Torre Pajarete y vistas del pago
El mismo nombre de pajarete reconoce y protege un tipo de vino generoso bajo dos Denominaciones de Origen distintas separadas más de diez mil kilómetros, D.O.P. Málaga y D.O. Pajaretes del Huasco y del Elqui, en España y Chile. Ya este sólo hecho nos parece tan sugerente como para indagar sobre el origen y desarrollo de este tipo de vino que, además, tampoco nació en ninguno de esos dos territorios que hoy lo amparan. El nombre proviene del pago de Pajarete, en la Sierra de Cádiz, llamado así por la torre vigía de Pajarete, en el Castillo de Matrera (Villamartín), donde los monjes Jerónimos comenzaron a cultivar vides y olivos a partir de recibir, en 1505, el monasterio de Santa María del Rosario, en la cercana localidad de Bornos. Revitalizaban así la tradición vinícola serrana, de la que se tiene noticias desde la dominación romana. Las tierras de este pago, con cubierta vegetal asentada sobre rocas albarizas semejantes a las que producen los mejores vinos del Marco de Jerez, van a dar nombre a estos vinos que, a medida que fueron ganando celebridad, a partir del siglo XVIII, comenzaron a ser imitados, especialmente en las dos grandes zonas exportadoras de vinos de Andalucía, Málaga y Jerez, que sin embargo nunca lo incluyó entre sus vinos protegidos. Nos centraremos aquí en los pajaretes dulces y abocados, por ser los que mantienen su importancia en la actualidad, pero hay referencias de pajaretes secos y de sus mostos premiados en exposiciones y concursos de finales del XIX y principios del XX.
Similar origen religioso se le atribuye al pajarete chileno. Aunque cuestionado por algunos como un mito popular, otros autores sostienen que estos vinos fueron llevados por misioneros jesuitas en el siglo XVII a los valles interiores del Huasco, en el Norte Chico de Chile, en principio como un vino de misa. La variedad fundadora de la viticultura en toda América fue la uva negra o misión –recordando cómo la expandieron las órdenes religiosas-, uva listán prieto que, a partir de mediados del XIX, coincidiendo con el auge del prestigio de las variedades de uvas francesas, tomó diferentes nombres en cada lugar: uva país en Chile, negra criolla en Perú o criolla chica en Argentina. Los jesuitas llevaron a estas tierras prácticas y saberes de vinos generosos que, aplicados a esta uva, aún perduran en los lugares donde se establecieron.
En su origen los vinos pajaretes surgen de combinar distintas variedades de vid. El botánico Simón de Rojas Clemente identifica, en 1807, en su Ensayo sobre variedades de vid común en Andalucía, 39 viníferas cultivadas en el pago de Pajarete. Esta gran biodiversidad varietal implica que cada vinicultor elaboraría su propio pajarete de vidueño, diferenciado del vecino. Cuenta el enólogo Salvador Rivero, de la Bodega Rivero de Prado del Rey (Cádiz), que las variedades más empleadas en aquellos primeros pajaretes eran pedro ximénez, moscatel de Alejandría y mollar negro. Para hacernos una idea de las posibilidades de combinación, los pajaretes chilenos se crearon a partir de la citada uva país y, desde que llegan a la zona, también con moscatel de Austria y moscatel de Alejandría. Esta combinación sigue siendo la habitual aunque también se comercializan monovarietales, como los dos Pajarete Ernesto Perfecto (de país y de moscatel de Austria), con viña familiar desde 1922 en Vallenar (Huasco).
El mismo Clemente, en una de sus Adiciones al libro Agricultura General de Gabriel Alonso de Herrera, en 1818, escribió que sólo hay dos medios para hacer vinos dulces, licorosos o abocados: impedirles concluir la fermentación o echarles azúcar una vez concluida. Como sólo aprobaba el primero, detallaba cómo cortar esa fermentación: “privando al mosto de la fluidez o cantidad de agua necesaria al complemento de dicha función, es decir, dejar pasar la uva en la cepas con el pezón retorcido [como aún se hace en Chile, que lo pinzan con unos alicates] o intacto, donde el calor del clima y cuando la estación lo permite, asoleándola después de cortados los racimos, cociendo a la lumbre el mosto o parte de él y desacidificándolo con la tierra caliza, por último añadiéndole azúcar, especialmente de uva”. En esos años aún se agregaban, como en la antigüedad romana, condimentos dulces (miel, jugos de fruta) y aromáticos (orégano, flores de sauco). Como dice, cuando estas sustancias añadidas al mosto “toman parte de su fermentación y quedan perfectamente combinadas en el resultado” resulta un vino homogéneo, capaz de conservarse y mejorarse mucho con el tiempo.
Al ser un vino elaborado a partir de distintos vidueños, tenían la opción de pisar y fermentar por separado cada mosto, o de unirlos todos para una fermentación conjunta. En la actualidad tenemos ejemplos de ambas posibilidades. El Pajarete de Bodegas Dimobe (A. Muñoz Cabrera), una empresa familiar fundada en 1927 en Moclinejo (Axarquía, Málaga), está hecho con uvas asoleadas de moscatel de Alejandría y de pedro ximénez, con una fermentación por separado, que cortan con el encabezado alcohólico de los mostos, sin arrope (prohibido para los pajaretes en la D.O. Málaga); ensamblan los dos vinos y los tienen en crianza oxidativa más de 5 años. En cambio, el Pandorga Pajarete 2016, de la Bodega Cota 45, un proyecto personal que inició en 2012 el enólogo sanluqueño Ramiro Ibáñez, se elabora con uvas asoleadas de pedro ximénez, moscatel, perruno y un arrope obtenido de uva palomino. Los mostos fermentan juntos, se corta la fermentación espontánea y se envejecen 4 años en bota jerezana. En Jerez esta práctica del ensamblaje tenía el precedente de los romanías, unos vinos dulces de origen griego, probablemente con uva theriace y arrope que, aprovechando la estabilidad que su azúcar residual le aporta a estos vinos para viajar, pudieron ser comercializados por los genoveses en los mercados del Atlántico Norte. Desde mitad del XV, se elaboraron en Jerez con uva vejeriega o con torrontés. Pero ese ensamblaje, cuando empezó a mezclar vinos de mala calidad, terminó cargándose su prestigio. Francisco González y Álvarez en sus Apuntes sobre los vinos españoles (1878) cuenta, en lo que ya anuncia la degeneración comercial que padecieron los antiguos pajaretes, que este vino era, entonces, una “combinación que se opera en los almacenados, compuesta de vinos pedro ximénez, manzana [manzanilla] añejo y color dulce”, sin aclarar si utiliza color de macetilla (vino obtenido de fermentar arrope con mosto sin fermentar) o color remendado (arrope con mosto ya fermentado).
En la elaboración tradicional, este arrope se añadía junto a los mostos para que fermentara con ellos. También era método común en los vinos americanos, como los que elaboraban los jesuitas, desde 1608, en sus chacras de Mendoza, entonces parte de la Capitanía General de Chile. Cuenta uno de sus abades, en carta de 1787: “Los vinos se componen mezclando a una cierta cantidad de licor otra porción de cocido, que se hace del mismo mosto o caldo de la uva, y con la operación del fuego reducido tal punto que pierda la fluidez que es propia de los licores”. Como en sus precedentes europeos, el azúcar residual de estos vinos permitía que aguantaran el calor del viaje a través de la Pampa hasta Buenos Aires.
La cita ya referida de Clemente sobre la mejoría de estos vinos si se guardaban, ya indica que esta crianza debía ser opcional. El que tuvieran un público tan amplio señala la existencia de distintas calidades y precios: el de crianza, para los gourmets franceses y británicos que lo hicieron famoso; y el de cosecha que tomaba el pueblo llano, retratado en los sainetes del gaditano González del Castillo o en los relatos campesinos orales de los valles vinícolas de Atacama y Coquimbo, recogidos por FUCOA, Fundación de Comunicaciones, Capacitación y Cultura del Agro.
Los ensamblajes de vinos de mala calidad, la filoxera en las zonas de producción española, la preferencia por las cepas francesas con menosprecio de las locales en ambos continentes, o el empleo de técnicas rudimentarias –uvas molidas largo tiempo en zarandas o fermentaciones en noques de cuero- que oxidaban fuertemente los mostos en los valles norteños de Chile, son algunas de las razones para entender la caída del consumo de pajaretes durante el siglo XX. Que también es consecuencia de un cambio significativo en los paradigmas del gusto actual, que parece preferir los vinos secos y de menor graduación alcohólica. La modernización de las técnicas y la apuesta por ofertas de muy alta calidad, de las que hemos dado algún ejemplo en ambos continentes, está en el resurgir de estos pajaretes tan llenos de historia.