El tesoro del Águila | Rosario Infantozzi

Edward no conoció a su padre. No personalmente. Nunca lo vio cara a cara, ni disfrutó de sus caricias, ni pudo apoyarse en él para crecer, porque se le murió en la guerra. En aquella Gran Guerra de la que su madre siempre les hablaba y que era la causante del exilio.

Antes de desplegar las alas y volar por última vez sobre los campos de batalla en el intento de derrotar al monstruo de bigotitos negros que encendía de fuego las noches de Londres, le había hecho jurar a su esposa que se embarcaría con Philip, su hijo de dos años y con la promesa de otra nueva vida que llevaba en el vientre, en el primer barco que zarpara para América, donde un tío podría cuidar de ellos hasta que él volviera a buscarlos. Pero nunca volvió.

La Tierra Nueva los acogió con tanta generosidad que Margaret decidió que nunca volvería a Europa. Había demasiado dolor y demasiada violencia en la Tierra Vieja y quería que sus hijos crecieran en paz y seguridad en aquel pequeño rincón de Sudamérica que – por designios insondables – tenía forma de corazón. En el Uruguay, pues, nació Edward el mismo día en el que, irónicamente, se firmaba la paz en Europa.

Por eso Edward no conoció a su padre. No personalmente. Pero cada segundo de sus días estaba teñido del amor de su madre por el marido muerto, de sus recuerdos, de los proyectos que habían forjado juntos, de los ideales compartidos sobre el matrimonio, la familia y la responsabilidad. Al llegar la noche, Edward cerraba sus ojos con fuerza para verlo mejor en la penumbra de su cuarto. A veces le hablaba, pero nunca escuchaba sus respuestas, porque conocía su rostro por las muchas fotos que Margaret atesoraba, pero su voz… nunca la había oído. Ni siquiera podía imaginársela en aquel pequeño país donde nadie hablaba inglés.

Edward y Philip crecieron así, rodeados de amor y de ausencias.

Hasta aquel verano de 1955 en el que la epidemia de poliomielitis sembró el terror entre los padres y colgó bolsitas de alcanfor al cuello de todos los niños.

El tío bondadoso que se había hecho cargo de la madre casi adolescente y de los dos niños huérfanos decidió que había que irse lejos de la ciudad para conjurar el peligro. Así llegó Edward a Atlántida. Así conoció lo que era la libertad. Su ancestral amor por el mar, que le venía de adentro de su corazón insular, despertó con la violencia de un huracán. Por eso no había mañana ni tarde en las que Edward no atravesara los pinares que llegaban hasta la playa, ni jugara a construirse cuevas en la arena arcillosa de los enormes médanos, ni corriera gaviotas, ni disfrutara del color y el olor y el fragor de las rompientes. No lo dejaban bañarse porque se creía que el microbio de la traicionera enfermedad podía colarse dentro del cuerpo mezclado con el agua de mar, pero no le importaba. Había demasiados pájaros y ranas y lagartijas durante el día y demasiadas comadrejas, lechuzas y murciélagos durante la noche para entretenerse. Demasiados cantos de chicharras a la hora de la siesta. Demasiados perfumes a yodo, a sal, a pino y a eucaliptus como para lamentarse. Margaret los dejaba en absoluta libertad de ir y venir por el balneario familiar y sosegado donde, a poco de llegar, todos los conocían. Los inglesitos de la Serena, los llamaban, como si el lugar les hubiera dado, además de magia y diversión, un nuevo apellido.

Una mañana muy temprano, Edward decidió ir a pescar. Nunca había intentado llevar a la práctica todas las teorías que le había enseñado el Cholo, el pescador más conocido de Atlántida; aquel que vivía en un ranchito recostado a las barrancas de la Playa Mansa y que abastecía al balneario de centelleantes lisas, corvinas y pejerreyes. Ese día lo haría. Con su caña, su carnada, sus anzuelos y sus plomadas atravesó las inmensas dunas y bajó a la orilla. El miedo a la polio había espantado hasta a los más valientes de modo que la playa estaba totalmente desierta. Podría haberse quedado allí mismo a tirar el anzuelo, pero un no sé qué de atractivo que se respiraba en la bruma lo decidió a imaginarse que era Robinson Crusoe y que tenía que recorrer las playas de su isla en busca de vestigios de algún naufragio.

Como nadie podía asegurar que lo hubiera visto – y él menos que nadie – no creía demasiado en la existencia del famoso microbio de la polio, de modo que se descalzó y echó a correr por la orilla del mar gritando de puro contento y chapoteando en la espuma blanca y salada. Corrió y corrió y corrió… De pronto, el familiar médano de arena blanca se transformó en un altísimo acantilado, coronado de hileras de pinos, que caía a pico sobre la playa. Edward quedó como clavado al piso, mientras con dos ojos redondos como platos y una enorme boca abierta descubrió aquella imponente figura, aquel monstruo prehistórico que lo taladraba con su brillante mirada por encima de la copa de los árboles. Edward no quiso esperar a que aquel animal gigantesco abriera las alas y el inmenso pico curvo y se abatiera sobre él para devorarlo. Como una exhalación, devoró los metros de arena mojada hasta llegar a donde había dejado su caja de pesca, recogió sus bártulos, trepó las dunas, atravesó las hileras de pinos y encontró el camino de su casa. Sólo cuando se sintió a salvo en la cama y con la cabeza bien tapada con la almohada, su corazón poco a poco retomó un ritmo normal.

-¿Philip? ¿Estás despierto? – susurró Edward aquella noche, una vez que la madre los arropó, les dio un beso y los dejó solos.

-Mmmmmm… ¿Qué pasa? – respondió el hermano mayor, medio adormilado. No era fácil mantenerse despierto después de todo un día de andar en bicicleta y trepar a los árboles. Philip tenía alma de investigador y se pasaba el día coleccionando bichos, descubriendo nidos y madrigueras y recogiendo puntas de flechas en la Barranca de los Indios.

-Tengo que contarte algo.

-¿Y ahora qué hiciste? – de los dos, Edward era el más travieso y Philip siempre se las veía en figurillas para ayudarlo a zafar de las penitencias.

-¡Nada! ¡Te juro que no hice nada! Pero descubrí una cosa espantosa.

Philip se despertó del todo y se incorporó en la cama. Su espíritu científico se había despabilado por completo. Aquellas palabras – cosa espantosa – le intrigaban profundamente.

-¿Qué descubriste?

-Allá lejos, muy lejos por la playa, cuando se acaban las dunas de arena y empiezan los acantilados, encontré un monte y sobre el monte un pájaro inmenso. Debe ser de la época de los dinosaurios, Philip… por el tamaño. ¡Era enorme! ¡Y me miraba con unos ojos…! Y tenía unas plumas rarísimas que parecían la caparazón de una tortuga… ¡Y un pico…! ¡Horrible, Philip, horrible te digo!

Philip estaba anonadado. ¿Cómo él, el científico de la familia, no había descubierto en Atlántida ningún rastro de animales prehistóricos? Lo más parecido a los dibujos que veía en las láminas de los enormes libros del tío viejo había sido una mulita, pero tenía grandes dudas sobre su antigüedad, porque ¡era tan chiquita! Se sentía muy humillado, pero su espíritu investigador se impuso:

-¿Me acompañás mañana y me lo mostrás?

Silencio mortal en la cama vecina.

– ¡Edward! ¡No me digas que ahora te dormiste!

– No… no me dormí… estoy pensando…

– ¿Pensando en qué?

– En si me voy a animar a volver. Tú no te imaginás, Philip, lo grande y lo espantoso que es… ¿Y si nos ataca?

Silencio mortal ahora en las dos camas… Por fin la vocecita de Philip, sin ningún comentario más, deseó las buenas noches al hermano menor y se hizo el silencio en la habitación.

Durante todo el día siguiente ninguno de los dos volvió a tocar el tema pero, a la hora del té, Philip le dijo a Edward en voz bien baja, para que la madre no oyera:

-¿Estás seguro de que no te animás? ¿Y si vamos despacito para que no nos descubra y nos volvemos enseguida?

-Ta…-contestó el otro, con un hilo de voz.

Bajaron a la playa cuando la tarde empezó a caer. El sol estaba alto todavía, pero ya no quemaba tanto. Casi sin hablar caminaron por la arena húmeda de cara al poniente, mientras las gaviotas revoloteaban sobre sus cabezas y luego se lanzaban en picada para sacar algún pescado del mar, que a esa hora parecía de aceite, de tan quieto. De pronto Philip tomó a Edward del brazo y le cuchicheó algo al oído:

-¡Mirá!…hay un alambrado que separa el bosque de pinos de la playa y unos carteles.

Se acercaron y leyeron: “PROHIBIDO PASAR – PROPIEDAD PRIVADA – CUIDADO – PERROS BRAVOS”

-¿Perros bravos?… ¿Y para qué quiere alguien cercar un monte y defenderlo con perros bravos?… Edward, te digo que estamos a punto de descubrir que aquí hay algo muy raro.

– Ssssssiiiii…- la voz de Edward era un hilito.

Philip se acercó más al alambrado pero al principio no vieron nada.

-¿Te animás a entrar?- susurró Philip.

-¿Estás loco?… ¿y si los perros nos persiguen?

-Salimos corriendo.

Después de unos segundos de vacilación, pusieron un pie en el primer hilo del alambrado, revolearon la otra pierna por el de más arriba y, en menos de lo que se dice, estaban dentro de la propiedad privada. Con el corazón galopando en el pecho fueron adentrándose pasito a paso en el bosquecito de pinos. Habrían caminado unos cincuenta metros cuando de pronto Edward, temblando como una vara verde, le susurró al oído a su hermano:

– ¡Allí está! El monstruo… ¡allí está!

Por encima de las copas de los árboles y entre los espacios que dejaban libres los troncos, los chicos vieron un espectáculo que ponía la piel de gallina. Inmóvil, con la mirada perdida en el horizonte y las alas plegadas, vieron un águila gigantesca posada sobre un enorme delfín.

-¿Te lo dije o no te lo dije…? ¿No es espantosa?- logró articular Edward.

-Ssshh… callate… nos va a oír – respondió Philip.

Pasaban los minutos y los dos hermanos observaban el espectáculo en absoluto y respetuoso silencio.

-¿La tendrán atada para que no se vuele?- se interesó Philip de pronto.

-¿Y el delfín…? ¿Cómo hace el delfín para no morirse afuera del agua?- razonó sensatamente su hermano.

-¿No estarán muertos y los habrán embalsamado? ¿No te parece que están demasiado quietos?

La posibilidad de que el gigantesco bicho estuviera muerto les dio un poco de coraje y siguieron avanzando. El alivio era tan grande que los hizo olvidar hasta de los perros bravos. Ya sobre la última hilera de pinos no les cabía ninguna duda. Aquel bicho no podía estar vivo e inmóvil. Ellos -que no podían estarse quietos ni un minuto- lo comprendían perfectamente. Con renovado valor traspasaron el límite del bosquecito y entraron en un claro. El espectáculo bien valía el susto y los trabajos que habían pasado para llegar hasta allí. El monstruo era una enorme águila de piedra con un feroz pico curvado y los brillantes ojos no eran otra cosa que ventanas.

-¡Es una casa! ¡No es más que una casa! – gritó Philip, radiante.

-Pero… ¡Qué casa más fantástica! ¡Quién tuviera una casa así!- suspiró Edward, fascinado.

Se sentaron los dos muy quietos en el borde de una barranca frente a la extraña casa. Por el costado dos altísimas escaleras de ladrillos rojos bajaban hasta la playa. El delfín era una gran terraza sobre algo que parecía una habitación, ya que los ojos también eran ventanas. Para llegar a ella se abría una puerta en la garganta de piedra.

-¿Te gustaría entrar?”- propuso Philip.

-Sí… pero me da miedo. ¿Quién sabe quién vive allí? ¿Y si fuera un ogro y nos comiera?

-¡No seas estúpido! Los ogros no existen. Cualquiera sabe eso.

Edward estaba muy ofendido por el insulto, y además no estaba tan seguro de que su hermano estuviera en lo cierto. Si los ogros no existían… ¿por qué tanta gente había gastado tiempo y papel escribiendo sobre ellos?

-¡Vamos… animate!…- urgía Philip.

-Ya es demasiado tarde. Se va a poner el sol y vamos a llegar de noche a casa. Mamá se va a asustar.

-¡El que está asustado sos vos! ¡Sos un cagón!

Edward reaccionó. ¿Él… cagón? ¡Jamás! Se puso de pie y, como un soldado que se lanzara a la batalla, fue contorneando la barranca hasta llegar a la escalera de ladrillos. Philip iba detrás de él. ¿Por dónde se entraría a aquel extraño edificio? No se veía ninguna puerta. Rodearon el lugar y hasta se animaron a trepar sobre el cuello del águila, que estaba cubierto de césped muy bien recortado.

-Debe haber algún mecanismo secreto.

Philip golpeaba con la mano hecha un puño sobre las piedras. Sin embargo… nada. Ningún tabique que se deslizara, ninguna puerta que girara sobre sus goznes, ninguna trampa que se abriera bajo sus pies. La fortaleza era inexpugnable. A medida que golpeaban en distintos puntos iban reculando, de espaldas al lomo del águila. De pronto, Edward perdió pie y cayó hacia atrás en una especie de zanja de piedra. ¡Qué porrazo! Por un momento quedó sin aliento. Philip corrió a socorrerlo y, al bajar, descubrió una puertita que se abría sobre un túnel larguísimo y muy oscuro.

-¡Al fin! -exclamó Philip- ¿Te animás a entrar?

Con el cuerpo dolorido pero el espíritu dispuesto, Edward se levantó. En puntitas de pie recorrieron el túnel. Tropezaron con un escalón y casi se parten la cabeza con una viga. Sin embargo sobrevivieron y descubrieron, al final del estrecho corredor, una habitación cuadrada con un techo a cuatro aguas, como el de una pirámide. Hacia la derecha, una arcada de madera oscura y brillante se abría sobre un dormitorio. ¡Era lindo aquel refugio entre los árboles! Envalentonados porque no veían ni un ser viviente, siguieron husmeando y descubrieron una cocina y un baño tan diminutos que parecían de juguete y una escalera de ladrillos.

-¿Subimos?

Sin decir una palabra, Edward emprendió la subida. Era una escalera muy angosta y empinada, pero estaba bien iluminada por una ventanita que había en la mitad del muro.

Al llegar arriba, los dos hermanos contuvieron el aliento… ¡Qué hermosura! Frente a ellos y a través de cuatro ventanas que formaban como una atalaya, vieron sobre las copas de los árboles el espectáculo más maravilloso que pudieran imaginar. Aquellas ventanas, que no eran otra cosa que los ojos del águila, dominaban completamente la bahía y uno podía creer que estaba en la cima del mundo. El mar verde y quieto, las olas blanquísimas, la enorme ensenada, el sol que declinaba, las gaviotas que planeaban su pereza sobre la arena dorada. Daban ganas de quedarse allí para siempre, contemplando la maravilla de la creación. Volaban las gaviotas mientras el sol se convertía en una inmensa bola roja. En el preciso momento en que el disco incandescente tocó el agua, aquella piecita minúscula que parecía la cabina de un avión se encendió con una maravillosa luz roja. Les parecía estar flotando en una pompa de jabón que subía y subía sobre los árboles. Ninguno de los dos se movió hasta que el sol desapareció, tragado por el mar, y la fantástica luz se apagó. Recién entonces volvieron a la realidad. ¡Era tardísimo! Había que salir de allí y correr por la playa para volver a casa a tiempo para la cena. Con el corazón palpitante desandaron el camino, bajaron la escalerita, recorrieron el túnel y salieron al crepúsculo fresco. Ya estaban llegando al límite del bosquecito de pinos cuando los oyeron. Primero los ladridos, después las voces. Dos hombres armados con escopetas de dos caños y dos inmensos perros Dobermann aparecieron entre los árboles. Fue tan grande el susto que ninguno de los dos supo cómo hicieron para atravesar el montecito, saltar el alambrado y bajar a la playa. Corrieron como almas en pena, perseguidos por el graznido de las gaviotas asustadas.

Aquella noche Edward soñó un extraño sueño. Volvían a encontrarse en aquella diminuta habitación bañados en la luz roja, pero no estaban solos. El padre estaba con ellos. El sueño era tan real que Edward podía ver cómo el sol poniente hacía brillar el vello rubio de los brazos de su padre.

-¿De modo que descubrieron el lugar?- le oyó decir.

Pero… ¿Cómo era posible? ¡Estaba escuchando su voz! ¡Por primera vez en su vida oía la voz de su padre!

-Son muy valientes y estoy muy orgulloso de ustedes. Yo sabía que algún día lo iban a encontrar y los estaba esperando. Ahora voy a contarles un secreto.

Edward estaba tan emocionado que no hubiera podido contestar ni una sílaba. Tenía mucho miedo de despertarse y que el padre se evaporara, de modo que escuchaba, inmóvil.

-En este lugar – continuó el fantasma- hay un tesoro fabuloso. Está tan bien escondido que nadie lo ha podido encontrar. Si siguen mis instrucciones al pie de la letra, tarde o temprano van a dar con él y será para ustedes.

Los dos chicos escuchaban, maravillados. No les impresionaba tanto lo del tesoro, sino la presencia de aquel hombre alto, rubio y delgado que los miraba con tanto amor y desde tan lejos. Aquella experiencia les removía cosas muy profundas adentro del corazón.

-Presten atención, muchachos- decía el padre-. Si quieren descubrir el tesoro de El águila deberán venir los dos juntos el 29 de febrero a la puesta del sol a este lugar. Tendrán que esperar aquí hasta que la luz de la luna llena encienda los ojos de águila y se refleje sobre la arena. En ese reflejo lo encontrarán. Habrán de tener mucha paciencia, pero al fin lo encontrarán. Se los prometo.

Después de abrazarlos estrechamente a los dos al mismo tiempo, desapareció.

Edward se despertó en medio de la noche. ¿Había sido un sueño? ¿Sólo un sueño? Estaba tan lleno de la visión de su padre que lo extrañaba más todavía. Con un profundo vacío en el estómago, despertó a Philip y le contó lo que había soñado. ¡Cuál no sería su asombro cuando su hermano le contestó que él había soñado lo mismo! ¡Hasta en los más mínimos detalles!

Cuando el misterio es tan grande no vale la pena analizarlo de modo que se tomaron los dos de la mano y, con los ojos muy abiertos en la oscuridad del cuarto, esperaron despiertos la salida del sol.

A lo largo de aquel verano fueron muchas veces los dos juntos a sentarse en la arena para mirar el gigante de piedra. Y muchas veces los sorprendió la puesta del sol en aquel lugar. ¡Era tan hermoso ver cómo se encendían los ojos del águila con los últimos reflejos del sol poniente! Parecían dos inmensos rubíes. Y se hicieron muy amigos, tan amigos como nunca lo habían sido, porque cada vez que se sentaban en la arena, se contaban sus cosas.

Contaban los días para que llegara el 29 de febrero. Pero el 29 no llegó. Del 28, el almanaque saltó al primero de marzo y los dejó sumidos en una tristeza muy profunda. ¿Su padre les habría mentido? ¿Habrían entendido mal las instrucciones?

Pasó el tiempo y los hermanos fueron creciendo. Y fueron aprendiendo que sólo cada cuatro años hay un 29 de febrero. Y que no siempre ese 29 de febrero coincide con la luna llena. Pero durante todo ese tiempo jamás dejaron de acudir a la cita.

Al principio fue difícil porque la casa estaba habitada y les costaba un triunfo colarse en la piecita sin que nadie los viera. Más tarde, el águila quedó abandonada. Se rompieron los vidrios de las ventanas y los dueños las tapiaron con bloques, para impedir la entrada de los intrusos. ¡Qué trabajo el de aquel 29 de febrero en que tuvieron que romper con un pico el material que bloqueaba las ventanas, para dejar pasar la luz del crepúsculo y de la luna!

Pasaron los años y el mar y la lluvia se fueron tragando los médanos y los pinos cayeron. Y también cayó el delfín. Los dueños de la casa renunciaron a la inútil tarea de impedir la entrada a los curiosos y el lugar vio desfilar por el túnel y corretear por las habitaciones de piedra a veraneantes divertidos y parejas de enamorados. ¡Cuántas noches de verano fueron testigos del coraje de algún chico que jugaba a demostrar que era hombre pasando la noche solo en aquel lugar! ¡Cuántos grupos de veraneantes emprendían la marcha desde las playas más céntricas con una canasta al brazo para ir de picnic al Águila!

Pasaron los años y los hermanos crecieron. Hubo momentos en que sus caminos estuvieron muy próximos, hubo otros en los que el paso del tiempo los vio irse lejos del país o enfrentarse a la adversidad. Sin embargo, estuvieran donde estuvieran, cada 29 de febrero se encontraban en aquel lugar y esas horas en que esperaban la puesta del sol y la aparición de la luna llena llenaban todos los vacíos y borraban todos los desencuentros. Volvían a contarse sus cosas, igual a como lo habían hecho aquel primer verano en el que nunca habían oído hablar de los años bisiestos.

Aquel año Edward había cumplido setenta. Había sido un buen año. Se había casado su primera nieta y se sentía satisfecho y feliz. Hacía ya un tiempo que se había retirado, pero el sueño de volar se había convertido para él en una realidad. Había sido durante muchos años piloto de aviación. No en la guerra, como su padre, sino en la paz, pero la maravillosa sensación de desplegar las alas y volar lejos y libre era la misma. También Philip había cumplido sus sueños y se había convertido en un científico destacado.

Aquel año terminó y empezó el siguiente. Y con el siguiente – que era bisiesto- se renovó el sueño y el compromiso. El 29 de febrero, pese a las súplicas de mujeres, hijos y nietos, emprendieron los dos viejos la aventura una vez más. En los últimos tiempos el dueño de todo aquel monte donde se encontraba El Águila había decidido lotear los terrenos y ahora cualquier hijo de vecino podía llegar en auto hasta allí. Sin embargo, desoyendo consejos y advertencias y fieles al ritual, los dos viejos caminaron apoyados uno en el otro por la arena húmeda una vez más. Y una vez más treparon por los escalones de ladrillo desmoronados ayudándose uno al otro y parando a cada rato para descansar.

Llegaron por fin a la cabeza de El Águila, que era prácticamente una ruina, y se acodaron en los ojos para ver ponerse el sol. Era una tarde maravillosa y la sensación de paz y plenitud que experimentaban era la misma que experimentaban cada vez que se encontraban allí, como la primera vez.

Muchas horas pasaron riendo y contándose viejas anécdotas. Muchas horas de soledad en buena compañía. Muchos recuerdos, algunas pipas, bastantes nostalgias, una única y gran ausencia. Muchas aventuras y muchas bromas, muchos veranos y muchos inviernos.

De pronto se dieron cuenta de que, de tan entretenidos que estaban, ni siquiera se habían fijado si había salido la luna. Cuando la descubrieron entre los montes de pinos casi no dan crédito a lo que estaban viendo… En medio del cielo azul zafiro navegaba, inmaculada, una fantástica luna llena. ¡La primera luna llena en todos aquellos años! Tomados de los hombros y sintiendo después de tanto tiempo la presencia de aquel padre que no habían conocido más que a través de su madre ¡tan joven y tan enamorada! fueron pasando las horas en silencio.

Casi sin avisar, la luz de la luna llena inundó de plata la habitación. Se miraron uno al otro a través de aquella luz que desdibujaba arrugas y borraba el tiempo y después, solemnemente, miraron hacia abajo, hacia la arena que esperaba aquel momento desde hacía tantos años.

Sin sorpresa, como si aquello hubiera sido lo que habían sabido desde siempre en el fondo de su corazón, descubrieron por fin bajo el haz de luz plateada El Tesoro de El Águila…

Aquel tesoro que les había prometido su padre y por el que habían esperado tantos años no era otro que la sombra – desmesurada y simbólica – de dos viejos unidos en abrazo indisoluble y mirando el mar.

Este relato está incluido en el libro Cuentos de viento y de mar (historias de Atlántida), Edición de autor, diciembre de 1998.