El perfume inconfundible del café y las tostadas me hace cosquillas en la nariz y me despierta, colándose en mi cuerpo y haciéndome ronronear de gusto. No abro los ojos porque, si lo hago, quizás se me borre la profunda sensación de bienestar que experimento. Sin embargo, un rayito de sol, acariciándome la espalda, me obliga a darme cuenta de que no amanecí en mi cama.
─¿Qué estoy haciendo aquí? –me pregunto, sobresaltada, mientras me asaltan en tropel los recuerdos de la noche compartida.
¿Cuánto tiempo hacía que no me despertaba así, disfrutando el roce de mi piel desnuda contra las sábanas y con el cuerpo cansado pero satisfecho…? ¿Cuánto, que no olía perfume a hombre en mi almohada…? ¿Cuánto, que no me sentía deseada y disfrutada, explorada y saboreada…? ¿Cuánto, que no permitía que unas manos cálidas y sabias acariciaran mi cuerpo y vencieran tanto mi pudor como mi extrañeza ante tamaña ajenidad?
Con los ojos cerrados, recuerdo haber visto brillar –desde la oscuridad de una ventana muy alta- las lucecitas de la ciudad dormida, la luna llena inundando la plaza, las risas y el entrechocar de unas copas de cristal, el sabor del vino blanco helado, un perfume de incienso, el temblor de unas velas encendidas, la melodía y las palabras de la Habanera de Carmen:
L’amour est enfant de Bohême
il n’a jamais, jamais connu de loi…[1]
Me autorizo, entonces, a abrir los ojos y a darme por enterada de que algo pasó, que nunca creí que pasara. Y a permitirme creer que «la mañana después» no está reservada para caras y cuerpos jóvenes, y que la claridad del día no va a descarnar la realidad ni a quebrar el embrujo.
Montevideo despierta, a ritmo de pereza dominguera, y yo recuerdo las palabras de alguien que –bromeando– me había dicho una vez que las mujeres uruguayas tienen la maldita costumbre de abrir los ojos después de una noche de pasión y decir con dramatismo:
─Tenemos que hablar.
En la mañana fresca y nueva, sentado a unos pasos de la cama, el responsable del pequeño milagro me calibra, acariciándome con la mirada y temiendo –quizás– que vaya a arrepentirme. Pero no lo hago. Me limito a decir, sencilla y descaradamente:
─ ¡Buenos días!
[1]El amor es como un gitano/jamás ha obedecido leyes
Texto incluido en el libro La hermandad de los primeros viernes, Dobleclic Editoras, (2014)