Siempre hay muchos principios para una vocación. Con el paso del tiempo me han identificado como un paseante profesional, sobre todo de Barcelona, mi ciudad, pero ello es inexacto, pues mis pasos, conectados con mi mente, privilegian Europa por encima de todas las cosas.
Si hubiera nacido en otra urbe haría lo mismo; sin embargo, la capital catalana tiene una comodidad especial para agotarla, verbo que en esta tesitura no puede ser sino un guiño a Georges Perec o a Enrique Vila-Matas, quien quiso imitar al francés en mi amada plaça Rovira, quizá el lugar del mundo donde me han sacado más fotos, siempre con el señor Rovira y antes con José Luis, mi mejor amigo, fallecido durante la pandemia y protagonista de un libro a la espera de aceptación, su biografía y la de Barcelona porque una vida como la suya va de la mano con la del lugar donde se desarrollaron sus actividades.
Ambos pueden ayudar a extender significados de mi labor. A Rovira le fue adjudicada la reforma de Barcelona tras el derribo de las murallas. Su idea era una mala copia de la parisina. En la plaza, a sus pies, un mapa se jalona con el siguiente lema: «La trace d’un ville est ocuvre du temps plutôt que d’architecte», una mentira piadosa al querer acaparar el protagonismo hasta suplantación en el proyecto por Ildefons Cerdà, uno de esos genios catalanes maltratados por su país, como Francesc Ferrer i Guárdia o Carlos Barral.
Cerdà tiene mucho protagonismo en mis caminatas al ser su Eixample un monstruo imperialista obsesionado por terminar con la morfología de los antiguos pueblos del llano, pero si volvemos a Rovira y diseccionamos su trayectoria descubriremos un portento asimismo ninguneado pese a la abundancia de su obra, como los mercados decimonónicos de hierro y cristal, entre ellos el de Sant Antoni o el de la Concepció, emblemas del centro, autoritarios a su manera por esa personalidad capaz de borrar la firma de su creador.
Si Tonet es la Historia, José Luis es la historia y un presente extinto como escuela para aprender muchos rudimentos de mi arte. El debut de su agonía llegó cuando se cansaba al subir las cuestas, sentándose en cada banco para respirar mejor. Antes, cuando estuvo en plena forma, fue mi perfecto cicerone, en realidad un supremo amor llamado amistad con la magia de fijarnos al alimón en detalles mientras mirábamos arriba, nos parábamos cada dos por tres para comentar minucias significantes o relacionábamos cualquier piedra con la cotidianidad de nuestro ingente anecdotario.
Nuestro rincón era el torrent de Lligalbé. Tras su deceso escribí un estudio sobre ese enclave del Baix transformarlo en un eje de barrio para la ciudadanía, contento de ver cómo esas suelas gastadas van más allá del papel para incidir en la realidad, desde mi punto de vista la única misión de todo intelectual merecedor de este apelativo.
Il
La hache mayúscula y la minúscula siempre son novias en mi cerebro. Durante la crisis sanitaria aproveché mi privilegio como periodista y salí todas las mañanas con la cámara de fotos. Desde entonces acumulo más de cien mil imágenes de Barcelona y no puedo entender el paseo sin esa plasmación, potenciadora de la memoria y superlativa para las posteriores investigaciones, algo muy importante y chistoso con relación a todas esas personas intrigadas por mis rutinas matinales. ¿Pero entonces dedicas esas horas a patear? Sí, pero eso es trabajo, con sumo placer y la curiosidad por bandera.
Mi geografía barcelonesa básica es la de Juan Marsé porque nací en el Guinardó y la existencia me llevó a ser adicto tanto a Gràcia como al Carmel, por no hablar del Baix Guinardó, un agujero denostado en medio de muchos atractivos turísticos, razón de su marginación desde el Ayuntamiento, empeñado en desfigurarlo hasta el intento de liquidar todas sus esencias al ser invisible para las cámaras, un tercer mundo del primer mundo pasoliniano, punta de lanza del ostracismo para los barrios populares, sin interés para la imagen de postal, consolidada incluso durante el mandato de Ada Colau.
La geografía urbana de cada uno se amplía con la edad. Durante la infancia se ciñe a la ruta de casa al colegio. Cuando transitamos por el limbo hacia la adolescencia nos concedemos aventis más allá de esas fronteras. Las mías consistieron en coger el metro hasta Urquinaona y bajar la Rambla con nueve años para, al cabo de un lustro, salir solo una noche, rebasarla y regresar al domicilio paterno tras una gloriosa maratón por el paseo Colón, Marina, la Sagrada Familia, Enamorats, Rogent y vuelta al Guinardó, el mejor barrio del universo.
Cuando los padres nos dan carta blanca para salir, alcanzamos otro estado. Si eres del viejo Sant Martí de Provençals vas a Gràcia, como los de Sants harán con el Raval. Durante más de veinte años la Vila fue mi segunda residencia y oficina en sus plazas, con predilección por la del Sol, siempre repleta de un ambiente poco a poco corrompido tanto por la gentrificación como por la fachada, mímesis de la Barcelona con foco, una puta presumida e idiota al creerse su propia mentira, por eso siempre distingo entre Barcelona, la de sus habitantes, y BCN, esa marca obscena con arrestos para hipnotizar a un sector considerable de la población.
Al final el centro del mundo es la plaça Rovira, unión de Juan Marsé, Enrique Vila-Matas, José Luis, Antoni Rovira y servidor. Rodoreda cae un poco más abajo, en ese Diamante feo por las reformas urbanísticas de ágoras duras y exceso de mobiliario urbano en una cuadrícula lastrada como el recuerdo del valor de la escritora, poderosa como para trascender ese terruño indigesto y ombliguista llamado Cataluña, una pesadilla por no querer despertar su pluralidad.
Olvidemos eso; no vine aquí a escribir de política, si bien todo lo es. Otro puntal para convertirme en el pasante que soy puede remontarse a 1999, cuando aterricé en Roma y Pasqual Maragall, buen conocedor de la misma, me recomendó extraviarme: «Jordi, el millor és que et perdis, camina i no cerquis res en concret perquè aixi tot ho trobaràs». Sabias palabras, tatuadas con tinta invisible para brindarles eternidad.
III
Este pequeño ensayo no podrá absorber todos mis pensamientos sobre Barcelona, como tampoco puedo colmarla al completo. No sé si he asaltado todas sus calles, aunque cada vez lo veo más probable. Los años y la repetición han generado en ojos y neuronas una orientación hilvanada con una enciclopedia portátil nunca saciada, al enriquecerse a cada minuto, bien desde el mismo paseo, bien desde las posteriores recapitulaciones, consistentes en verter las fotos de la jornada y ahondar en lo visto, o si se quiere mirado, al prestar extrema atención a cada pormenor sin dejar nada al azar, con prácticas para captar cualquier recodo en todos sus ángulos, tales como cambiar de acera en un recorrido habitual o redundar por los mismos parajes desde los cuatro puntos cardinales. Puedo pararme en una esquina curva al intuir el paso de un torrente, así como entiendo las rarezas como accidentes de la morfología porque cada calle contiene átomos de Historia intangibles para la mayoría, a recuperar mediante la promesa de una pedagogía urbana para regalar cada centímetro de calle a la ciudadanía, resucitándola en esa belleza con el fin de enterrar su esclavismo de consumidor en una autopista de asfalto vacía de datos, como si nada hubiera acaecido en su seno.
Hay una ideología de conjunto y también mucha frivolidad en bastantes de mis antecesores. Lo he mostrado en algunos de mis libros barceloneses. En un capítulo de La ciudad violenta, en realidad una biografía de Barcelona a través de crímenes y rebeliones políticas, sintetizo la cuestión con el affaire Carmen Broto.
Según su propia leyenda, Juan Marsé salió la mañana del 12 de enero de 1949 hacia la joyería del carrer de Sant Salvador y se encontró con el Ford Sedan del asesinato de la rubia a lo Veronica Lake en el cruce de Escorial con Legalitat. Años más tarde, en una fantástica iluminación, reflotó la efeméride hasta hilvanar la novela más compleja sobre Barcelona, Si te dicen que caí, una joya de doble trenza al juntar la crónica negra con la resistencia del anarquismo a morir, y hacerlo con las botas puestas, durante la primera posguerra.
La versión de Marsé cuajó hasta ridículos paroxismos sexuales, todos los de su quinta declararon haberse acostado con esa pobre desgraciada amante de un empresario teatral, y en la hegemonía de su relato, aceptado por otros literatos menos renombrados y quizá de mayor enjundia para el futuro de la ciudad, sus cronistas.como Josep María Huertas-Clavería o Lluís Permanyer, quienes jamás visitaron la hemeroteca para contrastar la ficción del chico de la calle Martí, inmenso error arquetípico de un tipo de barcelonismo muy bien resumido por los Manel en su canción «Els entusiasmats»: «… aquí volem una bona historia abans que la veritat».
Paréntesis
De Barcelona prefiero determinados narradores, la mayoría de ellos catedráticos de mis tablas. Manolo Vázquez. Montalbán creó con la serie Carvalho nuestros episodios nacionales y la narró desde la continuidad en sus artículos durante décadas. Josep Pla es un genial narrador de la ciudad en distintos libros, desde el inevitable Quadern gris hasta el menos alabado Barcelona, una discussió entranyable. Pla y Manolo huían a su manera de nuestra protagonista, el primero al sentir náuseas por su falsedad; el segundo más práctico al instalarse en Vallvidrera como si fuera un dios dispuesto a examinar desde lo alto a su criatura.
Otros escritores tienen un marchamo con el ADN de nuestro interés, sin servir de poco o nada sus malabarismos para ocultarlo. Enrique Vila-Matas permanecerá desde esa perspectiva, así como Casavella, sí, y sin tanto fuego artificial de idolatrías posmodernas y operaciones comerciales El Watusi debe ser leído, no sólo festejado, como el Triunfo. Lo demás puede obviarse y está bien, es casi utópico dar con la tecla en cada volumen y lo mismo sucede con las novelas de Javier Pérez Andújar con sus Paseos con mi madre y el pregón de la Mercè como imprescindibles, adjetivo a usar con prudencia como verificará el futuro con libros del presente muy engordados por no pisar los terrenos descritos ni atesorar el suficiente nivel como para sobrevivir al fast food del mercado. Prueben a recordar ciertos títulos de no hace tanto y me darán la razón.
IV
Mi literatura es europea y tiene su epicentro en Barcelona. Cada semana mis Barcelonas, un homenaje deliberado a Vázquez Montalbán, son un capítulo de varios libros para actualizar la Historia de los barrios de la ciudad desde la premisa ya anunciada de hache mayúscula y hache minúscula. Mi visión urbana es transversal y no puede encajonarse en un solo género. Una tarde de diciembre la Meridiana era Blade Runner, quise aniquilar la estrella de la muerte de la Sagrada Familia, similar a una bomba Orsini, y mis navidades se volcaron en un librito sobre Oriol Bohigas por culpa del templo de Gaudi. José Luis nos observa y en una Carpeta de este ordenador acumulo centenas de nombres de pasajes para tratarlos tarde o temprano desde una óptica barcelonesa; eso de abordarlos a lo Watler Benjamin queda muy bien, pero es válido para París y otra época. En el siglo XXI las travesías de mi ciudad deben estudiarse y plasmarse en el folio desde su idiosincrasia, no como caricatura de emulación. No es una crítica a nadie, no sean mal pensados, solo otro gramito de un continuo manifiesto para poner en relieve a Barcelona sin complejos de inferioridad, desde el conócete a ti mismo délfico. Sus setenta y tres barrios partes de orígenes variopintos, muchos de ellos amenazados donde el 20 de abril de 1897, cuando un Real Decreto agregó a los pueblos del llano, de Sane Marti de Provengas: Sant Andreu, de Gracia a Les Corts, a los que más tarde se unirían Horta y Sarriá.
Todas las capas de Barcelona me conciernen,todas ellas piden a gritos aflorar. Los anarquistas fueron exterminados de la Historia por Pujol y Maragall La periferia no puede ser folklore. Pasear es una redención y la mayor forma de conocimiento y aún así cuando muera no habrá finalizado mi tarea.
Delicatessen.uy publica esta nota con expresa autorización del autor. Originalmente publicado en la revista española de literatura Quimera, número doble 463, 464, julio/agosto 2022. Fotos del autor.