Alberto Fernández recuperó el tema para pegarle a Larreta y no responderle a Cristina. El modo de hablar sigue logrando la trascendencia que no tiene, ante la impotencia sobre los temas urgentes.
El Presidente de la Nación retomó una discusión bizantina de hace diez días. Y lo hizo mientras anunciaba que dentro de un año -¡un año!- se va a hacer un foro sobre Derechos Humanos en Buenos Aires. Nada urgente, mientras nos comen las urgencias. Dijo Alberto Fernández en el CCK:
«El lenguaje inclusivo hace a la vigencia de los derechos humanos, al respeto al otro, al respeto por la dignidad del otro, hace respetar la condición de género del otro y hace respetarnos en la diversidad y en la diferencia. No es un problema de idioma, es para que todos se sientan interpelados…. Que todes se sientan interpelades». En la misma linea, pero con mayor énfasis, se despachó el gobernador Axel Kicillof. “No nos van a explicar desde España cómo tenemos que hablar”, dijo.
Lo hicieron casi dos semanas después de que Horacio Rodríguez Larreta y Soledad Acuña decidieran prohibir el uso de dicho argot en las escuelas, tiro académico-proselitista que al Jefe de Gobierno porteño terminó saliéndole por la culata. Es que logró menos apoyos que rechazos, entre los que descolló el de su rival en Juntos por el Cambio para 2023, el neurólogo Facundo Manes, quien, encima, sumó durísimas críticas por la baja del presupuesto educativo en la CABA.
Resulta contradictorio y hasta paradojal que quienes profesan la libertad, lo hagan prohibiendo. Prohibir modismos del habla popular ha sido, en la historia, tan inútil como puede ser imponerlos. “Hace respetar”, destaca el Presidente, rodeado de funcionarios que lo han vuelto obligatorio en sus áreas de gestión. En términos educativos, obligar y prohibir pueden generar lo contrario que pregonan. Es decir: discriminación y enfrentamiento. Ambas posturas parecieran ser parte del mismo autoritarismo irresuelto en estas cuatro décadas de democracia.
No existe ámbito más esencialmente adecuado a las diversidades y los consensos que la Educación, que, bien entendida, es ella misma el resultado de acuerdos para encarar plazos extensos. Cada día más, las sociedades humanas funcionan como síntesis de minorías. Los verticalismos de masas se derritieron con el Siglo XX. Gran parte de su suerte tuvo que ver con obligatoriedades absurdas y toscos prohibicionismos.
Está probado que, a lo largo del tiempo, cada minoría geográfica, cultural, profesional, sexual o de cualquier otra clase ha desarrollado sus propios dialectos, argots, jergas, modismos, microléxicos y demás. Hasta la Real Academia Española pasó de ser un indicador monárquico sobre cómo se debe hablar a una administración cada década más democrática de lo que cada colectividad hispanoparlante va sumando a sus modos de expresión, producto de los avances tecnológicos, las nuevas plataformas de conversación, los cambios generacionales, las luchas por derechos sectoriales, las modas y otros fenómenos que modifican y/o reciclan la comunicación humana.
Hace cien años, aquí mismo, el lunfardo fue un lenguaje de minorías surgido de una marginalidad que amasaba conductas delincuenciales, pendencieras y prostibularias. El tango, acaso máxima expresión musical de la argentinidad, nació en aquellos suburbios conceptuales y sufrió décadas de desprecio en las clases acomodadas que, luego, de tanto ir y venir, lo transversalizaron hasta universalizarlo. Hoy, un “atorrante” es alguien querible.
El “lenguaje inclusivo” de nuestros días proviene de otro tipo de extramuros, más bien ligados a reivindicaciones de sexo/género que hicieron carne en franjas instruidas y politizadas de las clases medias. Lo que se está discutiendo, tal vez, no sea la lengua, sino, una vez más, quién tiene el poder. O en buen lunfardo: la manija.
A un sector de «la academia» le molesta el llamado lenguaje inclusivo porque «es político». Sin embargo, en vez de promover un debate académico, avala su prohibición, lo cual es una actitud también ante todo política, pero de signo inverso. Detrás de los “purismos” suelen atrincherarse conceptos de propiedad sobre cosas que no son de nadie.
El tradicional miedo conservador a que la libertad desemboque en “libertinaje” ha tenido casi siempre poco que ver con la realidad. Se trata de una profecía tan recurrente como incumplida. Los «excesos de libertad», si es que existe semejante colmo, habrán sido, a lo sumo, excepcionales.
Pensar que el lenguaje inclusivo es lo que hace naufragar nuestro sistema educativo, embruteciendo a nuevas generaciones incapaces de entender textos semi-complejos, vendría a ser tan ridículo como que la Academia Nacional de Historia decidiera culpar al lunfardo por la Década Infame.
Yo, tú, él…
Digamos que lo oficial tampoco es, necesariamente, lo sensato. En lo que va de mis bisabuelos a mis hijos, todos aprendimos a conjugar los verbos con el Tú y el Vosotros como segundas personas del singular y el plural. Pese a tamaña imposición inoxidable, nadie habla así, ni los que enseñan ni los enseñados. Por lo visto, habremos consensuado, sin hablarlo siquiera, que algún mohín europeísta monárquico deberíamos mantener, por las dudas de que un día nos vuelva a ir bien.
A nadie se le ocurrió imponer el «vos», tampoco prohibirlo. Sólo transcurrió más allá de las normas, para espanto de nadie ni auto reivindicada vulgaridad. En vez de discutir si vale un “vosotres” entre vosotros y vosotras, por qué no adoptar desde ya un más económico “ustedes”.
Por otro lado, los promotores de alguna obligatoriedad para el lenguaje inclusivo sostienen que otorgar derechos lowcost ha sido más beneficioso que negarlos. Que la institución familiar no se disolvió por la vigencia de la Ley de Divorcio. Que no hay colas en los hospitales para hacerse abortos ni se amontonan personas frente a los registros civiles para cambiar el género mujer/varón por una X en el DNI. El problema es que dichos beneficios –innegables para el libre ejercicio de una vida integral- nada tienen que ver con la manera de hablar, que es una construcción interminable, cotidiana, social, histórica, es decir, altamente modificable.
Quizás, las autoridades –más que nada las educativas- deberían quitar estas temáticas del foco coyuntural, al menos para evitar prejuicios. Ni hablemos de la utilización electoral de estas grietitas de morondanga. Si tuvimos un sistema escolar modelo y seguimos teniendo universidades públicas con prestigio internacional, es porque alguna vez se pensó en un régimen concebido hacia el futuro por estadistas que pretendían fundar un país más que ganar las próximas elecciones. Es el ejemplo de Sarmiento y Avellaneda, ex presidentes ambos, aceptando comandar la educación básica y la superior durante el mandato de otro mandatario, Roca. Hoy, cuando nuestra imaginación es más tendiente a considerar lógico que un expresidente acabe recorriendo juzgados, ¿alguno de ellos se dispondría de buen talante a desempeñar “tareas menores” como aquellas?
Obligar a lo que no se sabe si será aceptado es tan arbitrario como prohibir aquello que, de todos modos, seguirá su curso natural. El enojo constante, la negación del otro como matriz de pensamiento, en fin, el reino de las antinomias mata cualquier perspectiva, lo congela todo en el instante de la conveniencia propia y, sobre todo, embrutece.
Vivimos la cuarta ola de una revolución espectacular del conocimiento. Detenernos en la peleíta proselitista del día implica una imperdonable pérdida de tiempo, neuronas y musculatura en pos de discusiones vaciadas de futuro.
Edi Zunino es periodista argentino. Trabajó durante años para el Grupo Perfil. Ahora está en el Grupo América. Delicatessen.uy publica esta nota con expresa autorización del autor. Originalmente publicada aquí