«Desde que llegaron los pinos, el agua se acabó. Las fuentes de las montañas, de las que manaba agua para regar hasta cinco o siete huertos, se secaron. Ahora riegan uno, si acaso. No sé por qué, pero desde que llegaron los pinos, se acabó la riqueza en esta tierra. Y ahora, el pueblo está muerto y la mayoría de las casas están cerradas.” Habla José, o Manuel, o Juan, o Antonio, el nombre es lo de menos, vecino de Casares de Hurdes, un municipio hurdano situado al norte de esta fascinante comarca. Hace un año, por suerte, se quedaron a las puertas del incendio que arrasó la zona de Ladrillar.
Poco más de una semana ha pasado desde que estuve en Las Hurdes, en el norte de la provincia de Cáceres, con la idea de darme un baño de naturaleza. La comarca de Las Hurdes cumple con los requisitos necesarios; El pulmón verde de Extremadura, así la llaman: bosques de pinos, madroñeras centenarias, castaños, olivos, brezos, helechos, romeros y jaras; y los ríos y arroyos que bajan de las montañas.
Nada más entrar en esta comarca, el paisaje cambia. El laberinto de altas montañas que se alzan en el horizonte es como un aviso a navegantes. Vivir aquí tiene que ser un conjuro de magia, de magia verde, como el verde intenso de los pinos que lo cubre todo. Para mí, acostumbrada a la dehesa cada vez menos poblada de encinas y alcornoques, donde la lluvia queda en los rincones de las memorias más antiguas, donde el pasto dorado se hace dueño del campo cada vez más cerca del final del invierno, este paisaje esmeralda es una inspiración de vida.
La carretera EX-204 atraviesa Las Hurdes de norte a sur. Es la carretera que me lleva desde Coria hasta el cruce con la CC-166, a 3 km de Las Mestas, pequeña alquería que pertenece al municipio de Ladrillar y donde se encuentra la Hospedería de Extremadura Hurdes Reales, el alojamiento donde me instalé por un par de días. Es una carretera intercomarcal con asfalto en buen estado y no demasiadas curvas. Me gusta bajar la ventanilla del coche y respirar profundo el aroma lozano de la vegetación exuberante; pinos y olivos, en la gran mayoría, cubren la zona.
Desde Las Mestas, después de pasar dos días sumergida en el Parque Natural de las Batuecas – Sierra de Francia, recorriendo la orilla del río Batuecas y disfrutando de la soledad y el silencio, sólo interrumpido por el canturreo del agua bajando entre las piedras y el piar de los pájaros, vigilada por algún que otro buitre en las alturas, me desplacé por la carretera CC-158 en dirección a Riomalo de Arriba, otra de las alquerías pertenecientes al municipio de Ladrillar.
En la Hospedería, en el salón de la chimenea, sala de lectura, una gran fotografía de esta alquería viste la pared del fondo. Unas impresionantes vistas de este poblado, de su casco urbano abandonado, donde aún reina la arquitectura típica hurdana. Me dice el recepcionista del alojamiento que en esta arquería sólo viven 4 vecinos y que es digno de visitar para conocer bien cómo eran las casas donde vivían antiguamente en toda la comarca.
La carretera, con buen firme, transcurre entre montañas, por lo que el laberinto de curvas estaba asegurado. Pero no fueron las serpenteantes curvas contínuas las que tiñeron de tristeza esta excursión que fue muy diferente a lo que yo esperaba. El incendio del año pasado arrasó estas montañas. Todo el término municipal de Ladrillar estaba calcinado. Vecinos y bomberos realizaron una gran labor y pudieron salvar los núcleos urbanos de El Cabezo, Ladrillar y Riomalo de Arriba. Este último, apareció tras una curva en el horizonte. Un oasis verde entre el paisaje desolador de montañas peladas de todo tipo de vegetación.
Continué por la carretera hasta llegar al punto más alto y paré en el mirador de 360º de Las Carrascas, el mejor lugar para contemplar el paisaje de Las Hurdes Altas y Riomalo de Arriba como protagonista. En la cara norte se divisa todo el valle del río Ladrillar y la Peña de Francia, ya en la provincia de Salamanca. El paisaje devastado de esta cara norte erizaba mi piel. El pino resinero había desaparecido entre las llamas y junto a él, el sotobosque y la biodiversidad de la zona. Tierra yerma. Sólo queda el vestigio de la maquinaria pesada que se había encargado de limpiar los restos de los cadáveres de pinos.
Al otro lado del mirador, el paisaje era diferente. Miles de hectáreas de vegetación se extendían ante mis ojos por el valle del río Hurdano. Pinos, sobre todo, pinos. Una estrecha carretera de montaña separaba la vida de la muerte, el pasado del presente. Y una pregunta, ¿por qué? Y otra pregunta, ¿hasta cuándo? Y otra más, ¿cómo será el futuro?
Siguiendo la carretera, bajé hasta llegar a Casares de Hurdes, núcleo principal del municipio formado por cinco alquerías más. En el centro de esta población hay un campanario muy peculiar, ya que no está asociado a la iglesia. Se utilizaba para llamar a los vecinos a reunión y está construido como la arquitectura tradicional de la zona, con adobe y pizarra. Según los habitantes del pueblo y alrededores, su sonido era tan fuerte que podía oírse su repique en un radio de siete kilómetros.
“Yo vivo en la residencia, pero cuando puedo me escapo y vengo a mi huerto. Lo tengo por ahí, al final de la calle por la que querías pasar.” Habla José, o Manuel, o Juan, o Antonio, el nombre es lo de menos, sentado en un banco de piedra de la fachada de su casa. Es un señor mayor, de más de 80 años, al que le cuesta pronunciar bien las palabras y que me ha estado observando en silencio, mientras paseaba por las calles de su pueblo en busca de las huellas de ese pasado añorado. Se anima cuando ve que le escucho con atención y le pregunto por los habitantes del pueblo.
“Ya no tengo nada sembrado, pero sí algunos frutales. Como puedo, les echo su agua, un poquito, porque desde que llegaron los pinos, se secaron las fuentes. Tengo un peral y un paraguayo. Qué ricos están los paraguayos, ¿los has probado? Claro, por allí tenéis las vegas del Guadiana y los frutos de hueso que dan esas tierras. He viajado poco, pero recuerdo haber pasado una vez por Zafra. Qué buen pueblo. Ese pueblo es grande. No, allí no nos quedamos. Mi hermano tenía una furgoneta y hacía de taxista por aquí, claro, nadie tenía coche. Me llevó una vez a un curandero, uno muy famoso que estaba de Zafra para Sevilla. No recuerdo el nombre del pueblo, pero allí me llevó mi hermano hace mucho tiempo. Muy bonito Zafra, con sus plazas y la calle de las tiendas.”
Le comento que ya no hay tantas tiendas abiertas en esa calle, la de Sevilla. Y que allí también se nota el éxodo silencioso, el que viven nuestros jóvenes, mis hijos también. Ahora viven en ciudades más grandes, con más servicios, con mejores comunicaciones, con más trabajo.
“¿Quién se va a quedar a vivir aquí? Antes los huertos nos daban la comida de cada día. Ahora no hay huertos. Ahora hay pinos.”
Le pregunto: “entonces, José, si antes no había pinos, ¿qué había en las Hurdes?” “Pues escobas, los brezos y el matorral. Y agua, mucha agua. Ya te digo, hasta siete huertos regaban. Pero con Franco, llegaron los pinos y se acabó la riqueza de esta zona. Y ahora hay pinos y fuego”.
Las palabras de José resonaron en mi cabeza durante el camino de regreso a casa. Tomé la carretera EX-204 en Vegas de Coria dirección a Pinofranqueado. El paisaje estaba vivo, verde, pero en mi mirada la pesadumbre nublaba la mente. Ya no podía ver de la misma manera. No podía creer que esa belleza natural estuviera enterrando pueblos en el olvido. Desalojando un territorio duro que los antepasados de hombres como José consiguieron domar para extraer de él los recursos necesarios para la subsistencia.
Las Hurdes, una comarca en el norte de Extremadura, donde termina la provincia de Cáceres y comienza la de Salamanca, con una extensión de casi 500 km², siempre fue de monte bajo vertebrado por escarpadas cimas de pizarra, donde sólo crecía el brezo, la jara y el matorral. Hoy, las laderas de sus montañas están pobladas de pinos y olivos que la mano del hombre plantó. Hoy, un nuevo incendio plantado por las mismas manos devora el corazón de sus montañas, el de sus habitantes y el de todas las personas que salimos de allí para volver.
“… el nombre de Pinofranqueado es debido, según se cuenta en viejas crónicas, a un árbol, al que catalogaban como pino, que había en medio de la plaza del lugar, no porque hubiera grandes pinares en sus alrededores. A tenor de todos los documentos que hemos analizado, el pino no aparece en Hurdes hasta bien entrado el siglo XVIII, con la plantación de dos pequeños «pinares machíos» en la alquería de Horcajo y en las cercanías de aquella otra de Cambroncino. En la demarcación hurdana no ha habido tradicionalmente pinos, este árbol fue introducido masivamente durante la dictadura franquista, aniquilando la explotación comunal que, secularmente, habían llevado a cabo los hurdanos en sus montes, hundiendo así sus fuentes de subsistencia.” Artículo de Félix Barroso Gutiérrez, de Santibáñez el Bajo, publicado en la sección de Opinión del periódico Hoy, el domingo 30 de agosto de 2009.