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Hay días que me siento muy irritable, como por ejemplo hoy. Aquí me estoy pudriendo en vida en este apartamento de mierda. Escribo para desahogarme y solo digo lo que pienso y siento. Busco matar las horas y entretenerme en cosas banales. Prefiero escuchar la radio antes que ver la tele, pero me caliento cuando hablan los políticos. Entonces la apago. Algunas noches alquilo una película de acción o porno. Durante el día, me gusta observar e imaginarme lo que está sucediendo con mis vecinos, especialmente las féminas, a las que miro y deseo desde lejos. Y si las descubro en alguna actitud romántica o sexualmente pecaminosa, mucho mejor. Aunque estas escenas, lamentablemente, no abundan… Más bien las veo cumpliendo con sus fútiles tareas domésticas o estudiando para un examen.
Pero algo hay que escribir. La editora me pide un cuento más para completar mi próximo libro, sin embargo, en estos momentos de abulia, en este mes de febrero caluroso e interminable, me siento vacío, estéril, desmotivado… Miro a mi alrededor y casi hasta dentro de mis entrañas, buscando algún estímulo y no encuentro historias ni anécdotas, ni siquiera un buen drama o algo divertido para relatar. Estoy hueco, sin inspiración… Me acerco a la ventana de mi estudio y observo a las palomas como cortejan sobre el pretil de una azotea. Ellas sí son felices e insaciables… Irritantemente melosas y sin prejuicios para hacer el amor donde les plazca.
Busco afuera, en la calle, algo que me ilumine. Que haga estallar la imaginación, como un golpe de corriente eléctrica aplicado a mi cerebro… O a mis huevos. Pero nada… Mi mente está en blanco. Un viejo jubilado saca a pasear a su perrito, que levanta una pata trasera y deja su marca en un árbol. Pasa una moto haciendo ruido con su escape recortado. Veo a Hugo, el portero de mi edificio, conversar con un colega suyo que se encarga de los apartamentos de enfrente. Hugo luce un sombrero de paja para proteger coquetamente su calva del sol. Mientras Hugo habla y finge que barre, el otro riega un minúsculo jardín. Hugo es muy amanerado pero buen tipo. Todo es normalidad y rutina en el barrio. Y yo aquí en el quinto piso permaneceré solo hasta las siete, cuando regrese mi hermana de la escribanía.
Buscando y rebuscando en vano un motivo que me inspire. Hasta que de repente, como una soberbia aparición, la veo a ella. Allí abajo, como cada día y a esta misma hora, de pie en la esquina. Esperando pacientemente la llegada del ómnibus. Entonces imagino una vez más su insustancial vida de empleada. Ella es joven, con veinte años más o menos, más joven que yo. Le debo llevar diez años… No lo sé. Tampoco importa. No es alta ni espigada. Sin embargo la encuentro atractiva, sexualmente hablando… Tiene un trasero redondo, firme y apetitoso. Pechos pronunciados, tez cetrina y pelo rizado, renegrido. Viste modestamente, lo que me lleva a pensar que debe ser vendedora en alguna tienda o supermercado del barrio. Quizá venda ropa o electrodomésticos. No me importa, lo que me gusta de ella no es su talento para el comercio. Debo ponerle un nombre para personalizar mi interés e intimar en su vida cotidiana. Supongamos que se llama Deborah… o Raquel. Prefiero Deborah, es más ajustado a su entorno social, que busca casi siempre bautizar a sus hijos con nombres extranjeros. Quizá por creerlos más distinguidos y rimbombantes. Pero, por Dios, si por lo menos supieran escribirlos correctamente… Jhonny, Yenifer, Braian, Jhonatan, Maikel… ¡Es como un quiero y no puedo!
Deborah espera el bus acompañada por ese muchacho desgarbado que podría ser el novio. Charlan, él ceba mate y la convida, seguramente conversando de cosas mundanas, del último éxito musical, de algún grupo que toca horrendas y cursilonas cumbias villeras o de un cantante extranjero de ritmos tropicales, que viene de gira al Río de la Plata. Por el aspecto ordinario del pendejo. Aclaro que no siento celos ni envidia. A él lo veo como a un ser inmaduro, un “plancha” desprolijo y poco culto, y ella sin duda necesita alguien con más mundo. A este pobre idiota cualquier día le van a “birlar la reina”. No lo noto con garra como para saber responder a las crecientes exigencias que tendrá Deborah cuando florezca, a medida que conozca a otros hombres, como por ejemplo a su jefe. Yo me la cargaría, porque verso me sobra, pero estoy anclado aquí arriba en este apartamento. Para empezar, las mujeres como ella se mueren por ir en auto. ¡Son minas gomeras y si es un modelo deportivo, mucho mejor! Es un símbolo de éxito delante de la familia, las amigas y el barrio. Este pobre flaco no tiene ni para una moto. O quizá sí y con ella van a los bailes. Pero no es lo mismo… Muy poca categoría.
Imagino que su jefe ya la debe codiciar terriblemente, de forma asquerosa y lasciva. Seguro que hasta le ofrece una mejora salarial, con tal de llevársela a la cama. Si no lo ha hecho ya… De eso no tengo duda. Y ella se dejará desear, alardeando de su belleza juvenil, jugueteando con irresistible coquetería femenina. Aspirando a salir del pozo de mediocridad en que vive, alejándose de ese hogar de la periferia adonde habitan y vegetan con resignada frustración sus padres y quizá hasta algún hermano soltero. Todos hacinados en una pequeña vivienda suburbana. Así ella, pobre inocente, jugará con sus admiradores sin reconocer que es pura carne de cañón. Sí, sin duda el jefe ya la tiene en la mira y ella será una presa fácil.
Bajarse de un auto nuevo en la puerta de la casa, para una muchacha como Deborah, es como llegar al estrellato. Acto seguido, empezará a vestir con buen gusto y a maquillarse mejor. Son las etapas clásicas en el desarrollo de una joven que adquiere un amante pudiente. Pero estimo que debería tomar más precauciones para poder conservar la línea. Muchas tardes la veo comer bizcochos mientras espera en la parada. Por su físico, creo que puede ser propensa a la obesidad. Sería bueno ver cómo es la madre, para tener un panorama más claro de cómo madurará y envejecerá ella. No me gustaría que fuese otra flor tropical… En realidad, prefiero no saberlo. Quisiera que siempre fuese de este modo, apetitosa, burbujeante, firme y sensual como una fruta fresca a punto de ser mordida.
Allí viene el ómnibus. Deborah se acerca al bordillo de la acera y hace señas para que se detenga. Como es una jovencita, apuesto a que lo logra. Si fuese una vieja, no estaría tan seguro… He visto conductores dejar a ancianas en la parada y ni se inmutan, los muy desgraciados. ¡Incluso en días de lluvia!
Es de lo poco bueno que tiene estar postrado todo el día, viendo al mundo a través de una ventana, a la distancia y desde el anonimato. Nadie sabe que espío de soslayo. No soy un amargado, aunque mi hermana a menudo me describa como tal, aconsejándome que sea más sociable y que invite a mis amigos a tomar una copa en casa o que arregle para ir a verlos. Me fastidia que me traten de forma preferencial, con atenciones exageradas y paternalistas. Me irrita, me resulta falso y al final termino discutiendo, excepto con el “Negro” Trigo, porque es el único que me ve como a un ser normal y corriente. Me conoce mejor que nadie, desde los lejanos y felices días del colegio San Juan Bautista. ¡Él sabe que estoy harto de lo políticamente correcto! Y cada vez creo más en lo que dijo ese profesor alemán, Bert Hellinger: «La vida te decepciona para que dejes de vivir con ilusiones y veas la realidad”.
Ahora Deborah y su parejita cursi están subiendo al bus. Él va detrás, lanzando risotadas groseras. Pero a ella no parecen haberle hecho mucha gracia sus ocurrencias y se gira para mirarlo con bronca. Quiero ver cómo se las ingenia para subir, con ese vestidito estrecho. Seguro que al boludo ni se le ocurre asistirla. Estos buses brasileños tienen los escalones muy altos. Si yo pudiera le empujaría el culito con mis manos. Con delicadeza, porque es un trasero perfecto y redondito.
Como odio a la gente feliz. Al nabo que la acompaña o mi hermana y su novio, cuando se manosean en el sillón. ¡Con solo pensar que alguien pueda disfrutar plenamente de Deborah exploto de desesperación! El ancho de sus caderas me lo está revelando. Lindas piernas, bien torneadas. ¡Quién pudiera meterte mano, guachita linda! ¡Cuántas ganas tengo de gozarte! ¡De revolcarnos y acariciarte y besuquearte y lamerte y enseñarte todas mis mañas y tantas cosas ricas que seguro te harían enloquecer! Pero claro, yo aquí arriba prisionero en una silla de ruedas. Y tú, ignorante de todo lo que provocas. Exultante y sensual como una golondrina que viene y va, dejándome enfermo de un deseo que nunca será satisfecho. Inserto en una maldita pelvis maltrecha para siempre, desde aquella nefasta madrugada cuando chocamos en la ruta Interbalnearia, volviendo borrachos de una fiesta loca en La Pedrera.
Así transcurren mis días, cautivo y desarmado, sin importarme un ápice mis éxitos literarios y preguntándome cada mañana: ¿Por qué carajo no habré muerto yo en vez de mi primo Fernando?