Hay que entender que yo era joven y tímido. Me costaba hablar con personas desconocidas y mi autoestima pendulaba entre la convicción triste de que yo nunca sería como los demás y el orgullo idiota de creer —realmente— que yo nunca sería como los demás. Para un adolescente tardío de estas características, “ser como los demás” era un fruto inalcanzable, las uvas que insistía en ver verdes para consolarme. Dicho resumidamente: yo era la persona que siempre le quedaba la sensación de tener un brazo más largo que el otro después de una fiesta, por culpa de tías y tíos que tironeaban para que me sumara a bailar. Pero yo no sabía bailar. ¿Cómo iba a bailar? ¿A quién se le ocurriría que yo podía sumarme a esa masa amorfa de felicidad?
Vivía con dos amigos en un departamento en Capital. Ellos tenían pareja. Yo, por supuesto, no. Pero si algo había aprendido desde chico era a ser feliz en mi soledad. Y con los años había convertido esa soledad en un lugar extremadamente cómodo. Así, una noche en la que me quedé solo porque mis amigos habían salido con sus parejas, hice algo que no había hecho nunca: tomé una pepa entera. Una dosis completa de LSD, o lo que me vendieron como LSD, vaya uno a saber.
Hasta ese momento, sólo había probado fracciones de dosis. Y siempre acompañado. Es decir que sabía lo que me esperaba, sólo ignoraba la intensidad y cuál sería mi respuesta a eso. Pero estaba bien predispuesto.
Bajé una película. Compré empanadas. Puse música.
Aunque tenía todo el departamento para mí, primero me guarecí en mi habitación. No estoy seguro de cómo empezaron a desarrollarse los efectos: siempre hay un umbral, esa zona imprecisa —más conocida como che, esto no pega— que es donde más frecuentemente uno comete el error de aumentar la dosis. En este caso, no había más dosis. Y pronto el umbral quedó atrás.
Entré en calor. Empecé a caminar de acá para allá. Como estaba comprometido con navegar el mundo de la psicodelia, puse el disco más psicodélico que conocía de la banda más psicodélica que conocía: Atom Heart Mother, de Pink Floyd.
Me acosté en un puf y me dejé llevar.
Hubo un preludio que me tensó los músculos. Una melodía nerviosa que parecía que se iba a relajar y no lo hacía, amenazaba y no lo hacía, hasta que por fin sí. Como una represa que se rompe, la música se liberó y todos los instrumentos se me vinieron encima. Me envolvieron. Me atravesaron. Cada movimiento era un fantasma semi líquido que me poseía. Luego, la armonía empezó a elevarse como la pared de agua de un tsunami, y de pronto se solidificó. Acostado boca arriba, pude sostener toda la música en mis manos como si fuera una pelota gigante. Por momentos la pelota crecía y pesaba más. Por momentos se retraía y flotaba sin que yo pudiera tocarla. Mis pensamientos se dispararon pero sin arrastrarme con ellos. Los pude ver volar como se mira a un dragón chino que se contornea en el aire y se sacude las nubes de encima, se precipita y remonta, una y otra vez.
No sé cuánto tiempo estuve así.
Tuve hambre y comí.
Tuve sed y bebí.
Hasta que en algún momento, sentí la profunda necesidad de divertirme de forma más frívola. Salí de la habitación y encendí la Nintendo Wii que sabiamente habíamos comprado al poco tiempo de mudarnos. Puse un juego, pero no cualquier juego. Puse el Rayman Raving Rabbids TV Party… un juego de postas y desafíos en clave de comedia.
Y en el que, en un momento, había que bailar.
Seguramente el volumen estaba alto y mi visión de túnel no ayudó mucho, pero no me di cuenta de que mis amigos habían vuelto hasta que estuvieron ahí, junto con sus respectivas novias. La puerta se abrió y la escena que vieron fue la de un flaco bailando descalzo sobre una alfombra, revoleando brazos de acá para allá, bajo la única luz de la pantalla del televisor.
No tuve ni una pizca de vergüenza. Ellos rieron. Yo también. Apagué la consola y conversamos. Creo que les pregunté cómo les había ido, y creo que no tan bien como a mí. Estimo que después de eso me fui a la cama. Sentía ambos brazos igual de largos y una secreta felicidad.
A partir de ese día, pude bailar en algunas ocasiones. Quince años más tarde, sigue sin ser una actividad de mi preferencia, pero cuando la alegría es grande, cuando las personas son queridas, cuando yo me importo menos que lo que está sucediendo, puedo bailar. Mal, claro. Bailo muy mal. Pero ese es el mejor modo de bailar.
EL AUTOR Juan Cruz Balián es argentino, escritor. Edita en El Gato y la Caja. Estudio en la Universidad Nacional de las Artes. publica este relato con expresa autorización del autor. Originalmente aquí