El pericón, un espejo | Jaime Clara

No me gustan las películas de guerra, pero confieso que dos de mis tres películas favoritas, tienen que ver con la Segunda Guerra Mundial. Este dato irrelevante para este prólogo, viene a cuento, porque una de ellas es El puente sobre el río Kwai (1957,dirigida por David Lean). La película muestra a unos soldados británicos prisioneros, que reciben la orden de los japoneses de construir, en plena selva, un puente de ferrocarril sobre el río Kwai, en Tailandia. El coronel Nicholson, interpretado por un inmenso Alec Guiness, está al mando de los prisioneros. La sola mención a este filme, que obtuvo siete premios Oscar casi setenta años después, remite indefectiblemente a su música, que permitió popularizar la “Marcha del Coronel Bogey”, una melodía militar británica que los soldados del coronel silbaban todo el tiempo, lo que la convirtió en un clásico de la música del cine.  

La marcha, silbada por militares, en plena guerra, funcionaba como un elemento de unidad y de identidad, en una situación extrema, como la de ser prisioneros. Frente a ese enemigo, -los japoneses- silbar esa melodía les daba cohesión, “en perfecta demostración de la superioridad y carácter británicos, frente a sus captores (…) Mantiene la tradición militar de la nobleza militar británica”, según escribió el periodista español Fernando Fernández en una nota de 2016. Lo que pretendo demostrar con esta referencia, es algo sabido y estudiado, pero que hace a la esencia de este libro, y es cuando una música se constituye como una seña de identidad. El ánimo de aquellos prisioneros británicos de la película no sería tan sólido si esa marchita no fuera un elemento que uniera, aunque más no fuera simbólicamente.. En la guerra, y en esas condiciones extremas, ese ánimo fue fundamental para lograr el objetivo, que era construir el puente sobre el río Kwai. 

Aristóteles, en su Política, afirma que la música imita las pasiones en tanto tiene un origen acústico, y no requiere de signos que refieran a una pasión, sino que la música es la pasión en sí misma, la reproduce. La música es una directa imitación que resulta la más formativa para el carácter, lo que tendrá sus derivaciones en la vida política del individuo. 

Las danzas folklóricas que muchas generaciones aprendimos y bailamos en la escuela primaria, son elementos que nos vinculan a ese concepto tan amplio como el de identidad, entendida como la circunstancia que distingue a una persona, determinada por un conjunto de rasgos o características que la diferencian de otras. Esas características son diferentes elementos que indican que uno es uno y no otro. Esto puede ser algo personal, individual, o los elementos que involucran a grupos o a determinadas sociedades. Y la música es un rasgo de identidad, como lo son las danzas también. La identidad, en estos casos, entendida como parte del patrimonio cultural. Estos elementos identitarios son asumidos como propios por grupos o personas que se reconocen como parte de ese entorno físico, social y cultural. Ni qué hablar de la importancia de las danzas para las colectividades en la diáspora. La música, las danzas, la gastronomía, entre otros, son rasgos fundamentales para mantener la identidad de una cultura fuera de la región de origen. 

En un ensayo sobre las danzas y la identidad cultural, el investigador boliviano Pako Martínez escribe que  “las expresiones artísticas forman parte del gran patrimonio cultural e identitario de los pueblos. La danza, es una de las artes más antiguas, universalmente extendidas y con una fuerte vigencia en la actualidad, que forman parte del patrimonio cultural de todos los pueblos y, por ende, un poderoso canal para la expresión de su identidad. La danza es un arte de mímesis, de expresión y de representación. De mímesis, porque imita la realidad: personas, contextos, situaciones, etc. De expresión porque en ellas se expresa el pensamiento, las creencias, los sistemas de valores de cada pueblo. Y de representación porque los pueblos se representan y se ven representados en ellas. En la danza todo significa o simboliza algo. La música, los temas, los vestuarios, las escenografías, los accesorios, los personajes, las situaciones, etc.” Relacionado con esta idea, “la danza folklórica y popular es un campo de lenguaje no verbal. Constitutiva y constituyente de un entramado social es síntesis de memorias. Vuelve a nacer cada vez que habita un nuevo cuerpo social, individual, histórico, colectivo”, indica la argentina Inés Vitanz, docente, especialista en danzas nativas y folklore.

Analía Fontán trabaja desde hace años en un mundo de sonidos, el de las voces y el de la música. Aunque uno podría decir también el de las músicas, así, en plural, porque hay música para cada individuo, para cada grupo, para cada sociedad, para cada país. Fontán ha tomado seriamente el tema de la “danza nacional” como se presentaba algunas veces al pericón. Transitó un mundo que para muchos era desconocido y nos fuimos dando cuenta que el pericón no es uno solo, sino que todos forman parte de la identidad de una región, tanto en música, como en danza y ¡hasta en las relaciones! tan políticas o combativas ellas, como picarescas también. 

En este libro, un grupo de expertos analiza el pericón desde diferentes perspectivas: historia, danza, canción, patrimonio inmaterial, la mirada antropológica, historia, como parte de los sonidos de su tiempo, pero también extendido en el tiempo. “El pericón surge, se despliega y reconoce en la danza. Sin embargo, existen otras proyecciones, otras disciplinas artísticas donde se expresa. Una de ellas, en donde el pericón ha tenido raigambre es en la canción popular de raíz folklórica. Si bien esta especie musical no ha sido muy frecuentada en la canción popular del Río de la Plata, sí ha constituido un insumo para la composición y ha dado lugar a un puñado de valiosas obras en la región” escribe en este libro el gran e incansable investigador de las cosas nuestras, Hamid Nazabay.

Este libro funciona como un gran coro -ya que de música estamos hablando- múltiples voces que forman un gran mosaico académico que muestra al pericón como una parte de nosotros mismos, si no quieren decir como país, al menos como región o como colectivo. El pericón está íntimamente vinculado a nuestra historia popular, desde la época colonial, hasta nuestros días. Porque aún hoy, se escucha en Radio Clarín, cada tanto, una interpretación del pericón, o cuando en la escuela nos lo hicieron bailar. Porque las danzas folklóricas que bailamos en la escuela, forman parte de los mejores recuerdos de infancia. En mi caso, me tocó bailar el Cuando, el Gato y el Pericón, en la escuela 46, de San José. Pero es plantear estos temas en la radio, lo hemos hecho varias veces con Analía, y se amontonan los recuerdos y testimonios de oyentes que tienen a estas danzas como parte fundamental de su formación escolar o liceal.  “Sin música, la vida sería un error” sentenció Nietzsche. Y tenía razón. La música es un valor inestimable, por muchos motivos. Muchos de ellos surgen de este libro. Un libro justo y necesario. Un trabajo iniciático, fundamental, que no dudo que será la base para más estudios, análisis y diferentes manifestaciones artísticas en torno a lo que somos. Porque manifestaciones como el pericón habla de nosotros mismos, funciona como un espejo, que muestra lo que fuimos y lo que somos, porque como se dice en el libro, aún hoy, en pleno siglo XXI, sigue reinventándose. Conforme la marchita de El puente sobre el río Kwai funciona como un factor de cohesión e identidad en tiempos de guerra, el pericón forma parte de lo que somos como nación y como pueblo. Y para reafirmarnos en nuestra orientalidad -menciono esta palabra porque nadie es dueño de este concepto y debemos reivindicarlo- no podemos perder de vista estos orígenes, estas raíces.