A Daniel Gil
Al poeta Álvaro Ojeda gracias a quien está historia está escrita
I
Los recuerdos llegan y se van en forma desordenada. A veces un disparador provoca que emerja una imagen de algo que sucedió hace más de cuarenta años. La memoria es cautivante, justamente, porque no selecciona, no ordena ni cronológica ni alfabéticamente los hechos que forman parte de nuestra historia. Estoy seguro que más de una vez hemos querido que ese mal trago desaparezca en forma automática de nuestro disco duro, sin embargo, la memoria se empeña, cada tanto, en renovar señales de aquel mal momento. Quizás sea para que no caigamos otra vez en una situación similar, una especie de alerta, por aquello de no tropezar dos veces.
También están los recuerdos que no tienen utilidad. ¿Por qué me acuerdo del jingle del aviso de radio que escuchaba en la infancia? ¿O el número de teléfono del almacén de la esquina de mi casa, al que iba a hacer los mandados cuando era tan travieso pero servicial con mi madre? Ese dato en mi cabeza no cumple ningún cometido, ocupa un espacio que podría merecer aquel poema de Fernando Pessoa que no logro memorizar o el reparto de esa película que me impresionó o hasta la oncena de Nacional de 1971. Finalmente, por suerte, están los recuerdos que permanecen indelebles por más que pase el tiempo.
Mi amor y devoción por los libros se deben a mi tía materna, Etna. Su biblioteca, no muy grande, tenía todo lo que tenía que tener; desde algunos clásicos hasta todo el boom latinoamericano, sin excepciones. Allí los leí por primera vez. Desde que tengo uso de razón recuerdo las historias ciertas o inventadas por mi tía a la hora de dormir. Uno de los primeros libros que la tía Etna nos leyó a mi hermana y a mí fue Saltoncito, de Francisco Espínola. Es la historia y peripecias de un sapo. Una maravillosa metáfora sobre la vida que se mantiene en el tiempo, como un verdadero clásico de la literatura. La edición que nos regaló -todavía la conservo- es de la editorial Arca, de comienzos de los años 70 y tiene las impresionantes ilustraciones de un maestro de la plástica como Guillermo Fernández, que la vida luego me permitió conocer, admirar, querer y extrañar.
Si bien, de grande, en mi trabajo periodístico me costaba -y cuesta- llamar a Espínola como Paco, así fue, es y será conocido, reconocido y nombrado. Aunque durante su infancia y juventud, en San José, se lo llamaba Paquito, para diferenciarlo de su padre, de igual nombre y apodo.
Una mañana de invierno, de la mano de Etna, cruzamos la plaza Treinta y tres, la principal de la ciudad. Seguramente salimos de la casa de mis abuelos maternos, frente a esa plaza en la calle 18 de julio, donde con mi hermana Isabel nos quedábamos bastante seguido ya que nuestros padres, maestros rurales, padecían complicados horarios para organizar una razonable vida familiar. Atravesamos la plaza en diagonal hacia la izquierda con dirección a 25 de mayo. Tras cruzar la calle Ciudad de Astorga, llamada así en esa época, cuyo nombre fue cambiado arbitrariamente por el gobierno dictatorial del momento, pasamos por el Club San José. No recuerdo, en realidad no lo sabía, si teníamos que entrar o al verlo Etna decidió subir la decena de escalones del club. Al trasponer la entrada del moderno edificio, sentado a la izquierda, mitad recostado a una columna y mitad sobre el respaldo de la silla estaba la inmensa humanidad de Francisco Espínola, envuelta en una nube de humo de su cigarrillo. «Este señor es el que escribió Saltoncito», me informó sobre el hombre robusto que estaba solo, en la mesa, tomando café, vestido de traje oscuro, corbata, con mucha formalidad. De la nube de humo emergió, con amenazante ternura, una mano que me acarició la cabeza, jugando brevemente con mi pelo corto. No recuerdo si el escritor dijo algo, o si nos quedamos más tiempo, ni si Etna conversó algunos minutos con él.
II
Francisco Espínola murió en la noche del 26 de junio de 1973, en la víspera del golpe de Estado. Aunque en su literatura siempre hubo una preocupación por lo social, sería injusto y equivocado, definirla como política, en el sentido en el que se entendía a las creaciones políticas a fines de los 60 y principios de los 70. Siempre fue blanco, del Partido Nacional -su padre llegó a ser Jefe de Policía de San José- pero en los últimos años de su vida, sobre todo a instancias de su hija, se afilió al Partido Comunista, en un ingreso que, según las crónicas de la época, fue aprovechado políticamente. También su muerte se transformó en un hecho político por la coincidencia con la fecha.
Francisco Espínola (hijo), como firmó algunos de sus libros o cuentos, fue sepultado en el cementerio de San José. Probablemente por seguridad y discreción, su cuerpo fue a parar al nicho de la familia Bonavita, con vínculos familiares a través de la hermana del escritor. Aunque el autor de Sombras sobre la tierra, Raza ciega o de ese cuento perfecto, como es Rodríguez, estaba en ese nicho, ninguna placa lo informaba.
La relación de la gente con sus muertos, cambia con los tiempos. Y con sus cenizas aún más. Por ejemplo hasta hace pocas décadas, los velorios eran una sacrificada y doliente maratón de más de veinticuatro horas. Hoy eso es menos acostumbrado y se hacen razonables pausas para que descansen tanto los familiares como los visitantes, los sinceros y los por compromiso. Creo que han cambiado también los hábitos de visitas a los cementerios. Desconozco si hoy el lugar donde fueron depositados los cuerpos es visitado con la frecuencia que sucedía hace treinta años o más.
Si bien la ciudad se ha extendido bastante, la hoy calle Lavalleja marca uno de los grandes límites. Uno de los lados del cementerio de San José está sobre esa la calle, y la entrada principal por, en aquel momento, Yaguarón, luego bautizada Mariscal Foch y hoy Luis Alberto de Herrera. Esta avenida es la principal entrada y salida de la ciudad. En su momento el cementerio marcaba el final o el comienzo del pueblo, según de dónde se viniera.
Exageraría si dijera que durante la niñez, visitar el cementerio era un paseo pero, en general, formaba parte de un itinerario que sí involucraba algún divertimento. Nunca, ir al cementerio, salvo acompañando a algún cuerpo en procesión, lo sentí como un peso o como un momento de tristeza.
El recorrido en el cementerio siempre fue el mismo. Ingresábamos por la vereda central, al llegar a la cruz tomábamos a la derecha y un poquito más adelante a la izquierda. Allí descansan mis abuelos maternos y sus antepasados. Luego de esos primeros homenajes, tomábamos a la derecha unos cuantos metros para doblar hacia la llamada parte nueva, donde a casi una cuadra descansan los restos de la familia paterna. Era una época donde se podía llevar flores que se ponían en agua en los bollones altos de Bracafé, que hacían las veces de improvisados floreros. Hoy nada de flores, nada de agua, todo arena y plástico por miedo a una y mil pestes.
En una de aquellas visitas, mientras mi madre limpiaba los mármoles del nicho y cambiaba el agua de los bollones de su familia, Etna tomó una flor y me pidió que la acompañara. Del nicho de mis abuelos maternos, a pocos metros a la izquierda, debajo de una escalera de cemento, en la primera hilera si se cuenta desde abajo, está el nicho de los Bonavita. Como un par de años antes en el club San José, Etna me contó que, aunque no lo viera y no estuviera escrito en ningún lado, allí estaba el cuerpo del autor de Saltoncito. Me dio la flor, fue a buscar agua y la coloqué allí. Quedó sola, bailando en el agua del florero. Era evidente que hacía mucho tiempo que nadie pasaba por allí. Fue una flor solitaria quién sabe por cuánto tiempo. Desde aquella tarde, cada vez que íbamos al cementerio -bastante seguido por cierto- pedía una flor y, sólo, sin compañía, iba y se la dejaba al escritor, aunque nadie lo supiera, aunque nadie se enterara, ni los Bonavita, si alguna vez iban por allí. La escena se repitió por años. Ya en la adolescencia y viviendo en Montevideo, aprovechaba cada homenaje a mis familiares muertos, para dejarle una flor a esa tumba sin nombre.
En 1985 regresó la democracia. En una visita a San José fui al cementerio, una vez más a acompañar a mi madre a poner flores a los antepasados. Pasé por la tumba de Espínola y ya no era un misterio innombrado. Una placa ubicada a la derecha, daba cuenta de que allí estaba sepultado el escritor. Había más flores y seguramente se habrán sucedido homenajes, algunos personales, sentidos y otros políticos.
En fin, yo me quedo con aquellos momentos que me involucraron, más allá de sus libros, con el escritor más famoso del pueblo en que nací, con imágenes que por suerte están grabadas a fuego en mi frágil memoria y que tienen como intermediario a uno de los seres más nobles que conozco, mi tía Etna.
Este cuento está incluido en el volumen «Medias verdades» editado en Montevideo (2017), Editorial Seix Barral,