Sensibilidad e inteligencia en el reino vegetal | Alva Sueiras

Las plantas tienen sensibilidad, mas sentidos que los atribuidos a nuestra especie y están dotadas de inteligencia. No lo digo yo, lo dice el Profesor titular de la Universidad de Florencia y Director del Laboratorio Internacional de Neurobiología Vegetal, Stefano Mancuso. Charles Darwin (1809-1882) también lo sabía y lo reflejó en sus escritos botánicos, menos trascendentes que su teoría de la evolución –que ya bastante revuelo y resistencias causó–. La valiente difusión de estas conclusiones científicas quedó en manos de su hijo, el docente en fisiología vegetal y reputado estudioso, Francis Darwin (1848-1925). En la inauguración del congreso anual de la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, el 2 de septiembre de 1908, declaró que «las plantas son inteligentes» ratificando sus dichos, poco tiempo después, con un artículo de 30 páginas publicado en la revista Science. Como era de esperar, aquellas declaraciones generaron polémica. Muchos otros científicos, tras los escritos darwinianos, llegaron a conclusiones similares sin que ello cambiara los paradigmas reinantes en nuestra sociedad, que relegan el mundo vegetal a un plano terciario.

Preguntas íntimas

Algunos os preguntaréis qué demonios hago yo escribiendo de estos temas. Hacéis bien, porque de plantas no sé un pomo, aunque reconozco que de un tiempo a esta parte son objeto de mi obsesión. Todo empezó con un cabello de Venus o culantrillo, un helecho vaporoso que tenemos en casa al que le tengo, digamos, doméstica simpatía. Hace poco menos de un año, al regresar de un fin de semana fuera, nos encontramos con la puerta abierta, la verja trasera rota y toda la casa revuelta, salvo por los libros, que estaban, por fortuna, inmaculados. Mas allá de la tristeza, la rabia, la impotencia y la ausencia de algunas de nuestras cosas de valor afectivo, noté que el culantrillo se había secado completamente. Cuando nos fuimos de casa estaba perfecto, lleno de vigor, verdor y viveza. Sin embargo, en menos de 48 horas, se había marchitado por completo. Íntimamente, tras contemplar varias hipótesis, no pude dejar de masticar la posibilidad remota de que, de algún modo (que por supuesto desconozco), la planta hubiera percibido alguna esquirla de aquella, llamémosle, energía violenta y eso le hubiera afectado hasta el punto de secarla por completo.

Algunos meses después, estando en un jardín en la ciudad de Paysandú, noté que una brisa suave y veraniega mecía las ramas altas y espigadas de un árbol esbelto, generando un murmullo agradable como de un crujir melódico y suavito. Ahí me vino un pensamiento medio infantil: –¿y si los árboles tuvieran un lenguaje, una forma de comunicarse, que desconocemos?–. Contra todo pronóstico, aquello del «lenguaje de los árboles» siguió apareciendo en mi cabeza de forma recurrente.  

Como tres meses después, visitando la librería del Cultural Alfabeta, mis manos se fueron a posar sobre el lomo de un libro titulado «Los árboles y sus secretos». En la portada, entre otros destacados como «comprender su papel económico, ecológico y social» o «reconocer e identificar las especies» apareció una invitación a «descubrir su modo de comunicación». Lógicamente me lo llevé. Y aquel fue el principio de una espiral de lecturas que han cambiado, en parte, mi forma de mirar nuestro mundo. Tras el libro de los árboles vino «Los asombrosos trabajos del planeta tierra», un precioso libro divulgativo de la ilustradora y autora best seller del New York Times, Rachel Ignotofsky. El volumen recorre, con belleza y simpatía, la importancia y el papel de los distintos ecosistemas del planeta. A la luz de mi entusiasmo lector, uno de los libreros del local me recomendó leer a Stefano Mancuso, un académico italiano considerado una de las máximas autoridades mundiales en el campo de la neurobiología vegetal. Campo cuya existencia, por supuesto, desconocía. Le hice caso y empecé con «La nación de las plantas». Me lo leí de una sentada. Entusiasmada, continué con «La planta del mundo», y seguí con «Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal». En estos momentos estoy leyendo «Biodiversos», un diálogo entre Mancuso y Carlo Petrini, presidente y fundador de Slow Food. Además de haber obtenido la más alta distinción otorgada por la ONU en su área: Premio Campeón de la Tierra, Petrini es considerado la persona más influyente en materia de alimentación y medioambiente. 

Los aprendizajes derivados de estas lecturas me han resultado tan profundamente reveladores, que lo mínimo que podía hacer era contarlo. Haciendo mías las palabras de Ignotofsky en «Los asombrosos trabajos del planeta tierra», compartir lo aprendido es importante, al menos para generar conciencia o para contribuir en esa siembra.

La nación de las plantas

Pensemos que mientras que el Homo Sapiens tiene 300.000 años de historia, las plantas colonizaron la tierra hace 500 millones de años. ¡500 millones! Su longevidad es infinitamente mayor a la nuestra. De hecho, son precisamente las plantas las que han posibilitado –y posibilitan– las condiciones para nuestra vida en el planeta. En el proceso de fotosíntesis, las plantas liberan el oxígeno que precisamos para respirar, conformando, como productoras de alimento, la base de la cadena trófica y por extensión, del sistema alimenticio. A fin de cuentas, necesitamos a las plantas para vivir, pero las plantas no nos necesitan a nosotros en absoluto. Si desaparecieran de la faz de la Tierra nuestra extinción sería casi automática, mientras que si fuéramos nosotros los desaparecidos, el mundo vegetal reconquistaría los espacios usurpados. La vida, sin nuestra especie, seguiría su curso tan campante. De algún modo, y por mucho que nos pese en el ego, somos nosotros los que vivimos en la nación de las plantas y no a la inversa.

En términos de biomasa (entendida esta como la materia viva, en este caso, del planeta) se estima que las plantas conforman el 82% del total, seguidas por las bacterias con el 13%. Dentro del 5% restante, están los hongos, las arqueas, los protistas y finalmente, los animales. A pesar del impacto mayúsculo que causamos en nuestro entorno, nuestra especie solo ocupa el 0,01% de la biomasa total. En peso, el reino vegetal representa entre el 99,5 y el 99,9% de la materia viva. Sin embargo, nos comportamos con un antropocentrismo que oscila entre la ignorancia y la soberbia. En esta actitud de supremacía, tendemos a pensar en las plantas como el elemento vivo más terciario y accesorio. En parte se debe a nuestras diferencias. Sentimos, en general, más cercanía con los animales porque, al igual que nosotros, están conformados por un sorteo de órganos en los que se distribuyen las distintas funciones vitales. Por el contrario, las plantas poseen una distribución funcional múltiple adaptada a su limitada capacidad de movimiento. Si a una planta le cortas hojas, ramas, raíces o rizomas, seguirá viviendo. Lo nuestro es agua de otro costal. 

Sensibilidad e inteligencia vegetal

Las plantas respiran sin pulmones, comen sin boca ni estómago, se yerguen sin esqueleto y toman decisiones sin cerebro. Admitámoslo, son unas fenómenas. Aunque no tienen ojos, saben abrirse paso en busca de la luz. Sin nariz, son productoras de toda una diversidad de moléculas cuyo olor transmite a otras plantas la aproximación de peligros como la cercanía de bacterias, insectos, elementos contaminantes o situaciones climáticas adversas. Sin boca, a través de la generación de moléculas volátiles, se comunican con animales y bacterias para atraerlos o repelerlos en función de la situación de la planta y su mutua conveniencia. Al igual que nosotros, las plantas tienen su carácter. Las hay buenas y generosas, y también deshonestas y manipuladoras. La Ophrys apifera es una orquídea que imita a la perfección la forma hembra de algunos himenópteros, incluyendo hasta la pequeña pelusa que hay en su cuerpo. Esta planta secreta unas feromonas idénticas a las del insecto hembra en época de apareamiento. La emulación es tan buena, que el insecto, seducido, se posa sobre la planta ¡y copula con ella! En ese momento, la planta lanza un mecanismo que le recubre la cabeza de polen garantizando así sus opciones de polinización en la siguiente parada floral. La puesta en escena es tan sumamente perfecta, que el insecto macho prefiere copular con la flor que con la hembra insecto. 

La plantas también tienen «paladar» para distinguir entre los componentes del suelo que nutren y sirven y los que afectan negativamente. Se conocen al menos 600 especias de plantas carnívoras dotadas con una batería de artimañas para capturar animales de los que sustraen, generalmente, los nutrientes que no encuentran en la tierra de las zonas donde habitan. Las hay protocarnívoras, que atrapan insectos y los dejan descomponerse en la tierra aportando nutrientes que las alimentarán a través de sus raíces. Las hay incluso cazadoras. Recientemente se descubrió una violeta brasileña que ha desarrollado unas hojas subterráneas que tienden trampas a los gusanos. Esas hojas atrapan, envuelven y digieren a sus presas.

Entendiendo los sonidos como vibraciones que se desplazan por el aire en forma de ondas sonoras, los suelos resultan un excelente conducto de transmisión, basta con que pegues el oído a la tierra para comprobarlo. La planta, sin orejas, tiene la facultad de escucha desde toda su envergadura, aérea y subterránea. Algunos experimentos científicos han arrojado resultados muy interesantes. En el Piamonte italiano, tras un estudio comparativo en la misma viña, se concluyó que las vides expuestas a música dan una uva más rica en sabor, polifenoles y color. La música sirvió, a su vez, para desorientar a los insectos, generando una drástica disminución del tratamiento antiplagas. Otros experimentos concluyeron que las frecuencias bajas favorecen la germinación de semillas y el crecimiento de las hojas y raíces. Las altas, tienen, por el contrario, un efecto inhibidor.

En materia táctil, las plantas poseen mecanismos como los zarcillos de las trepadoras, que al contacto con otras plantas o superficies les sirven de avance y anclaje en su crecimiento. También los ápices de las raíces, al contacto con obstáculos subterráneos, reevalúan su dirección de crecimiento. Mancuso revela en sus escritos que las plantas poseen hasta 15 sentidos mas allá del olfato, el gusto, la vista, el oído y el tacto, como la capacidad para detectar la gravedad, los campos electromagnéticos y los gradientes químicos del aire y la tierra.

Charles Darwin en su  «hipótesis de la raíz-cerebro» fue el primero en detectar que en los sensibles ápices de las raíces se encuentra el «cerebro» de las plantas. En la raíz se toman permanentes decisiones trascendentes. Hacia dónde buscar nutrientes, cuántas reservas acumular, hacia dónde desarrollarse y qué obstáculos sortear, son parte del día a día en la vida vegetal. Las plantas resuelven problemas de forma permanente y en ese principio está basado el concepto de inteligencia.

Las plantas nos hacen bien

Las plantas absorben dióxido de carbono y liberan oxígeno. A todas luces, son una máquina formidable para luchar contra las emisiones de efecto invernadero que nuestra actividad impone. Cuanto más cerca estén las plantas de los centros contaminantes, mayor capacidad de neutralizar el daño. Sin embargo, en las ciudades –que ocupan un 2,7% de la superficie de la tierra y generan el 75% de emisiones de dióxido de carbono– las zonas verdes son bastante limitadas. En los edificios, la presencia vegetal es anecdótica. ¿Por qué no cubrir nuestras ciudades con plantas?

Hay diversos estudios que avalan el efecto favorable que la presencia de plantas tiene en nuestras vidas. Contribuyen a disminuir el stress, aumentan la capacidad de atención y ayudan a acelerar la curación de enfermedades. Basta con comparar nuestra sensación de bienestar frente una ventana arbolada y frente a una ventana pelada. El cambio emocional es notable.

Del culantrillo y mis preguntas infantiles

Antes de irme os cuento que –tras unos meses de paciencia y esperanza– mi culantrillo se salvó. Nunca supe bien por qué se secó, tal vez Mancuso tenga la respuesta de la que yo carezco. Lo que sí se hoy, tras la lectura de casi mil páginas de información fascinante, es que los árboles, al igual que el resto de las plantas, sí tienen un lenguaje y no solo se comunican, sino que tienen más sentidos que tú y yo juntos. Seguramente, de esta me crezca más arrojo que vergüenza cuando, en el momento más insospechado, aparezca una nueva pregunta con aspecto infantil.

Referencias:

Coutard, V.. (2020). Los árboles y sus secretos. Guía ilustrada para conocer y amar los árboles. Barcelona, España. Blume

Ignotofsky, R. (2018). Los asombrosos trabajos del planeta Tierra. Entender nuestro mundo y sus ecosistemas. Zaragoza España. Edelvives.

Mancuso, S., Petrini, C. (2015). Biodiversos. Barcelona, España. Galaxia Gutenberg

Mancuso, S. (2020). La nación de las plantas. Barcelona, España. Galaxia Gutenberg

Mancuso, S. (2021). La planta del mundo. Barcelona, España. Galaxia Gutenberg

Mancuso, S., Viola, A. (2015). Sensibilidad e inteligencia en el mundo vegetal. Barcelona, España. Galaxia Gutenberg