Aquella noche de verano de 1840 la tormenta le puso los pelos de punta al monte que cobijaba el casco de la estancia. El ruido del viento y de los rayos no dejó dormir a nadie.
Con el amanecer vino la calma; los postigos de madera se abrieron y el sol calentito se coló en las piezas. Casilda, la cocinera negra, gorda y sonriente abrió de par en par las dos hojas de la puerta principal.
Acurrucado bajo el alero y entre las macetas de malvones había un montoncito de huesos y pellejo moreno del que se destacaban, brillando como dos carbunclos, dos ojos negros, rasgados y recelosos.
-¡Doña Pilar! ¡Venga a ver lo que nos trajo la tormenta! –gritaba la negra Casilda mientras levantaba el cuerpito y lo apretaba contra su seño enorme y cálido.
Caía la tarde sobre la selva y el río. Piar de pájaros, zumbido de insectos, silbido de víboras, crujido de ramitas bajo el peso de algún animal que volvía a su guarida. Era el momento que más le gustaba al indiecito. Todo se aquietaba y se disponía a descansar. El río también parecía dormir, rojo por el rojo del sol que se moría, quieto porque ninguna brisa rizaba el espejo de sus aguas. El indiecito niño empujó la canoa de tronco ahuecado, saltó adentro y agarró el remo para volver a la otra orilla. Tenía que llegar a la toldería antes de la puesta del sol para que los padres no se inquietaran. Había habido buen pique y en el fondo de la canoa algún relámpago plateado agitaba de vez en cuando el montoncito de pescados que eran su botín.
Ya maniobraba para poner proa a casa cuando vio a los hombres blancos que cruzaban en ominoso silencio el río para alcanzar la otra orilla. Veloz como la serpiente, escondió la canoa entre los árboles. Por encima de la borda asomaban, vigilantes, los ojitos negros.
El sol se ponía cuando los hombres del dictador Rodríguez de Francia llegaron a la orilla y se desparramaron entre los árboles. No pasó mucho tiempo hasta que se escucharon los estampidos sordos, los alaridos de las mujeres y el llanto de los niños. La selva toda parecía erizarse ante la masacre. El olor acre del humo se le metió narices adentro hasta arrancarle lágrimas; el chisporroteo de las fogatas iluminaba las siluetas de las víctimas que corrían, intentando vanamente huir de la emboscada. El niño de pelo negro y lacio observaba todo, acurrucado en el fondo de la canoa, con los ojos rasgados agrandados por el miedo y secos por el horror.
Era lindo flotar en el agua calentita y sentir las cosquillas que la negra Casilda le hacía con el cepillo y el jabón. Después del baño la señora blanca le hizo probar –cucharada a cucharada– un jugo caliente con gusto a carne y a verduras. De tan cansado no lo pudo terminar; apenas si se dio cuenta que lo acostaban sobre algo blando y envolvían su cuerpito flaco y moreno con unos paños blancos y fragantes. A punto de dormirse pensó que quizás ya no tendría que seguir huyendo, que quizás aquella gente tan blanca o tan negra le permitiría acampar en el monte y quedarse allí para siempre.
Abrigado y protegido, el indiecito no supo que durmió todo un día y toda una noche, ni cuántas veces Doña Pilar o Casilda abrieron despacito la puerta y le acariciaron la frente para ver si estaba bien; tampoco escuchó –aunque si hubiera escuchado poco habría entendido de lo que se decía en aquel idioma del que apenas sabía algunas palabras aprendidas en los caminos– las conversaciones de Don Albino José Olmos I, el patrón, con su mujer, sus hijos y el cura a la hora de la cena.
-Por mí que se quede, pero tené ojo… mirá que los indios son muy zorros… en cuanto les das la espalda, te clavan el facón.
-Pero, patrón… si es una criatura. No debe tener ni siete años… mírele nomás los dientes – intervino Casilda con la confianza que dan loa años al servicio de la familia.
-Casilda le dio un buen baño y mañana, cuando esté repuesto, le cortamos el pelo… ¡la melena le hierve de piojos…! ¿Quemaste la ropa, Casilda?
-¿Por qué hay que quemarla? – preguntó Vicenta, la hija menor.
-Porque no son más que cueros que hieden – contestó Doña Pilar.
-No, señora, no la quemé… es lo único que tiene y, cuando se despierte, se va a hallar raro con la ropa del niño Octaviano… la lavé y la puse a secar en la cocina.
-¿Puedo verlo? – intervino Elvira, la hija mayor.
-No es un mono, tilinga, es un ser humano – acotó belicosamente Octaviano, el hijo del medio.
-¡Cuide sus palabras, mocoso! – tronó Don Albino José Olmos I.
-Habrá que cristianarlo – terció el cura.
-Habrá… – sentenció Doña Pilar.
-¿Y si no quiere? – preguntó Albino, el hijo mayor.
Los ojitos negros vigilaban todavía cuando los asesinos, borrachos de sangre y de fuego, volvieron a subirse a sus botes y se perdieron en la oscuridad del río entre carcajadas, maldiciones y tragos de aguardiente para anestesiar la culpa.
El poblado indio ardió toda la noche; de vez en cuando, alguna silueta tambaleante se recortaba contra el rojo incandescente de las fogatas. Los gritos de muerte y de dolor se fueron acallando y, al amanecer, todo había concluido.
En medio de la quietud y el silencio, el indio niño supo que no quería saber para no tener que acordarse, pero igual se movió, empujó la canoa al agua y cruzó el río con vacilantes golpes de remo.
Lo que vio lo dejó mudo, inmóvil y sin lágrimas, pero se le grabó en las entrañas para siempre. No podía quedarse allí, no quería esperar a que la muerte hiciera su trabajo mientras él miraba, impotente, el ritual que la selva reserva para sus muertos. Dio la espalda al horror y volvió al río. No se llevó nada, sólo la vincha y el taparrabos que tenía puestos.
Nunca supo cuántos días y cuántas noches navegó río abajo, tirado en el fondo de la canoa y ardiendo en fiebre. Solo recuerda que, al despertar, la canoa había encallado en la orilla y la selva había desaparecido. Con las piernas tembleques aún por culpa de la fiebre y del ayuno, el chiquilín empezó a caminar poniendo proa al amanecer, hacia donde nace el sol y empiezan todas las cosas. La soledad más absoluta lo envolvía todo pero, al paso de los días, empezó a cruzarse con otros seres humanos. De ahí en más aprendió a sobrevivir siguiendo las carretas y esquivando a la gente. No sabía adónde iba, pero no le importaba, peor era dejar de caminar. Algo se había roto en su interior, algún mecanismo que le daba sentido a la vida, de modo que caminaba, cazaba, comía y dormía por puro instinto.
Hasta aquella noche de tormenta de 1840 en la que el viento rugía, arrancando árboles a su paso y asustando a los animales; las gotas de lluvia caían con tal furia que le lastimaban los ojos y le pinchaban el cuerpo. No había donde refugiarse, de modo que siguió caminando. De pronto, la cortina de agua se abrió y vio una luz. Tuvo conciencia de un último y desesperado esfuerzo para acercarse a ella; después le pareció que la tierra se abría para tragarlo y se hundió en la oscuridad.
Albino abrió despacio la puerta del cuarto y se coló adentro. El indiecito se había despertado y se restregaba los ojos, adormilado y sentado en la cama, mientras abría la boca en un bostezo enorme.
Se miraron en silencio. No hubo necesidad de palabras para que Albino comprendiera la desolación del niño de piel morena y pelo lacio. Supo que nunca iba a encontrar el camino de vuelta a casa y, en ese quieto instante de comprensión total, se convirtió en su protector para siempre.
Poquito a poco el “Guaraní” –como dieron en llamarlo– se fue animando a salir del cuarto, a pasear por el jardín, a visitar el gallinero. Albino logró que no le cortaran la melena pero, en lo demás, Doña Pilar se mantuvo firme: el Guaraní no podía andar de taparrabos delante de Elvira y de Vicenta, de modo que le pusieron la ropa vieja de Octaviano y el pobre anduvo unos días como encorsetado. De zapatos… ¡ni hablar!, ni de botas ni de alpargatas; el Guaraní andaba en patas. ¡Había que verlo correr por encima de los abrojos secos por los solazos del verano sin pincharse!
Doña Pilar y el cura no veían el momento de bautizarlo. Por ellos ya lo habrían hecho pero Albino había insistido en que antes había que enseñarle el Catecismo, así por lo menos el Guaraní sabría en qué se estaba metiendo. Como para aprender el Catecismo primero tenía que aprender el castellano, el bautismo se demoraba. Octaviano había tomado a su cargo la delicada misión de enseñarle el idioma y andaba todo el día atrás de él, parloteando como un loro. No lo desanimaba la parquedad del alumno ni la mirada orgullosa de sus ojos negros.
Al poco tiempo se hizo evidente que el Guaraní iba comprendiendo el español de modo que Doña Pilar le enseñó el Catecismo y, sin más excusas, el cura lo bautizó. Albino fue el padrino.
El Guaraní pensaba que el lugar era lindo, pero extrañaba el río para pescar o bañarse y la orilla de enfrente para alcanzarla con la rítmica cadencia del golpe del remo. Sin embargo, recordaba muy bien que fue de la orilla de enfrente que llegó el horror que se abatió sobre su gente. Se consolaba pensando que era mejor que no hubiera río, así nadie podía llegar por sorpresa y atacarlo. Había aprendido que las orillas de enfrente pueden ser muy traicioneras.
Aquella mañana Albino lo había llevado a las caballerizas. Cuando vio los caballos, al Guaraní se le encendieron los ojos. Le acariciaba el lomo a uno, restregaba su nariz en el hocico de otro, susurrándoles en los oídos las palabras más dulces y más incomprensibles del mundo. Todos los sonidos del río y de la selva se escapaban de su boca; más que hablar, parecía que cantaba.
Albino lo observaba, y se le hinchaba el pecho de orgullo al ver cómo él solito había logrado revivir al Guaraní.
-¿Querés montarla? – le preguntó, al ver que el chiquilín abrazaba el pescuezo de una yegua ruana nuevita.
El Guaraní no contestó, solo dio un salto gigantesco, agarrándose de las crines casi blancas de la potranca, y así, montado en pelo, salió galopando galpón afuera.
Albino, asustado, se subió a un tordillo que ya estaba ensillado y salió tras él. El Guaraní ya era un puntito entre las chircas. Galoparon y galoparon, uno siguiendo al otro. El Guaraní gritaba de puro contento mientras el viento le despeinaba la melena, sujeta por la vincha que la negra Casilda le había salvado de la quema. El pasto, amarillo por la seca, fue raleando y el campo se fue transformando en un inmenso arenal. La potranca del Guaraní seguía corriendo a pesar de la arena hirviente que le dificultaba el paso hasta que, con un último impulso de sus músculos potentes, el animal llegó a la cima del médano y se detuvo, resollando y empapado en sudor.
Una extraña mezcla de incredulidad, respeto y emoción invadió al Guaraní. ¡Allí había un río después de todo! ¡Podría volver a navegar, a pescar y a bañarse como tanto le gustaba! Pero éste no era uno de esos ríos que él conocía tan bien… Este era un río enorme, gigantesco, poderoso, que se hinchaba en olas gordas y luego se deshacía en espuma blanquísima. De tan grande ni se veía la orilla de enfrente… ¿Y si no hubiera orilla de enfrente,,,? Nadie podría cruzar por sorpresa y atacarlo… El Guaraní miraba aquel inmenso espejo de agua que reflejaba el sol ardiente del mediodía de verano y sintió que, por fin, estaba a salvo.
Albino llegó, jadeando, hasta su lado. El Guaraní, con los ojos brillantes de vida y en silencio, señaló con su brazo extendido toda aquella inmensidad. Albino comprendió.
-¿Esto…? Esto es la mar, Guaraní.
Desde entonces, el Guaraní vivió en la estancia, aprendiendo a hacer de todo. Doña Pilar le había hecho poner un catre en el cuartito de los aperos pero él dormía afuera, en el suelo, hasta que llegaba el invierno. Entonces se quedaba en su pieza, pero dormía con la puerta y la ventana abiertas, para no ahogarse.
Nadie como él para encontrar nidos de tero o para seguirle la huella a alguna lechera que se alejaba de las casas. Comía con la peonada, pero de vez en cuando cazaba o pescaba y se cocinaba en el monte.
-¡Guaraní…! ¿Dónde se metió ese indio del diablo? – rezongaba la negra Casilda, y el Guaraní aparecía de pronto, silencioso, con la cara sucia de tanto comer higos de tuna o las piernas arañadas por haber bajado apurado de algún árbol en cuya copa se hubiera trepado.
A veces desaparecía por horas. Entonces había que buscarlo en la costa, donde lo encontraban bañándose en las rompientes o galopando en su yegua ruana por la orilla de la mar, envuelto en una nube de agua salada.
A veces desaparecía por días enteros, pero ya todos se habían acostumbrado y no se preocupaban por él.
Pasaron los años y Albino creció y el Guaraní también creció.
Albino ya no venía en invierno a la estancia porque estaba en la capital, estudiando. Sin embargo, cuando llegaba el verano, no había Cristo que le impidiera instalarse allí. Se acostumbró a salir a caballo bien tempranito por las mañanas con el Guaraní y pensar en voz alta. Era lindo poder hablar de sus cosas con aquel amigo fiel y silencioso. Era bueno poder despojarse por un tiempo de todas las responsabilidades que inexorablemente le iban cayendo encima, y de los remilgos de la gente de la ciudad. Allí, en la estancia y con el indio, se sentía libre.
El Guaraní, por su parte, fue creciendo serena y sabiamente, en perfecta armonía con el universo que lo rodeaba y con afectuosa benevolencia hacia la gente que lo cobijó, como disculpándolos por no poder entender el lenguaje del viento y de los pájaros.
Pasaron los años y Albino se recibió de abogado, se casó y tuvo tres hijas y un hijo: Albino José Olmos III, pero nunca descuidó los campos y nunca dejó de sostener aquella extraña amistad con el indio.
El Guaraní también crecía, pero ni se le notaba. Parco y siempre igual, nadie podía decir a ciencia cierta si era joven o viejo. Raro que se riera, raro que estuviera enojado. Sabía hacer de todo, pero trabajaba cuando quería. Albino lo defendía.
-El Guaraní no es peón ni es esclavo. El vino aquí para quedarse, déjenlo vivir en paz.
Y el indio salía todos los días para el mismo lado, la mar lo fascinaba. Le gustaba ver el vaivén majestuoso de aquella masa cambiante y sonora que no tenía fin. Le gustaba escuchar su sorda canción. Los días de viento se acuclillaba en lo alto de las dunas a mirar cómo las olas, embravecidas, pegaban contra las barrancas de arena y arcilla de la Ensenada de Santa Rosa. Cuando el viento calmaba, el Guaraní bajaba a la playa a buscar las cosas que el mar había sacado.
Pasaron los años y, al morir Don Albino José Olmos I, Albino se convirtió en Albino José Olmos II.
Los hijos se fueron casando y, cuando enviudó, un poco para escapar de los cuidados de las hijas y otro poco porque se había acostumbrado a hablar y que otros lo escucharan, se dedicó a la política y se convirtió en caudillo del Partido Blanco. Era un personaje tan importante que, cuando lo hirieron en el famoso levantamiento de 1903, los ingleses pusieron un tren para traerlo de vuelta a casa. Hombre culto y de roce, de barba blanca muy cuidada, traje blanco con chaleco y algún que otro hijo natural, Don Albino José Olmos II era un gran señor.
Pasaron los años y llegó la primavera de 1913. Aquel invierno había sido muy bravo. La esposa de Albino José Olmos III había tenido otro bebe muerto y el mujererío de la familia estaba muy alborotado. Don Albino José Olmos II decidió que lo mejor era poner tierra de por medio y marchó para la estancia con Camila, su única nieta.
El carruaje tirado por caballos enfiló por la avenida hacia las casas. A ambos lados del camino, una doble hilera de eucaliptus crecía formando una bóveda por donde se filtraba la luz rojiza del atardecer. Era la hora en la que los peones volvían del campo, los pájaros piaban en sus nidos y los gurises del capataz encerraban patos y gallinas en el gallinero. La puesta del sol incendiaba el cielo y los campos y las aguas quietas y lejanas de la Laguna del Cisne.
El carruaje se detuvo, por fin, frente a la enorme casona, al tiempo que Micaela, la mujer del capataz y cocinera de la estancia, salía a recibir a los que llegaban.
-¡Patrón! ¡Qué alegría…! ¡No lo esperábamos tan pronto!
Con lenta seguridad y elegancia de movimientos, Don Albino José Olmos II descendió del coche y estrechó con un fuerte apretón la mano curtida y blandita de la cocinera.
-No veía el momento de llegar. Allá en Pando las papas queman. Mi nuera volvió a tener otro parto difícil y mi nieto nació muerto.
-¿Otro más? ¡Jesús, María y José! – Se persignó la buena mujer, envuelta en su enorme delantal blanco – ¿Y cómo está la pobre señora?
-Muy achicadita y tristona y llora todo el día. Por eso resolví traerme a Camila conmigo; allá mis hermanas y mis hijas le andan atrás y no la dejan vivir en paz. Quiero que sepa cómo se vive aquí, a ver si me sale un poco más salvaje que su padre y sus tías.
-¡No me diga que se trajo al angelito! – y ya Micaela se zambulle dentro del coche y ya sale con la niña dormida en brazos y ya empuja con la cadera la doble puerta de entrada y ya enfila para adentro, mientras desgrana su parloteo:
-… y ya va a ver… en un santiamén la desvisto y la meto en la cama… ¡angelito de Dios…! ni se va a despertar… mañana será otro día y entonces… – y su voz se pierde en la fresca oscuridad del pasillo.
Con las primeras luces del día ya está Camila vestida y sentada en la mesa del desayuno cuando el Abuelo aparece, oliendo a colonia inglesa, para empezar la jornada.
-¿Puedo salir a caballo, Abuelo? – pregunta Camila, mientras se limpia con la enorme servilleta de alemanisco blanco la espuma de la leche tibia y recién ordeñada.
-Podés – contesta el viejo, sonriendo y reventando de amor por aquella criatura de trenzas rubias y ojos pardos.
-… pero en pelo – agrega la muy pícara con audacia.
-¡Ave María! – Se horroriza Micaela, que trajina entre el comedor y la cocina – ¡Se va a caer m’hijita!
-¿Y por qué el Guaraní anda en pelo y no se cae?
-Porque es indio, niña Camila. Los indios siempre andan en pelo y no se caen… y, cuando se caen… seguro que caen parados.
-¡Ah! – contesta Camila, mientras hunde sus dientitos blanquísimos en el pan casero recién horneado y cubierto de manteca.
-Además… las niñas de familia no andan en pelo… – remata la cocinera.
-Podemos pedirle al Guaraní que te enseñe – suaviza el Abuelo, con los ojos brillantes de orgullo.
-¡Ay, patrón…! yo ya no sé quién tiene la culpa… si el chancho o el que le rasca el lomo… – rezonga Micaela mientras se vuelve a la cocina moviendo con enojo las caderas generosas.
-¿Y puedo treparme a las tunas y juntar higos? – vuelve a la carga Camila.
-Podés.
-¡Pero, patrón! – Se desespera Micaela, que se ha quedado escuchando detrás de la puerta – ¡se va a romper algo!
-No se va a romper nada. Esta criatura no puede seguir criándose entre algodones.
-¿Y me puedo bañar en la laguna, Abuelo?
-¿No te gustaría más ir a la costa y bañarte en la mar?
-¡Por Dios, patrón! ¡Se va a agarrar una pulmonía! – cacarea Micaela mientras va recogiendo los restos del desayuno.
-En eso tenés razón Micaela, mejor esperamos a que se acerque el verano.
-Más que el verano yo esperaría que llegara el 8 de diciembre y que el señor cura bendijera las aguas.
-Abuelo – insiste Camila – ¿y entonces tú me vas a llevar?
-No, a mí me hace mal el calor de la costa. Te va a llevar el Guaraní, que conoce el camino mejor que nadie. Pero tenés que hacerle caso y bañarte en la orilla ¿estamos?
La primavera avanzaba y Camila florecía. Ese día venían Elvira y Vicenta a pasar el fin de semana con ellos.
-¡Patrón! Venga que yo ya no puedo con ella – rezonga Micaela, con los brazos en jarra.
-A ver qué es lo que está pasando – finge el Abuelo un enojo.
-Mire cómo quiere salir la niña Camila.
Y Camila aparece, descalza y con el pelo rubio suelto y sujeto con una vincha de cuero que le ha fabricado el Guaraní.
Y el abuelo ríe, vestido de blanco, y suspira, deseando haberse atrevido él a andar así alguna vez.
-¿Estás contenta de vernos, Camila? – pregunta Elvira, mientras acaricia con su mano elegante y ajada la mejilla dorada por los soles de la sobrina.
-Sí… – y se queda un rato pensativa – ¿pero me tengo que volver con ustedes a Pando?
-No, Albino quiere que te quedes con él todo el verano.
-¡Ah! – suspira con indisimulado alivio Camila.
-Contanos qué has estado haciendo, queridita – interviene Vicenta.
Camila mira al Abuelo, sin saber qué decir. El viejo, riéndose, la ayuda a salir del paso.
-Ha tomado aire y sol. Miren qué colores tiene.
-Ya los veo, ¿pero no te aburrís?
-No, nunca me aburro.
-Cuando llega la noche se le cierran los ojos de sueño y no quiere irse a dormir por seguir jugando – acota Micaela, que aparece trayendo una enorme sopera.
-Pero ¿qué hacés? ¿Hay otros niños para jugar?
-Sí, pero yo prefiero jugar con el Guaraní.
-¿El Guaraní no está un poco viejo para jugar?
-El me enseña, yo juego y él me mira. A veces conversamos.
-¿Conversás con el Guaraní? – Pregunta Elvira, asombrada – en los años que hace que lo conozco, nunca le oí decir más de tres palabras seguidas.
-¿Mamá le habrá enseñado el Catecismo, verdad, Albino? – interviene Vicenta, preocupada.
-El Guaraní dice que el Catecismo lo asusta y que no es bueno para un indio andar asustado – interrumpe ingenuamente Camila – además me enseñó a cazar mulitas… a sacarlas de la cueva, ¿sabés tía Vicenta?
El abuelo ve venir el desastre y trata inútilmente de evitarlo.
-Hay que meterles un dedo en el culo y entonces…
-¡Por Dios, Albino! – Se horroriza Vicenta – ¿En qué clase de animalito salvaje estás convirtiendo a esta criatura? ¡Sola por esos montes con ese indio medio chiflado! ¿Estás loco?
-Ahora no vayan a ir al pueblo a contarle a mi hijo las cosas que dice y hace Camila, ¿eh? La madre no lo entendería y se la llevaría con ellos – y el viejo pone punto final a la discusión.
Es de mañana muy temprano y ya los dos viejos salen a caballo para la costa. Andan un buen rato al paso y en silencio, el de la barba blanca y el del pelo negro.
-Hace días que ando con ganas de hablar contigo, Guaraní…
El Guaraní mira al Padrino, con su cara inexpresiva.
-Los años pasan y nos estamos poniendo viejos…
-Ajá…
-Y este invierno… éste – y se toca el corazón con la mano – me ha dado algunos sustos… avisos de que se me acaba el tiempo ¿sabés?
El Guaraní mira hacia adelante en silencio.
-No me gusta pensar en la muerte, pero a veces no hay más remedio que enfrentar la realidad… vos y yo hemos pasado una vida juntos por estos arenales…
-Si…
-¿Te acordás cuando te viniste del Paraguay y apareciste solito en las casas medio muerto de susto y de hambre?
-Ajá…
-¿Y te acordás cuando nos perdíamos buscando nidos de tero o nos empachábamos con higos de tuna?
-Me acuerdo…
-¿Te acordás cuando llegaste por primera vez a la costa…? Vos venías del medio de la selva y lo único que conocías eran ríos y arroyos… cuando viste la mar, casi te da un ataque… ¡qué indio loco! Primero te quedaste pasmado y después arremetiste contra las olas a caballo y gritando como si cargaras contra un ejército!
El indio sonríe por primera vez.
-¿Te acordás cuando la mar sacó a la playa aquella barrica de ron de La Habana? La enterraste en la vertiente para que estuviera fresca y te escapabas al atardecer a chupar ron con una cañita… ¡Ja, ja, ja! ¡Nadie se podía imaginar dónde te agarrabas aquellos peludos! Volvías haciendo eses y te desmayabas arriba del catre… ¡Ja, ja, ja!… ¡Patrón… el Guaraní está en pedo!, alcahueteaba el capataz. ¡No digas pavadas!, le contestaba yo, ¡hace cincuenta años que lo conozco y jamás lo vi probar una gota de alcohol!
Ahora el Guaraní sacude los hombros de risa.
-¿Y te acordás que mi madre quería cortarte el pelo y calzarte y mandarte a la escuela…? ¿Y que el viejo decía que había que domarte y enseñarte a trabajar…? Yo sabía que vos no querías eso…
El Guaraní lo mira, con los ojitos brillantes.
-De eso es de lo que quería hablarte, Guaraní.
-¿De qué, Padrino?
-Si a mí me pasa algo, no dejes que nadie te dé órdenes ni te pida cuentas. Ya arreglé con el escribano para que puedas seguir viviendo en esta casa y andando libremente por estos arenales hasta que te mueras… y, además, te dejo una pensión.
-¿Y eso qué es?
-Es plata, dinero… que te tienen que dar todos los meses.
-¿En monedas…? Los billetes no me gustan… para mí que no sirven… pero… ¿para qué quiero yo una pensión…? Tengo casa, comida y caballo… ¿para qué quiero plata?
-Por si algún día no tenés más fuerzas para cazar o pescar y no te gusta la comida que te dan, por ejemplo…
-¡Ah!
-O para comprarte un caballo si se te muere el que tenés.
-¿Por qué no se lo puedo pedir a tus hijos?
-Mirá Guaraní, no hay que engañarse… En cuanto yo me muera, mis hijos venden todo y se van a vivir de rentas a Montevideo.
-¿La tierra se puede vender?
-¡Por supuesto!
El Guaraní lo mira, horrorizado.
-¿Y los arenales también se pueden vender?
-¡Claro…! pero ésos no los quiere nadie.
El Guaraní queda como alelado mientras el Padrino sigue hablando, casi para sus adentros.
-El problema es que mis hijas no entienden un pito de campo y Albino es un romántico. Mucha poesía y mucha música y nada de yerras ni de comprar o vender ganado, marcarlo o apartarlo…
En ese momento llegan a la cumbre del médano. La mar, verde y centelleante, se extiende a sus pies.
-Yo sé que la culpa es mía… demasiados colegios de curas y monjas… demasiados viajes y fiestas… demasiadas comodidades en el pueblo…
El viejo se detiene a mirar cómo, a lo lejos, unas figuritas que parecen hormigas plantan arbolitos entre los arenales. Del otro lado de la Barranca de los Indios se levantan, imprudentes, las casas de Los Doctores.
-Por eso me traje a Camila conmigo – el viejo se vuelve a mirar al Guaraní – a ver si todavía estoy a tiempo de que no me la echen a perder. Capaz que si ella se encariña con todo esto el padre no vende, pensando en ella…
El Guaraní ha estado más callado que nunca.
-Padrino… – se decide al fin – para dejarme algo, dejame algo que me haga falta. Yo me fui de la selva porque otros la querían; mirá si ahora me tengo que quedar sin la mar porque otros la quieren… Vos que sos dueño de todo esto… a mí dejame la mar…
Las carcajadas del Padrino atruenan el silencio.
-¡Pero qué indio loco! la mar no es de nadie… ¿no ves que no se puede alambrar…? La mar es de todos…
Y los dos siguen al paso, uno riéndose y el otro rumiando muy preocupado:
-Para mí que no es así…
Ya casi media diciembre. Cae la tarde después de un día pesado de cielo blanco y calor agobiante. No corre ni una gota de viento y las nubes moradas se amontonan en el horizonte. De vez en cuando un relámpago renueva la esperanza de un buen chaparrón que refresque el ambiente. Camila se baña en la orilla, riendo y salpicando al Guaraní que, montado en su caballo, se ha metido en el agua para refrescar al animal. De pronto, algo en el aire quieto pone sobre aviso al indio.
-Salí del agua, Camila… se viene un temporal.
Remoloneando y rezongando Camila le hace caso y se envuelve en la toalla gigantesca que Micaela le ha puesto en un canasto, junto con la ropa seca.
A medio camino de las casas se levanta un viento huracanado que hace volar la arena y pincha las piernas y las mejillas tiernas de Camila, que chilla mientras intenta inútilmente defenderse tapándose la cara con los bracitos bronceados. El Guaraní la levanta en vilo de su caballo, se la sienta frente a él en el suyo y, protegiéndola con la toalla, sale al galope tratando de ganarle de mano a la tormenta.
Llegaron justo cuando el viento hacía volar todo lo que andaba suelto y azotaba los postigos de las ventanas, como si hubieran enloquecido. Los árboles se quejaban mientras se plegaban los que podían y se rompían los que no podían. El Guaraní, llamando a Micaela a los gritos para que se hiciera cargo de la niña, deja a Camila en la puerta de la casa y se va a ocupar de los caballos.
Cuando vuelve, Camila está todavía en la puerta, envuelta en la toalla y con los ojos llenos de arena.
-Guaraní, el abuelo no está y Micaela tampoco – pucherea Camila.
El indio le sopla en los ojos para limpiárselos y juntos entran a la casa y recorren el comedor, la cocina, las piezas enormes y frescas. En la casa no hay nadie. En el jardín tampoco.
-Habrán salido y la tormenta no los dejó volver, no te preocupes.
-Tengo frío – Camila tiene los labios azules y la piel de gallina.
-Andá a tu cuarto y sacate la ropa mojada mientras preparo un caldo caliente.
-Está oscuro y me da miedo – Camila vuelve a pucherear – y el Abuelo no está. ¿Por qué no viene? ¿No le habrá caído un rayo?
-No sirve preocuparse antes de saber – contesta filosóficamente el Guaraní, mientras prende la lámpara de querosén y acompaña a Camila a su habitación.
La tormenta ruge afuera de la casa, mientras Camila toma a sorbitos el caldo que le ha preparado el Guaraní. De pronto, la puerta de calle se abre de par en par y aparece Don Albino José Olmos II empapado, con el pelo blanco revuelto y la cara lívida.
-Me agarró la tormenta en el camino – farfulla el viejo – y creí que no llegaba. Estoy muy cansado, Camila, me voy a acostar un ratito… ¿Me ayudás, Guaraní? – y le guiña un ojo.
Sorprendido, el indio le pasa un brazo por la espalda y así, abrazados, se internan en el corredor iluminado espasmódicamente por el resplandor de los relámpagos.
Camila termina su sopa, se baja de la silla y se dirige al dormitorio del abuelo.
El viejo ya está acostado en la enorme cama con dosel. El Guaraní lo ha ayudado a ponerse ropa seca y ahora trata de hacerle tomar una cucharada de remedio. De tan pálido, el Abuelo parecería un muñeco de cera si no se escuchara el estertor de su respiración y no se advirtiera el esfuerzo titánico que hace para inflar el pecho de aire.
Camila, sorprendida, se queda parada en la puerta. El viejo la ve y trata de disimular para no asustarla.
-A ver… a ver… ¿quién anda por ahí?
La chiquita se acerca y le tironea suavemente de la barba y le besa la mejilla pálida y le recuesta la cabeza rubia en el pecho mientras al viejo se le llenan los ojos de lágrimas y la mano se le crispa agarrando el doblez de las sábanas.
-Descansá que te voy a hacer un té de yuyos con bastante cedrón, Padrino. Cuidá a tu abuelo, Camila, que yo ya vuelvo.
Y el Guaraní sale del cuarto rumbo a la cocina mientas escucha el parloteo de Camila.
-¿Estás seguro, Abuelo, que no te cayó un rayo encima?
Al volver, el Guaraní se queda inmóvil, parado en la puerta del cuarto y con la taza de té en la mano. Camila canta despacito una canción de cuna mientras se balancea en la mecedora junto a la cama. Al verlo, se pone un dedo en los labios y señala al abuelo dormido.
El Guaraní apoya la taza en la mesita del corredor y, sin entrar a la pieza, le hace señas a Camila de que se acerque. En puntitas de pié se acerca la niña y el indio se agacha para quedar a su altura.
-Agarrá el espejo que hay sobre la cómoda, Camila, ponéselo al Padrino delante de la cara y después traémelo.
Ella obedece en silencio. El Guaraní espera en la puerta. Camila vuelve con el espejo sin empañar y al Guaraní se le escapa un sollozo.
-¡Shshsh!… no tosas tan fuerte que lo vas a despertar.
El Guaraní se rehace y, tomando a Camila de la mano, se va con ella por el corredor hacia su dormitorio.
-Ya es tarde y tenés que dormir. Va a ser una noche muy larga.
-El abuelo está dormido y Micaela no está y a mí me dan miedo los truenos. ¡No te vayas a tu pieza, Guaraní, quedate en la casa!
-¿No me voy a quedar…? Si salgo me empapo… yo no soy bobo…
El Guaraní vuelve por el corredor, solo. Al llegar a la puerta del cuarto mira con profunda tristeza y total ausencia de rebeldía la cara en paz del finado y se sienta, con las piernas cruzadas y en el suelo, del lado de afuera de la pieza. Los rayos iluminan por igual al vivo y al difunto, las dos caras son dos máscaras impasibles. Al cabo de un rato, el Guaraní empieza a hamacarse cantando bajito una especie de letanía, una música vieja y olvidada, que le viene de adentro y que suena a selva y a tambores.
De pronto, un ruido lo sobresalta y sale del trance. Es Camila, con el pelo suelto y un blanquísimo camisón lleno de puntillas que ha venido por el corredor arrastrando una enorme almohada de plumas. El indio se pasa la mano por la frente, la mira con ternura, se la sienta en la falda y la acuna, hablándole en susurros.
-¿Qué te pasa Camila… el sueño no quiere venir?
-¡No…! Si ya estaba casi dormida, pero de golpe me acordé.
-¿De qué?
-De lo que me dijo el abuelo antes de dormirse.
-¿Qué te dijo?
–Decíle al Guaraní… – y la muy pícara mueve un dedito frente a la nariz del indio e imita la voz del abuelo – que no me olvido… que, desde las barrancas hasta el horizonte,… si él la quiere… la mar es suya.
Los ojos del Guaraní se llenan de lágrimas incontenibles. Camila no las ve y se levanta de su falda, bosteza, se da vuelta y se va por el corredor, arrastrando la almohada y mezclando las palabras con una risa que parece repique de campanitas:
-¡Qué loco…! ¿no…? Dejarte la mar… dejarte la mar…
Este cuento integra el libro Cuentos de viento y de mar, (historias de Atlántida), Edición de autor, diciembre de 1998.