Dentro de la larga tradición literaria de madres terribles, “Si las cosas fuesen como son”, la primera novela de Gabriela Escobar, va a ocupar un lugar pesado. Tan contundente e indiscutible como los pasos de una madre voraz que camina de forma sonora y alarmante por una casa que en la que sus habitantes no viven, sino que yacen.
“La Tumbona”, como llama la narradora a su madre, no solamente lleva ese apodo –y el que será su nombre desde el inicio hasta el final- por su cuerpo descrito como un aparato atropellado que aplasta y golpea todo lo que encuentra a su paso mientras va por los pasillos de su reino minúsculo, sino que el llamarla “Tumbona” pone en ella una reminiscencia sonora de tumba, un eco agrisado de mujer lápida, que llama a sus hijos a su hueco desde su existencia insana. Como la tumba, les recuerda a sus hijos que le pertenecen tal si un día los fuera a devorar con apetito de panteón.
Sin embargo no se trata solamente de la crónica extensa de un derrotero materno y familiar. El texto, ambientado en una especie de gótico uruguayo de balneario, es la epopeya discreta de los fracasos y las rupturas. La protagonista llega a la casa de su madre luego de una separación, la mujer/apetito ha decretado que la palabra “padre” es un impronunciable en ese lugar y sobre sus hijos varones, jóvenes y pequeños, echa encima un vampirismo edípico que les impide ir más allá de un terrenito pobre y baldío donde el hermano menor de la protagonista se siente en otro país al jugar allí, alejado, al menos por un momento, de su casa cementerio.
Dentro de las situaciones que la novela enciende en escenas pequeñas, estará el recuerdo de ese padre vuelto “mala palabra”, también los incontables accidentes paquidérmicos de “La Tumbona”, la presencia de un joven extraño que enciende el ánimo de uno de los hermanos de la protagonista generando la desconfianza de esta madre que necesita que todo allí esté apagado. Además, aparecerá la amabilidad casi en limosna de algunas vecinas, el acercamiento desde el deseo de la protagonista a una de ellas y los niños de la cuadra que parecen ser los únicos personajes que entienden algo de esa agobiante y, por momentos, espeluznante vida adulta.
El lugar del exilio será un páramo terrorífico bajo el sol, porque ya sabemos que la oscuridad puede ser mucho más amable que lo que ofrece el pleno día. Entonces no faltarán los abandonos, la insistencia de un grupo de bañistas heterosexuales que quieren coquetear con la narradora y luego, nada más que el canto de vidrio del agua, como si todo estuviera permanentemente a punto de naufragar.
Narrada con sencillez y al mismo tiempo repleta de poesía, Gabriela Escobar ha logrado un texto que, como varios de sus colegas de la misma generación, hacen que aquellas situaciones que a nuestros padres les parecieron cotidianas, muestren el horror que hay detrás de esos garabatos de normalidad que un día se nos propusieron. Los personajes de “Si las cosas fuesen como son” no solamente se enfrentan a su desquiciada madre, también lidian con el asedio propio de la manera que pueden y las batallas ganadas casi siempre son pocas. Se trata de una tiernísima estética de la melancolía.
SI LAS COSAS FUESEN COMO SON, Gabriela Escobar. Criatura Editora, Montevideo. 2022, 88 págs.