Carbonero, historia de un Benteveo | Marcelo Marchese

Mientras preparo el mate en la cocina, escucho a un benteveo y me pregunto si es un benteveo cualquiera o si es Carbonero que me saluda en la mañana.

La cosa empezó a fines del verano, cuando al colocar las rejas en la librería sentí que alguien me miraba. Bajo los ojos y lo veo a mis pies, mirándome con un solo ojo como diciéndome: “la macanié, me caí del nido y no sé cómo volver”. Lo agarré, lo metí en una caja a la que le puse lombrices, y me dediqué a cerrar el negocio. Cuando volví no había tocado ni una de las lombrices. Me dije que lo mejor era subirlo al árbol más cercano, que acaso sus padres se encargaran de él, así que lo tomé y lo lancé con delicadeza, arañó el tronco del árbol con las alas y volvió a caer. Al segundo intento se quedó en lo alto del tronco, en una especie de plano donde nacen las ramas grandes. A la mañana siguiente, mientras saco las rejas, el muchacho de la librería de al lado señala su propia puerta y me dice:

-Mirá, un gorrión.

-No es un gorrión. Es un pichón de benteveo que ayer cayó del nido.

-Un perro se lo quería comer. Se salvó porque se metió en ese recoveco.

Quedamos en que me encargaba, así que lo llevé a mi librería y lo puse en un amplio lugar entre plantas donde se quedó mansito, pero al rato empezó a chillar. Me acerqué, dejó de chillar, escarbé entre las plantas buscando lombrices, pues sabía que estos bichos comían, al menos, insectos, ya que una vez había entrado flor de benteveo a la librería cazando una libélula, benteveo que había pasado toda la noche en el negocio para desconcierto de los gorriones, y como los benteveos son muy parecidos a los Martín Pescador, con certeza que comerían carne.

Debo explicar primero lo de los gorriones que viven en Babilonia y que de tarde en tarde hacen una macana sobre un libro valioso. Nadie los puso allí, viven en algún lugar de las alturas desde hace mucho. Año a año tienen pichones, que los identifico porque se chocan con la vidriera y quedan atontados, cuando sus padres, más duchos, ya saben que esa cosa transparente, es sólida. Saben mucho más, como que debajo del mostrador siempre hay algo de pan y bizcochos, y saben que si vienen a mí siempre les daré comida. En ocasiones, cuando abro la puerta, me pasan zumbando.

La mañana siguiente a la que entró el flor de benteveo, no el pichón que origina este relato, al abrir, estaban los dos gorriones en la puerta mirándome en plan enojo, como diciendo “¿por qué trajiste a este grandulón?” Desde lo alto, en la pirámide alargada que hace la claraboya, nos miraba el benteveo. Subo a las escaleras para atraparlo, pero da saltos chillando y no hay manera. Tengo que mover toda una biblioteca para abrir la claraboya que no se abre nunca, a ver si este bicho se escapa, cosa que hace al instante. Un problema menos.

Entonces te contaba que pretendía darle de comer lombrices al pichón de benteveo, pero aunque se las refregaba por el pico, no pasaba nada, y como soy una persona que vive de vender libros, me dediqué a vender libros hasta que volvió a chillar, mientras la gente decía: “Mirá, hay un pájaro acá dentro”. Le sacaron unas cuantas fotos, pues tengo una librería donde vendo libros, pero en realidad, es un lugar donde la gente viene a sacarse fotos y a sacar fotos de los gorriones y los benteveos. Incluso, una vez hubo una lechuza que trajo un empleado cuando yo estaba de vacaciones. Regreso y hay un animal enorme saltando sobre los libros y dejando unas plastas gigantes, incluso sobre las máscaras. No es moco de pavo andar limpiando las deyecciones de una lechuza de campanario sobre Poseidón, Fauno o Proserpina, en particular si están hechas de cuero y tienen millones de pliegues. Daba lástima ver a la lechuza ahí dentro, y más aún cuando te miraba. Al final conseguí un cetrero que prometió enseñarle a cazar y liberarla.

En un segundo intento por darle de comer lombrices al pichón de benteveo, se las tragó con un rápido movimiento y abrió el pico pidiendo más ¡Ni Shakespeare me produce una alegría así! Se zampó unas cuantas lombrices, y al terminar, hizo una especie de gorjeo, un sonido, a todas luces, cariñoso. Bien, me dije, pan comido. Esto es el principio de una amistad. Supuse que tendría sed, así que traje agua y se la di en el hueco de la mano. Tomó una cantidad. Lo dejé tranquilo y volví a lo mío, comprar libros a unos para venderlos a otros y dejar que vengan a hacer selfis a la librería, que ya tiene cuatro mil seguidores por Instagram gracias a las benditas selfis que se sacan. Yo sólo subí dos fotos, el resto de las fotos es cosa de ellos, que me etiquetan. Incluso Claudia Fernández sigue a la librería en Instagram, ya que vino una vez y le debe haber gustado. Lo concluí porque una vez entré a Instagram para subir mi segunda foto, y encontré a un rubia casi en cueros, en realidad, ataviada con un fuerte pantalón y top de cuero negro, brillantes. En rigor, debo ser seguidor de ella y de casi todos los que me siguen, pues me explicó mi hija, Gianna, que conviene seguir a los que te siguen, así que un día dediqué un buen rato a seguir a todos los que pude, tarea extremadamente monótona que quedó a medio camino.

A la media hora del inicio cariñoso de nuestra amistad, el benteveo volvió a pedir comida ¿Cómo supe que entre sus gritos, ese era de hambre? Muy buena pregunta que paso a responder.

Sucede que tengo la profunda certeza de que los hombres entendemos el canto de los pájaros, y de hecho, todo sonido de todo animal. La razón es sencilla: somos animales. Ya he visto que los animales de distintas especies se comunican entre sí. El hornero, por ejemplo, cuando se asoma un halcón o gavilán, avisa a todo el mundo. Además, cuando viví en el campo, descubrí una tarde que si allá a lo lejos comenzaba a cantar el teru teru, luego lo seguiría el zorzal, y luego la calandria, y luego, las garzas y luego otros de tal manera que completaban un inmenso círculo en la Naturaleza, para comenzar de nuevo con el teru teru y siempre en el mismo orden. Además, si me lanzaba a las aguas de Brasil con el arpón, los peces nadaban a diez metros, pero si me lanzaba sin arpón, nadaban al lado mío. No hay vuelta, me dije, hay una comunicación telepática con los peces.

La telepatía, como dicen Freud y Lacán, es anterior al lenguaje, así que los animales de la misma especie se comunican por telepatía, y como pude comprobar con los peces de Brasil, también un animal se comunica con otras especies. La telepatía de los hombres es evidente, ya que si pienso en una persona, se aparece en la librería, lo que quiere decir que al venir, estaba pensando en mí, cosa que percibo, y esto me lleva a un necesario apartado sobre la telepatía y la infidelidad, pero no te preocupes que ya volveré con este asunto del lenguaje de los pájaros y la vera historia del pichón de benteveo.

Te habrás dado cuenta más de una vez que alguien te está mirando, cosa que confirmás apenas te das vuelta. Eso le ha pasado hasta al más zoquete. Otra cosa parecida es darte cuenta cuando alguien está pensando mal de vos. Es más difícil de percibir, pero se puede. Una, más fluida, es el vínculo con los hijos y con los seres queridos. Cuanto más cercana es la relación con una persona, más elocuente es el vínculo telepático, una de las principales razones para evitar la infidelidad, pues tu pareja, en algún lugar de su inconsciente, percibe la traición. Revisá tus recuerdos y verás que es así, e interpuesto el vínculo telepático con tu pareja por raras cuestiones, ya nada es lo mismo. Muerta la esperanza, se acaba el amor. Lo mejor en la vida es ser sincero, pues la gente, toda, está dotada de este poder y si decís lo que no pensás, en algún lugar lo saben. De hecho, el mejor escritor es el más sincero, ya que percibís, mediante la telepatía, su sinceridad ¿Y si es un escritor del siglo XIX? También, nadie muere, y eventualmente, su creación poética tiene vida psíquica propia.

La telepatía, entonces, es anterior al lenguaje, sólo que los hombres desearon que esas cosas silenciosas tuvieran cuerpo y sonido y se transformaran en palabras. Las palabras, en sí, no deberían mentir, pero ya se sabe cómo es la cosa: o se dice la verdad, o se miente.

Así que te venía diciendo que los animales llamados hombres, entienden en algún lugar el lenguaje de los animales. Los animales, que no se encuentran enajenados, separados de sí mismos, se entienden entre sí, pero nosotros, enajenados de nosotros mismos, de los otros animales, y de la Naturaleza, tenemos dormido ese don. Permanece, pero dormido. Las personas menos enajenadas lo tienen más despierto, como San Francisco de Asís, que hablaba con los pájaros y en una ocasión en que los aldeanos querían matar a un lobo, entró a la cueva donde se había refugiado y le dijo: “hermano lobo”, y buscó el camino para liberarlo. Indios mapuches me dijeron que como el río tiene un espíritu, al entrar a un río le piden permiso, y que los pumas, que suelen atacar a las ovejas del hombre blanco, atacan mucho menos a las ovejas de los mapuches, lo que me lleva a una historia que me contó Gustavo Candombero sobre su viaje a la Amazonia. Le preguntó a un indio si había visto a un jaguar alguna vez ¡Vaya si lo había visto! Estaba pescando con su primo, que había matado a cinco jaguares, y de la nada se apareció un jaguar, atrapó al primo, se tiró con él al agua y salió del otro lado del río. Todo eso en lo que lleva dar vuelta una página. Está claro que por obvios motivos, el jaguar mató al primo y no a él.

Entonces supe, por cómo sonaba, que el chillido del benteveo era por comida, así que hube de volver a darle de comer. Picoteaba, incluso, el dedo. De nuevo agua. A la media hora, nuevamente un pedido de comida. Este benteveo era insaciable. La ventaja de todo esto es que la gente que entraba a por un libro y me veía dándole de comer, se copaba con el asunto y estaba dispuesta a darle de comer mientras yo buscaba sus libros o lo que fuera. Seguramente, si el mismo libro lo habían visto en otra librería al mismo precio, se lo comprarían al amigo de los benteveos.

Llegó la noche y la hora del cierre. Terminada la ceremonia, nos miramos frente a frente, él siempre con un sólo ojo. O lo dejaba ahí toda la noche y que se las arreglara con los gorriones, aunque de seguro nada comería, o me lo llevaba a mi casa. Lo llevé a mi casa. No había lombrices, así que le compré unas fetas de jamón y se las di en tiritas. Le gustaron. Buscó un lugar oscuro y se puso a dormir, gracias a Dios.

A la mañana me despiertan los chillidos reclamantes del benteveo. Llego al living y ahí lo veo enloquecido con la boca abierta, pidiendo más jamón. Le di de comer incluso antes de bañarme, que es lo primerísimo que hago al despertar. Preparo el mate y ya me pide comida de nuevo. Es insaciable. Me pongo a leer en internet sobre los benteveos pichones. Resulta que tienen un estómago muy chico, se sacían al toque, pero a la media hora vuelven a reclamar su alimento, cuando en realidad tengo que escribir y atender una librería, y escribir con un pichón de benteveo, no se puede, ya que cada media hora te hace saber de su existencia. Decidí llamar a Andrés de Muro, que sabe de animales y se dedica a protegerlos, para ver si se quería dedicar al benteveo. Le ofrecí llevárselo a la casa. Ni modo. Era un asunto mío, pero me dijo algo que me sirvió de mucho:

-Esos bichos son muy fuertes.

-Ya lo creo, con lo que que come.

-Va a sobrevivir, pero tenés que darle de comer a cada rato.

-Ya lo sé. Ese es, precisamente, el problema, y es que estoy laburando y no puedo dejar de vender libros para cortar el jamón, dárselo, luego darle agua y todo el rollo.

-Ta va a ir bien. Ahora, ensucia por todos lados.

-Ese es otro problema.

Se me ocurrió un segundo candidato, Augusto, que hace libros sobre pajaritos y fauna autóctona. Justo en ese momento mi relación con Augusto, que diseña los libros que edito, no estaba en su apogeo por una fuerte discusión que tuvimos con respecto a los perros salvajes que atacan a las ovejas. Yo argumentaba que había que defender a las ovejas, a los criadores de ovejas y al País. Augusto argumentaba que había que atrapar a esos perros, castrarlos y darlos en adopción, cosa que me parecía imposible, o en todo caso, argumentaba que no era culpa de los perros sino de sus dueños, algo que podría ser cierto o no, pero culpar al dueño en vez del perro nada cambiaba para las ovejas, sus criadores y el País.

Aunque nuestra amistad estaba en crisis, sabía que Augusto era un buen tipo, y acaso quisiera dedicarse al benteveo, pues, habida cuenta que la pandemia hundió a la industria editorial, mucho trabajo no tendría. Lo llamé.

-Lo estás mascotizando. Luego, no podrá sobrevivir y al primer gato que aparezca, se lo zampa.

-¿Qué querías que hiciera, Augusto?

-Dejarlo lo más cerca posible del nido.

-Lo hice, y cayó y casi se lo zampa un perro.

-Dejalo cerca del árbol donde lo encontraste.

-Si lo hiciera, caería de nuevo para que lo zampe un perro o lo pise un auto. Estamos en la ciudad, en plena Tristán Narvaja. Lo que dicen los manuales no sirve para esto.

-Lo estás mascotizando. No se va a salvar.

Augusto me dejó en estado de inquietud, pues bien sabía que lo mejor para enseñarle a cazar y a vivir a un benteveo, es otro benteveo, no un escritor y librero, y además, aunque por un lado quería liberarme del benteveo y sus constantes reclamos, por otra parte sentía un cariño que me nacía, un cariño que, adivinaba, era mutuo. Decidí llamar de nuevo a Andrés. Me dijo que no me preocupara, que no lo iba a mascotizar para nada. Que esos bichos no eran ningunos giles y eran muy fuertes. Le dije que ya me lo había dicho. Me dijo que descuidara, pero que lo alimentara.

Me llevé al benteveo a la librería, y cuando lo puse entre las plantas, lo vi negro y amarillo, con una vincha blanca, entonces surgió naturalmente el nombre “Carbonero”, pues si este animal con unas ganas de vivir que no cabían en su cuerpo era de un cuadro de fútbol, con certeza sería de Peñarol, y fue pensar en Peñarol y se apareció Aldo, que es un bolsilludo rabioso.

-Me venís fenómeno para darle de comer a CAR-BO-NE-RO. Tomá, acá tenés el jamón cortado.

Se dedicó a darle de comer a Carbonero mientras yo respondía preguntas por Mercado Libre. Luego, lo trajimos al mostrador y se quedó sobre la pantalla de la computadora mientras hablábamos de bueyes perdidos. Aldo tiene un apartamento en la ciudad y un campo cerca de Pueblo Edén, donde hay una cantidad impresionante de pájaros. Una vez que tomábamos mate en el living de su cabaña, un pájaro enorme se chocó con el ventanal que tiene al pie de un precipicio. Lo rescatamos, al rato despertó de la conmoción y se fue volando. Era un bicho grande, no supimos de qué especie, con algo rojo en el pecho.

Se fue Aldo a dar clases a su facultad y vinieron clientes, muy afines con darle de comer a Carbonero. Carbonero subió una vez más a Instagram. Se fueron los clientes. Llegó mi hijo, Camilo, que ya sabía del pájaro por un audio que le había mandado.

-Estuve pensando en ponerle Carbonero o…

-¡Carbonero! ¡Carbonero!

Lo dijo con tal decisión, que ya no había chance. Camilo es fanático de Peñarol y de Aguada, como yo, y de hecho, como Carbonero, aunque no sé si Carbonero lo sabe en propiedad. Camilo, por suerte, es sensible y bichero, así que se dedicó a atender a Carbonero hasta la hora del cierre, en que volví a llevarlo a mi casa.

Lo primero que hice fue darle de comer, a ver si podía, por fin, escribir, aunque sea por media hora, pero escribir no es soplar y hacer botellas, o en rigor, sí, pero necesitás un rato de calentamiento, de llamado a la Musa y cuando la Musa venía, Carbonero gritaba a todo pulmón por aquello que, con todo derecho, le correspondía. Le compré zanahoria y le compré uvas, que debía partir en cuatro y se las daba, dejando mis dedos todos pegoteados, así que ahora, amén de dedicarme a darle de comer y beber ¡tomaba como un cosaco! tenía que ir a lavarme las manos, pues sino dejaba el teclado todo pegoteado. Salgo del baño, me siento a escribir. Me llama Gianna, preguntando por Carbonero. Le explico con lujo de detalles todo lo que ha comido, y bebido, y todos los amigos que se ha hecho, pues la gente viene a Babilonia a darle de comer a Carbonero. No le alcanza. Quiere saber más. Le comienzo a decir todo lo que he filosofado sobre Carbonero, sobre la telepatía, sobre San Francisco. Eso la tranquiliza, o asusta, pero sea como fuere, queda satisfecha.

Cuelgo el teléfono y Carbonero pide más comida, cosa que le doy, y después vuela al lugar más alto del living, donde hay flor de cuadro de Javier Gil. Carbonero deja su obra sobre el cuadro ¡Eso no! ¡Apóstata! Pues los cuadros de Javier Gil son representaciones de una nueva religión, una religión con su Biblia Pagana y leopardos y tirsos y faunos y mujeres desnudas, pero Carbonero no sabe nada de arte o al contrario, está llevando a cabo la actual teoría de Javier Gil sobre el arte, el cual pretende que sea inundado y consumido y sodomizado por la Naturaleza, y ya no se preocupa en pintar o esculpir y sólo atiende a su jardín, que es un campo que ha transformado en jardín. El asunto es que sea lo que sea que opine Javier, y sea lo que sea que opine Carbonero, no quiero que me ensucie el cuadro, así que voy, y casi matándome, pues hube de trepar a unas cajas de libros en equilibrio inestable, logré atraparlo y poner sobre la mesa. Allí se quedó unos segundos, hasta que voló a una biblioteca, y luego, a un lugar más oscuro, a algo que se parecía a un nido, lo que me lleva a otra deriva filosófica.

Preguntale a un biólogo o a quién sea qué carajo es el instinto, y descubrirás la nada en que se encuentra el conocimiento científico. Te contestarán con un lugar común, y apenas ahondes sobre ese lugar común, verás que el biólogo o científico que fuera se tropieza en su discurso vacío y se parte los dientes. Ningún científico sabe qué diablos es el instinto, salvo que usan esa palabra a modo de comodín, pues cuando te afirman, pensando como animales, que los animales no piensan, y vos les preguntás cómo resuelven los animales tal y cual cosa, te contestan “Por instinto”.

Sea como fuere, algo en su interior impulsaba a Carbonero a buscar un nido o algo parecido, así que agarré un conjunto de tapabocas celestes y le hice un nido. Por primera vez en la Historia humana, y por primera vez en la Historia natural, un conjunto de tapabocas sirvieron para algo, y a modo de rubrica de este pensamiento de la Naturaleza, a la mañana, cuando Carbonero dejó su nido, había cagado de arriba a abajo sobre el conjunto de tapabocas, pero esto no resuelve el problema del instinto.

Se supone que los pájaros que no tienen en su genes una especie de orden que los lleva a dormir en los nidos, mueren de frío o se los comen la hienas. Los pájaros que sí tienen esos genes, sobreviven, y pasan esos genes a su descendencia, o al menos eso dicen los darwinistas ¡Pobre Darwin! Viene un tipo y descubre un par de cosas, y ya viene de inmediato una manada de bestias disfrazados de sucesores a embarrar el pastel. Así que tenemos una orden interior que empuja a Carbonero, una voluntad, como diría Schopenhauer, que lo lleva a pegarle un picotazo a cualquier larva que ande suelta o a cobijarse en un nido y a subir a lo más alto, y si es a un cuadro de Javier Gil, ultranaturalista, mejor. Esa orden interior lo lleva a reclamar comida cada media hora, y si seguís escribiendo y no le das bola, refuerza su reclamo, y hasta adopta un tono de reproche desconocido ¿Esto lo hace también por instinto? ¡Pamplinas! Carbonero pensaba.

El tercer día con Carbonero era un día complicado, pues era domingo, y los domingos hay feria y con la feria se llena Babilonia, y ahí no hay chance de atender a los reclamos de un pájaro con una dosis de instinto mayor que el de toda la Naturaleza junta, incluyéndolo. Evalué por unos instantes el problema, con mi inteligencia haciendo equilibrio sobre la navaja de la locura, y por fin decidí darle de comer hasta decir basta, dejar la puerta del balcón abierta de par en par, y que fuera lo que Dios quiera. Aclaro que la puerta del balcón y todas la puertas y ventanas siempre estaban abiertas para que se fuera volando cuando quisiera.

Cuando volví de la librería, llovía y desde la calle escuché un sonido reconocible. Llegado al apartamento, ni rastros de Carbonero. Lo busqué en sus lugares dilectos. Nada. Escucho su inconfundible grito de reclamo. Viene desde el balcón. No logro distinguir dónde cuernos se encuentra. Bajo a la calle. Como un estúpido grito: ¡¡¡Carbonero!!!”. Por suerte la gente debe pensar que soy un fanático de Peñarol, y gracias a Dios, no le puse Bin Laden, como le puso un amigo a su perro allá en Valizas. Al fin distinguí dónde estaba. Justo en frente al balcón, como a siete metros, en la copa de uno de los frondosos árboles. Subo, extiendo dificultosamente una caña de pescar a ver si le da la cabeza para treparse a ella. Ni lo intenta. Bueno, me digo, ya se irá volando, si no muere de frío. Decido contarle la historia de Carbonero y el problema en que se encuentra a un chat de amigos y para ser bien preciso, encaré grabar un video con el celular para mostrarles dónde estaba Carbonero, y para que entendieran mejor la cosa le grité de nuevo “¡Carbonero!”, sin arrostrar el temor al ridículo más que con mis vecinos más cercanos, y hete aquí que al grito de “¡Carbonero!”, Carbonero se larga a volar hacia mí, cosa que no veo directamente sino a través del celular. Era una cosa increíblemente simétrica, amarilla y negra que volaba hacia mí, y fue uno de los momentos más luminosos de mi vida. Ese era amor de verdad.

Carbonero comió como un náufrago. Luego, dejé que se me subiera encima, al hombro, aunque me ensuciara la ropa. No me importaba. Escribía, con toda evidencia, sobre el amor, ya que Carbonero me quería pues le daba de comer y lo cuidaba, y si eso es el amor, bienvenido, me parece fantástico. Los querés y los cuidás y te quieren ¿Qué puede estar mal? Ésta era la ocasión en que el fantasma de mi amigo Augusto se me presentaba y me decía: “Lo estás mascotizando”, pero también se presentaba el fantasma de mi amigo Andrés, que replicaba: “Esos bichos son muy fuertes”, lo que me llevaba a pensar que “Alea jacta est”, como decía el bueno de Julio. Sí, la suerte estaba echada y había pasado el Rubicón, y sin embargo ¿qué es el amor?

Si no sabemos qué cuernos es el instinto, mucho menos sabemos qué es el amor, pero una cosa sí sabemos, sabemos identificarlo cuando, normalmente para nuestra desgracia, se presenta. El asunto era claro: apenas Carbonero se sintiera con fuerzas, se iría con los benteveos, cosa que me parecía maravillosa, por lo que, aunque siempre me consideré y me considero extremadamente posesivo en cosas del amor, al menos con Carbonero, y mis hijos, estaba dispuesto a hacer una excepción. El amor tiene que ver con cuidar algo, alimentarlo, protegerlo y darle libertad de hacer lo que quiera, aunque, con toda evidencia, en ciertas cosas particularmente dirigidas a la mujer que se ama, no hay ninguna libertad de hacer lo que se quiera, sino que hay exclusividad: una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa, pero lo bueno de esta prohibición, o lo bueno de esta libertad, es que en rigor, la otra persona no hace lo que se le da la gana porque su temor a perderte es más importante que todo lo demás. En suma, los pobres de espíritu pensarán que al grito de “Carbonero”, Carbonero vino a mí porque, desde que le daba de comer, me tenía como la madre o el padre, pero lo que los pobres de espíritu no saben es que un pensamiento llena la inmensidad, lo que equivale a decir que la Naturaleza piensa, y entre Carbonero y yo había, desde el momento en que me miró desde el frío y peligroso piso de Tristán Narvaja, una fuerte corriente espiritual.

Así que mi amor con Carbonero no significaría que estuviéramos juntos hasta la tumba, sino que él haría su vida y yo haría la mía, pero nuestra relación nos marcaría para siempre, justamente lo que piensa el desgraciado que ha perdido el amor de su vida, cuando el amor de su vida ya está pensando en otro cualquiera. Nuestro amor era libre. Carbonero nunca estaría enjaulado, pues primero que nada, odio las jaulas, y segundo, en mi niñez había enjaulado pájaros a mansalva, y ésta es la ocasión en que haga un apartado relativo a por qué las personas enjaulan animales.

Se sabe que quien de niño enjauló pájaros, de adulto los libera, y al revés, quien de niño no pudo enjaular pájaros, de adulto es un criminal. La razón es evidente, somos seres amorosos, lo que significa que somos seres agresivos. Quien de niño pudo vivir su agresividad, pudo enfrentarse con ella y resolverla. De niño tuve un zoológico en mi casa, incluyendo un benteveo que me vendió el Tato, un infanto juvenil que lo había cazado con una chumbera. Este benteveo tenía un buraco en el pecho del exacto tamaño de una munición de chumbera. Me preguntaba qué habría sido de la munición, pues no se veía, y lo que sí se veía era el corazón palpitante. Este recuerdo me convencía acerca de la fuerza de los benteveos. Lo seguro es que a partir de cierto momento empecé a odiar toda jaula, toda pecera, y en particular, los horribles zoológicos, y como mi odio a las jaulas era inconmensurable, naturalmente surgió una explicación a mi sentimiento, ya que, como es sabido, “el pensamiento es esclavo de la pasión”.

Cierta vez que un pájaro hermoso se apareció ante mí, lo recibí como un regalo inesperado, y supe que la belleza de la aparición era precisamente su carácter extraño y sorprendente. Eso se hermanaba con algo que me había pasado con Julio Inverso. Estábamos en Carmelo en la casa de los Gil, cuando sonó en la radio “Una noche en el Monte Calvo”, que es un aquelarre, tal cual el aquelarre que estábamos viviendo en aquella casa. Luego de esa experiencia, le dije que era mejor poner un disco, pero contestó que si poníamos un disco nos perderíamos de “eso”, y al decir “eso”, se refería a que la radio nos diera una maravilla. Así que la belleza se da cuando la vida nos sorprende. Si una persona enjaula un pájaro, es porque teme a la belleza, y porque su errónea concepción de la belleza deviene de su ilusión de atrapar a la belleza. El asunto es que con ser esto radicalmente cierto, aún hay otra razón por la cuál la gente enjaula a los pájaros, y es que la gente necesita atrapar todo ser salvaje como manera de atrapar su ser salvaje.

Como una idea lleva a la otra, ya que en realidad cada cosa forma parte del todo, acude a mi mente la historia de un hombre en Valizas que había estado preso, al que llamaremos Lemo, que rabiaba al ver una cantidad de pájaros enjaulados que tenía uno del pueblo, uno del pueblo al cual el Lemo odiaba vaya a saber por qué causa. El Lemo aguardó la ocasión propicia, apenas el propietario aviar se fue a Castillos, para liberar todos los pájaros y bailar un malambo sobre las jaulas. Algunos pájaros no volvieron nunca más, pero otros volvieron al lugar donde habían vivido, y este hombre, el enjaulador, terminó agradeciendo lo ocurrido al otro, el ex reo de justicia.

En cuanto a Carbonero, el lunes me acompañó de nuevo a Babilonia, y para ese momento había aprendido que si le daba pan mojado, resolvía al mismo tiempo el problema de darle de comer y de beber, y además, ampliaba su dieta, que era amplia en extremo. Comía todo lo que le daba y para ese momento era dueño y señor de la librería: volaba por todos lados, eligiendo siempre los lugares más altos. El calor se sentía, pero no podía prender el ventilador de techo si no quería ver plumas amarillas y negras manchadas de rojo dispersas en el aire por una especie de licuadora demente. Empezó a manifestar ciertos caprichos, pues reclamaba lo suyo desde las alturas, y había que subir y agarrarlo, pero en un par de ocasiones se vino al mostrador, sitio que también le gustaba, pues si el instinto lo llevaba a las alturas, su deseo de notoriedad lo atraía al mostrador. Carbonero era demasiado joven para desayunarse que la fama es puro cuento.

Entre los fans de Carbonero se encontraban primero que nada mis hijos, que llamaban para saber nuevas o venían a visitarlo y de hecho, el primer ascenso a Instagram del pájaro más manya de todos los pájaros fue gracias a Gianna; luego venía el poeta Ramiro Guzmán y su amigo El Gallo Claudio, que todas las mañanas desayunan en La Tortuguita, y después de ellos los beodos habituales de ese bar, pues todo bar tiene una base sólida de incontinentes consuetudinarios que no se aguantan la cabeza en sus casas y van a los bares a beber en compañía. Los dueños de los bares, al ver este espectáculo, jamás toman otra cosa que agua. Todas esas gentes y otras más eran fans de Carbonero y le daban de comer, en ocasiones, con impericia, luego de lo cual volaba a las alturas, índice evidente de que estaba a punto de largar la chancleta.

Este asuntillo de buscar las alturas me lleva al tema del color de los pájaros y de los mamíferos. Los mamíferos tienden a tener color gris o marrón, color tierra, para ser más precisos y los pájaros tienden a tener color celeste, blanco y en todo caso, colores más variados que los mamíferos, pero con certeza, más parecidos a los colores que hay en el aire, cosa muy razonable. Los tontuelos darwinistas arguyen (en la disciplina que sea la mayoría son siempre tontuelos) que pareciéndose a su entorno logran mimetizarse y sobrevivir. Es evidente que hay algo de eso, pero con toda certeza, el entorno tiene un poder magnético, y el ave y el mamífero tienen un poder magnético por lo cual, la nieve y el hielo y el oso polar son suficientemente magnéticos para que el oso polar y la nieve y el hielo sean blancos. El problema es que los hombres aún repetimos aquello de que sólo tenemos cinco sentidos, una burrada grande como el edificio de la Ciencia, cuando deberíamos, como mínimo, agregar el sentido de la orientación, el sentido que te permite anticiparte al pensamiento de los demás, y el sentido del magnetismo, por el cual dos personas que viven juntas mucho tiempo, terminan pareciéndose, y por el cual los pájaros tienden a ser de los colores del aire, los mamíferos de los colores de la tierra y los peces de los colores del agua.

El tema es que, salvo por el amarillo del sol, el benteveo no tiene los colores usuales de los pájaros, y la razón es bien sencilla: el benteveo es un pájaro bastante terrestre, y en especial, de las praderas. No le copan mucho los bosques y menos aún pasar del otro lado de la cordillera. Vive desde el sur de Estados Unidos hasta la Patagonia, entre la cordillera y el atlántico, y le gustan los amplios campos, donde puede cazar insectos, lagartijas, peces y algún que otro pájaro desprevenido. El benteveo es implacable, y cuando lo ves con esa vincha te das cuenta que la cosa viene en serio.

A propósito, los mitos indígenas sobre el benteveo lo pintan bien jodido, como el mito que dice que el benteveo en realidad era una vieja insoportable que reclamaba a sus hijas «Che pito ogüé», mi cigarro se apagó, y con el tiempo, en aras de la brevedad, quedó en «pitogüé». Muerta la vieja, se apareció en forma de benteveo, pues todo la recordaba: las garras eran las dedos de la vieja tomando el cigarro; el pico, su nariz puntiaguda, y la banda blanca en la cabeza, su vincha. Este nombre pitogüé me lleva al asunto de las onomatopeyas, una palabra que provoca un pánico cerval entre los lingüistas, seres aplicados al estudio de las palabras que se han transformado en los seres que menos saben en este mundo acerca de las palabras. Los que más saben en este mundo acerca de las palabras, son los salvajes, que piensan que la palabra es la esencia de la cosa, y luego, los poetas, que en realidad son unos salvajes en medio de este horrible mundo civilizado.

Así que, lector, mientras Carbonero se deja acariciar por las estudiantes del Juan XXIII que son hinchas fanáticas de Babilonia y de Carbonero, permitime que diga que las palabras son cualquier cosa menos arbitrarias, y que si decimos «aurora», es porque el oro del sol se encuentra en la palabra «aurora», y la «a» y la «u» unidas, hacen un sonido ascendente, como el sol en la aurora, amén de que el sonido se origina en lo más bajo y profundo del cuerpo y va ascendiendo, y que si decimos «mamá», es porque ponemos en juego algo radicalmente vinculado a nuestra madre, como son los labios que se prenden del pezón de la mamá para extraer la vida, y de ahí viene la tan labial «m» de mamá, y esa letra tan femenina que es la «a». Como la palabra es una cosa natural, hay miles de lenguas en la tierra, ya que, como dije antes, la tierra y sus regiones tienen un poder magnético y el hombre también. Uno hace su lengua en función de sus experiencias, en función de su cultura, y en función de su cultura la gente hace sus experiencias de tal modo, que según tu lengua escuchás las otras lenguas, y a los animales, y esto explica que nosotros llamemos al gato como «miau miau», pero los brasileros como «mieu mieu». Escuchá algunos de los nombres que ha cosechado el benteveo en América: bichofué, bichajué, cristofué, Luis Bienteveo, pijagüé, penehué, pitaguá’, bem-te-vi, pitojuán, quetupí, cierto güis y Víctor Díaz. Como ves, es un bicho que está muy humanizado: Cristo, Luis, Víctor y Juan, como está humanizado su pariente cercano, Martín Pescador. Sea allá en el norte, sea acá en el sur, a todos nos emociona esa voz que la Naturaleza emite a través del benteveo.

Llegados esa noche a mi casa con Carbonero, y mientras me reclamaba en la mesa del living con la boca abierta ciento ochenta grados, haciéndole saber a todo el edificio que quería más jamón, más uvas, más pavita, más lomito, más manzana, más zanahoria, más pan mojado y más de todo, me hizo pensar en esos nidos que había visto, con los pichones con la boca abierta a modo abismo reclamando vida, y eso me hizo pensar en mis hijos, que toman como la cosa más natural del mundo que les dé siempre los mejores cachos de asado y de todo, y eso está bien pues esa es la lógica, que el día suplante a la noche, que lo nuevo se lleve a lo viejo, pues la vida no es lo que es, la vida es lo que se expande y se multiplica y por eso la vida dotó a Carbonero y a mis hijos de esa capacidad de exigir sin culpa. La simple y elemental voluntad de la vida por vivir.

El martes sucedió un hecho curioso. Hablaba con un amigo, con Carbonero entre los dos en el mostrador del negocio, cuando, en vez de su grito más bien corto, mandó el típico canto del benteveo, y al rato, mientras ponía precios, pegó instintivamente un picotón a un insecto que escapó de un libro. Fue un movimiento tan veloz que no pude terminar de saber qué bicho era. Se acercaba la hora decisiva. Al momento del cierre, tenía que ir a la casa del pintor llamado el Pantera, donde siempre e invariablemente nos sentamos a hablar en el patio debajo del cielo. O lo dejaba unas horas solo en la librería, o lo llevaba con cierto riesgo, pues si se iba volando de mi casa o del negocio, en el caso que se le complicara, podría volver, pero si se iba desde lo del Pantera, sería una jugada definitiva. Lo llevé.

Abrimos una cerveza y empezamos a hablar de política, pintura y literatura, pintura, literatura y política, literatura, política y pintura y todas las combinaciones posibles de estos tres temas más antropología y filosofía, pues así somos nosotros y saltamos de un tema al otro con la misma facilidad con que Carbonero saltaba de la mesa donde se apoyaba la cerveza, a la silla donde se apoyaba el Pantera y de ahí a la parrilla que ya estaba más alta y luego al murito y después a una ventana de un segundo piso y de ahí a una ventana en el tercer piso y por fin se subió al techo del edificio lindero. Se escuchaba cada vez más lejos el grito de Carbonero, y por las dudas, llamándolo le indicaba donde estaba yo, no sea cosa que quisiera volver. A medida que la tarde oscurecía se iba escuchando cada vez más lejos, hasta que oscureció totalmente y ya no se escuchó en absoluto.

Los últimos cinco días había oficiado de padre y madre de Carbonero, y aunque mi fase padre estaba feliz de que se hubiera animado a la libertad, mi fase madre se preguntaba si no se lo iba a comer un gato esa mismísima noche, pues no sabía si el instinto le alertaría que un gato es un bicho jodido. Le pedí al Pantera que me dejara subir a la azotea del edificio de al lado, pero con toda evidencia, el Pantera no tenía una buena relación con los vecinos, y hasta aseguraría que tenía una pésima relación con los vecinos. Me prometió, sin embargo, que al otro día haría un intento de subida a la azotea. Le dije que tenía que mirar si había una serie de plumas al lado de un pico y un par de garras, que eso es lo que dejan los gatos, bien lo sabía, cuando se comen a un pájaro. A la tarde del otro día le pregunté si había cumplido la promesa, pero me dio una excusa inverosímil. Era evidente que su relación con los vecinos era aún peor de lo que presumía. «Voló, Papo», fue su respuesta, y es muy posible que tenga razón.

Carbonero se liberó en una zona limítrofe entre el Cordón Norte y la Aguada, pero bastante cerca de su lugar de nacimiento. A exactas seis cuadras y media de su lugar de nacimiento. Cuando llegue al año, si logra sobrevivir a los gatos, los perros y los gavilanes mixtos que han invadido Montevideo, buscará su Carbonera, y en ese momento, lo supe una primavera, hará un canto especial y levantará un copete amarillo y negro en lo más alto de la cabeza, cosa que la gente del común no ha tenido oportunidad de ver, pero yo sí. Es emocionante.

Los pájaros, finalmente, como todo en esta vida, no son lo que creemos que son. Los pájaros son espíritus, cosa evidente, ya que no existe la muerte, y como son alados, con toda certeza son espíritus, así como se representa a los ángeles con alas, y así como no recuerdo en qué mitología los espíritus son aves. Tuve siempre un vínculo poderoso con los pájaros. Siempre los amé. No hay un sólo pájaro que no me guste, pero con certeza, los belicosos gorriones, los zorzales cantores y más que nada los enmascarados benteveos, son mis preferidos. Si Carbonero es alguno de mis amigos muertos, Javier, Gabriel, Julio o Ariel, no lo puedo saber, y si es mi padre, tampoco. Sólo sé que entre Carbonero y yo hubo una intensa corriente emocional, y espero que Carbonero encuentre a una Carbonera preciosa, que la seduzca y que tenga luego que alimentar a esos bribones que piden vida, vida, vida. Tengo la certeza, también (uno sabe de estas cosas cuando está escribiendo) que aunque a él no le importe, será uno de los pájaros más famosos de la literatura.

Por estas cosas y otras que llenarían un libro y que podrás imaginar, mientras preparo el mate en la cocina, escucho a un benteveo y me pregunto si es un benteveo cualquiera o si es Carbonero que me saluda en la mañana.