Chojé…Chojé…», despierte y sobre las olas, se eche a volar otra vez.
Replanteamos las preguntas que formuló Sara de Ibáñez.: “¿Midió alguna vez María Eugenia el alcance de su voz? ¿Conoció su profundidad? ¿Tuvo la certeza de que en La isla de los cánticos se salvaba a pesar de ella misma y para siempre?”.
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