“El primer deber de la democracia es la memoria”
Pierre Vidal Naquet.
Reconozco que no me gusta olvidar. Me desespero mucho cuando no recuerdo dónde he dejado las gafas y recorro la casa como loca buscándolas. O cuando llego tarde a una cita porque olvidé que había quedado ese día. Ni hablar de los títulos y autores de los libros que he leído, me siento torpe porque no consigo recordarlos, a pesar de que podría contar las historias de sus contenidos. Y aún más, cuando en una reunión familiar o entre amigas, se comentan momentos vividos en la niñez o adolescencia y descubro una laguna inmensa en mi memoria. Entonces paso días preguntándome por qué olvido parcelas de mi vida que he habitado intensamente y, en cambio, recuerdo insignificancias, como el color de los pendientes que llevaba la cajera del supermercado.
Los expertos dicen que olvidar no es malo, sino necesario y beneficioso. Olvidar hace sitio a lo nuevo. Nos ayuda a priorizar lo importante de nuestras vidas y experiencias. Y nos ayuda a superar situaciones complicadas de nuestro pasado. Sería muy difícil recuperar un recuerdo, si nuestra memoria retuviera cada uno de los momentos vividos a lo largo de los años de nuestra existencia. La información nueva que almacenamos, se sobrescribe en acontecimientos anteriores. Es lo que conocemos como “olvido selectivo de manera continuada”, como pasa, por ejemplo, con las contraseñas que ya son viejas o están caducadas.
El olvido tiene mucho que ver con la memoria. El cerebro solo puede registrar adecuadamente los recuerdos si también es capaz de gestionar el olvido; es un proceso dinámico. Las teorías vigentes y más aceptadas sobre cómo olvidamos consideran que el olvido no es una pérdida de información, sino un acceso menos factible a esos recuerdos. Carlos Vara, biólogo y doctor en Humanidades, lo describe como un “menor acceso a ciertos patrones de actividad porque el mundo cambia y primamos ciertas actividades frente a otras”. Por lo tanto, por una cuestión práctica, “las otras hay que ponerlas en lugares menos accesibles porque si no generan ruido y, lejos de ser algo beneficioso, recordar demasiado acaba siendo un problema”.
En El Torno, un pequeño pueblo situado al norte de Extremadura, no temen al ruido de los recuerdos. Es conocido como el Mirador del Valle del Jerte. Desde allí se puede contemplar el paso del río Jerte que atraviesa el valle y las poblaciones de Valdeastillas y Casas del Castañar. Las vistas son impresionantes. La belleza de este valle único y singular, con sus cerezos, castaños y robles, cascadas y piscinas naturales, queda grabada en la memoria a largo plazo.
Y es que la memoria tiene un especial tratamiento en esta localidad. En su Mirador del Silencio se instaló el monumento Mirador de la Memoria. Una obra que la Asociación Comarcal de Jóvenes del Valle del Jerte encargó al escultor toledano Francisco Cedenilla Carrasco. Cuatro figuras humanas a tamaño natural se alzan para contemplar el valle y la Sierra de Tormantos. La obra está dedicada a la memoria de las víctimas de la Guerra Civil española y posterior dictadura. Se tardó tres años en terminar (diciembre de 2008) y pocas horas después de su inauguración (24 de enero de 2009), las figuras fueron víctimas del odio y el rencor a lo que representan, los asesinados en la guerra y la dictadura, recibiendo disparos de arma de caza. El autor no quiso que se reparara la obra para dejar constancia de que en la memoria de otros permanece el peor de los odios posibles.
Y en lo más alto del municipio, en el paraje de Las Vaquerizas, un castaño llamado “Castaño de la libertad”, fue plantado en la memoria de la escritora Dulce Chacón (Zafra, 3 de junio de 1954 – Madrid, 3 de diciembre de 2003) y donde reposan parte de sus cenizas. En las obras de la autora, la identidad individual y colectiva pende de la memoria, que se encarna en los personajes y condiciona sus destinos. El rescate de la memoria de las mujeres durante la Guerra Civil y la posguerra marcó parte de su producción literaria. Y viajó hasta El Torno en busca de esos recuerdos ocultos, de difícil acceso, pero que algunos mantuvieron vivos en su memoria.
Escuchar los ruidos de la memoria que injustamente fueron callados y sacarlos a la luz, es un ejercicio tan beneficioso como olvidar el odio engendrado por las diferencias de pensamiento, ideas y religiones.