Volátil.(Del latín volatilis) Fís. Aplícase a los cuerpos sólidos o líquidos que se transforman rápidamente en vapor o gas.
Mueble (fam.) Casa de citas o de tolerancia
Redonda y bonita, tocada con una coronita de piñas, Hojarasca (1) no lo parece pero tiene la desgracia (o quizás la suerte, porque en estas cosas uno nunca sabe) de ser muy volátil. Ella no le teme –como Caperucita Roja– al Lobo Feroz que ronda por el bosque, sino al Fuego y al Viento, que pueden hacerla desaparecer en un suspiro, si se lo proponen.
Crocante y sutil, no necesita dormir mucho, así que se levanta al amanecer y va y viene bajo la sombra fresca de los árboles, acompañada por una mulita que se le pegó un día y no se le despegó nunca más.
Hojarasca sueña con arder, pero no se atreve a permitírselo; quiere alguien a quien querer y que la quiera, pero no se anima a correr el riesgo. Tiene demasiado miedo de encender alguna chispa de pasión que se le transforme en un cálido fueguito primero y en un voraz incendio después.
Cada vez que va al cine con alguien que le gusta y siente, en la oscuridad de la sala oscura, el roce del brazo de ese alguien contra el suyo, se asusta tanto al pensar que el fuego líquido que la recorre y le pone la piel de gallina y los pelos de punta la va a encender como una tea, que sueña con algo, con alguien, que venga a rescatarla de tanto fuego que la amenaza.
Su abuela, que siempre pensó lo peor de la gente y nunca se equivocó, le había explicado muy claramente y desde muy temprana edad los enormes riesgos que entraña el permitirse arder, sobre todo cuando una no está muy segura de si el otro le va a corresponder. De modo que –por las dudas- ella no se prodigaba y nunca facilitaba nada.
A lo largo de su vida, varios candidatos la habían pretendido pero, por culpa del miedo, los había dejado plantados a todos, suponiendo ellos que habían hecho las cosas mal, y condenados de por vida a creer que no habían sabido cómo amar.
Hojarasca y el Ángel Protector de las Mueblerías Asustando al Fuego(2) se encontraron sin querer, en un cruce de caminos. Era la hora del crepúsculo y en lo profundo del bosque, la luz del sol que se moría ponía reflejos de fuego en las hojas movedizas.
Extenuada después de un día de mucho calor, Hojarasca se encaminaba a un arroyito que corría por allí porque temía que, después de tanto agobio, el índice de riesgo de incendio forestal se elevara peligrosamente. Para conjurar el peligro, entonces, encontraba que no debía haber nada mejor que sentarse en la orillita, con los pies metidos en el agua fresca.
Ángel Protector de las Mueblerías Asustando al Fuego, por su parte, deambulaba entre los árboles rumiando sus pesares como un alma en pena.
Ninguno de los dos podía imaginar que estaban a punto de encontrarse y, mucho menos, que sus historias iban a calzar una en la otra, como zapatos en caja: ella, buscando que la protegieran, él buscando qué proteger.
Cuando –pasado el primer sobresalto por lo inesperado del encuentro- el Ángel se presentó y le dijo cómo se llamaba, Hojarasca, de puros nervios, ni lo escuchó. Pero como el apellido era compuesto y a ella le dio vergüenza pedirle que se lo repitiera, quedó convencida de que el nombre completo era Ángel Protector “de los Muebles”, en lugar de “de las Mueblerías”. La palabra mueble le resultaba bastante familiar –aunque nunca hubiese estado en uno- porque era el escenario casi obligado de los más escabrosos cuentos de su abuela, de modo que le pareció buena cosa asegurarse un tal aliado, por si algún día se animaba a incursionar en alguno de aquellos peligrosos lugares.
Una vez bajas las defensas, descuidados los flancos, entreabierta la armadura y bajado el puente levadizo, Hojarasca se dejó ir, aquejada de súbita y enfermiza vulnerabilidad. Se sintió irremediablemente atraída por él y ya no pudo pensar más, solamente tembló. Y, cuando tembló, él creyó que era de susto, y ella supo, inequívocamente, que era de pasión. Por lo tanto, y respondiendo a cierto código genético al que toda mujer en trance de conquistar a un hombre recurre intuitivamente y sin ninguna maldad, Hojarasca replegó el vuelo de su vestido, le hizo un lugar a su lado al borde del arroyito, puso cara de interesada y lo invitó a hablar de sí mismo. Y entonces, como no podía ser de otra manera, él también se enamoró.
Le contó que había nacido fuera de época. Que lo habían preparado para un destino glorioso (como a tanta gente) y que se había tenido que conformar con una vida gris (como tantos otros). Estaba muy claro que el Ángel Protector de Las Mueblerías Asustando al Fuego sentía que la vida lo había estafado. Era uno de esos tipos que necesitan vivir en peligro para sentirse vivos. Y considerarse imprescindibles, para no arrastrarse sobre el planeta como un gusano.
Era tal su necesidad de experimentar emociones fuertes que, de niño, había disfrutado de una peligrosa inclinación a la piromanía. Quizás por eso, y tal como hacen tantos locos que estudian sicología para tratar de entenderse, había entrado al Cuerpo de Bomberos con un solo propósito: aprender a dominar aquella adicción al fuego tan peligrosamente atractiva, y encauzarla de forma que le sirviera de trampolín para demostrarle al mundo de qué hazañas heroicas era capaz. Se imaginaba que, para lograr esto, lo único que hacía falta era encontrarse dondequiera que el fuego se produjera y existiera la imperiosa necesidad de que alguien lo apagara.
¿Cómo hubiera podido anticipar el pobre ingenuo que todos sus sueños se iban a estrellar contra la mediocridad de un jefe? Al verlo tan dispuesto, tan valiente y tan necesitado de gloria, lo primero que hizo la Superioridad fue ubicarlo lo más lejos posible del fuego, no fuera que, por sus ganas de hacer, pusiera en evidencia las ganas de no hacer que los demás tenían. Su primera misión fue, pues, esencialmente burocrática: “elaborar un informe y poner en conocimiento de la población que la acción de encender un cigarrillo pone en altísimo riesgo la seguridad nacional, sin perjuicio de que, además, fumar es perjudicial para la salud”. Ángel sentía que la tarea era insignificante, por no decir indigna, se la mirara por donde se la mirara, pero él la acometió con pasión, como hacía todas las cosas, decidido a convertirse en héroe.
Sin embargo, después de unos pocos meses que le parecieron eternos, en los que la población fumaba y seguía fumando, desesperado por la poca acogida que tenían sus intenciones y por no poder demostrar los conocimientos adquiridos ni desplegar sus talentos, pidió un pase en comisión para la Dirección Nacional de Control de Incendios Forestales. No se daba cuenta el pobre desgraciado que, cuanto más méritos hacía, más peligroso les resultaba a los demás. Y mucho menos sospechaba que su informe sería profético y que un día no demasiado lejano un Presidente de la República se basaría en él para decretar que el humo de cigarrillo era inconstitucional. Pero, nada…
Lo único que logró fue que le asignaran tareas externas, que consistían en visitar una a una todas las mueblerías de la ciudad, con el único propósito de inspeccionar el funcionamiento de sus extintores de incendio.
Sobrellevó su desgracia durante algún tiempo, sin dejar de pensar qué hacer para no desmoronarse y así descubrió que la solución era soñar despierto. Mientras llevaba a cabo las malditas inspecciones, se distraía soñando sueños de gloria y había aprendido a manejarlos tan bien que nadie sospechaba que las imágenes que desfilaban por su cabeza eran más reales para él que la realidad misma.
Las cosas parecieron haberse acomodado bastante bien hasta aquella fatídica noche de invierno, cuando los extintores de una de las mueblerías se negaron a funcionar y la empresa ardió hasta que se convirtió en cenizas.
¡Adiós sueños de gloria y hazañas épicas! Le hicieron un sumario primero y lo separaron del cargo después. Su gloriosa carrera había terminado, sin siquiera haber empezado.
Fue en ese momento crucial, cuando el desgraciado sentía que la Vida no merecía la pena de ser vivida, que conoció a Hojarasca y su destino cambió para siempre.
─¡Dejate arder, Hojarasca, que yo te cuido! ─le susurra ahora al
oído el muy piromaníaco, entre gemidos y suspiros. Y ella goza, sin tener que remediarlo.
Y así, cada vez que la pasión los enciende, los dos disfrutan. Ella, dejándose arder y él, alimentando tanto fuego. Él, sintiéndose importante, aunque no lo sea, y ella, sintiéndose segura, aunque no lo esté.
Este relato fue publicado en el libro La hermandad de los primeros viernes, Dobleclic Editoras, marzo de 2014.
(1) Nombre de uno de los Personajes de la serie de esculturas en tela realizadas por la artista plástica uruguaya Cecilia Brugnini.
(2) Idem