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Tiene un nombre largo como sus ganas de conocer. Se llama Cornelis Johannes Jacobus Maria Nooteboom. Nació en La Haya, en 1933. Su primer trabajo en un banco, le permitió darse cuenta que eso no era lo suyo. Siendo un veinteañero tuvo su primer viaje por Europa y allí nació su primera novela, que obtuvo un premio. Fue el Ana Frank por “Phillip y los otros”, editada en 1957. Desde esa época Cees, como se hace llamar y firma sus libros, se dio cuenta que era un peregrino. Que en su esencia estaba ir y venir, conocer, curiosear, leer, estudiar y así poder crecer y conocer. Cada día un descubrimiento.
Sorprende la capacidad de observación y lo prolífico de Nooteboom para publicar. Lugar en el que reside o pasea o descubre, escribe y publica, siempre con un gran rigor, calidad literaria y capacidad de vincularse en forma cómplice con el lector. En la gran mayoría de las notas, lo llaman “el nómada”, porque lo único constante es el viaje, el cambio, el traslado de un lugar a otro.
Uno de esos maravillosos libros que se encuentra en las librerías de Uruguay, con la distribución de Gussi, es una nueva edición de Lluvia roja, de la editorial Siruela, editado originalmente en 2007..
La isla de Menorca ha sido por casi medio siglo, su lugar de verano. Allí tiene su casa de descanso y escribe en paz. El lugar del reposo del guerrero, que Cees llama “mi isla española”. Cuando pisó por primera vez la isla, no era lo que es ahora. Casi no había turistas, y era de los lugares menos conocidos del Mediterráneo.
En uno de los primeros textos que forman el libro cuenta que “hace casi cuarenta años que llegué a este lugar por primera vez. La casa debió de pertenecer originariamente a un pequeño payés o un jornalero. Tuve que hacer obras y levantar nuevos muros. La casa era blanca, como todas las de aquí. Incluso las tejas estaban encaladas para resistir el tórrido calor del verano. Dos cosas quedaron claras desde el principio el agua y Nuria. El agua porque no había, y Nuria porque se la oía por todas partes. Reconocería la voz de esa mujer hasta en mi lecho de muerte, una voz penetrante y aguda con la que era capaz de hacer regresar a sus hijos de los confines del mundo. Hablaba el dialecto de la isla, que en opinión de los isleños es una lengua, pero que en realidad es una variante del catalán. A menudo sopla en la isla la tramontana, y con idéntica frecuencia el xaloc. Junto con los demás vientos, todos ellos portadores de bellos nombres, han contribuido a que los isleños hayan desarrollado una lengua dura, que rebota, con la que son capaces de hablar contra el viento, una lengua que suena a fragmentos de tiestos de barro arrojados a un barreño de zinc. El menorquín leído es una lengua bellísima, una lengua antigua. Es como si estuvieras leyendo una epístola medieval, sobre todo cuando el texto se refiere a temas feudales, como la distancia que ha de haber entre tu casa y un pozo contiguo cuando pretendes conseguir un permiso para construir tu propio pozo. El agua se denomina aquí agu, un nombre que la transforma en una sustancia distinta, con la que hay que ser muy cuidadoso y que conlleva derechos y obligaciones.”
Como se lee, el holandés cuenta lo que ve, lo que siente, y hasta el vínculo con sus vecinos, que también marcan la forma de ser de los habitantes de la isla. Nooteboom cuenta cómo viven en la isla y hasta cómo habla la gente, “hablan una lengua dura, que rebota, capaces de hablar contra el viento”, sobre los problemas que tiene para conseguir agua y las peripecias para que le instalen teléfono.
“Menorca, que no es mía, por supuesto, pero sí es el lugar donde he escrito gran parte de mis libros y poemas en los últimos cincuenta años”, dijo durante una entrevista.
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En una nota en internet se describe Lluvia roja de esta manera. “El libro también recoge los recuerdos y reflexiones del autor sobre algunos de sus incontables viajes, sobre todo de los viajes iniciales que realizó siendo muy jóven. Siguiendo un viejo diario que escribió a los 19 años recordamos sus primeros viajes por Europa. En ese diario aparece mucha gente que se ha borrado totalmente de su memoria. Un viaje a Surinam a finales de los cincuenta o su viaje a la Guyana francesa enrolado como marinero y periodista en el Gran río un buque de la compañía de navegación de Surinam. También un largo e interesante viaje por las islas de Pacífico, pasando por Tahití, Tonga donde asistió a una misa oficiada por el mismísimo Taufa’ahau Tupou VI, rey de Tonga o Samoa donde visitó como no podía ser de otra forma la tumba de R.L. Stevensson. Me parece que como Durrell, Nooteboom es un islófilo. En Menorca Nooteboom es feliz, entre las enormes chumberas de su jardín, los perros de los vecinos ladrando al cartero, bebiendo de vez en cuando la típica pomada y cuando toca, disfrutando de los caixers a caballo. Y la verdad es que yo también estaría feliz en su jardín menorquín contemplando las estrellas en una noche de verano con un gato en el regazo y el canto de los grillos de fondo.” (*)
La voz del holandés errante, nómada, es contundente: “En las islas, el mundo se divide en salado y dulce. En ocasiones, cuando me embarga la necesidad de ver el mundo con más claridad, me dirijo al otro extremo de la isla y estaciono mi coche junto a una vieja escuela absurdamente solitaria desde donde arranca el camino empinado que conduce a Santa Águeda. Es una buena subida. Las grandes piedras que parecen haber sido arrastradas hacia abajo por un torrente hacen el camino bastante intransitable. En invierno, la subida se vuelve aún más dura. La lluvia convierte el camino en una corriente de agua. En verano, es un cauce seco que de repente se transforma en un estrecho sendero pavimentado.
Menorca ha sido ocupada por pueblos de todo el mundo. Alberga un gran número de enigmáticos monumentos prehistóricos de enormes piedras construidos por los indígenas.
Nadie entiende cómo lograron apilar esos bloques de piedra. Más tarde llegaron los íberos, los fenicios, los romanos, los aragoneses y los catalanes. Y del norte de África y de la Andalucía islámica llegaron los árabes, a los que aquí siguen llamando «moros». Mucho tiempo después, también los holandeses pasaron por Menorca. Los franceses tuvieron aquí una guarnición. El nombre de mi pueblo, Sant Lluís, se puso en honor de quien fuera rey de Francia, Luis XV. Finalmente desembarcaron los ingleses, que dominaron medio mar Mediterráneo gracias al importante lugar estratégico que ocupaba la isla. Aunque ya mucho tiempo antes, desde las redondas torres vigía apostadas a lo largo de la costa, los menorquines escrutaban el mar para defenderse de los invasores. En cuanto divisaban naves enemigas, encendían grandes fuegos en las torres, y así, mediante señales de fuego, enviaban avisos al resto de las torres de la costa.”
La literatura de viajes, o el periodista viajero, tiene en Cees Nooteboom -que hace algunos años estuvo en Montevideo- uno de sus más grandes exponente, el gran patriarca. Por eso cada uno de sus libros es imprescindible.
(*) Literaturadeviajes.com