La torcida historia de la Muralla de Montevideo | Marcelo Marchese

De las intervenciones armadas en el Montevideo del siglo XIX, la única seria fue la invasión inglesa que, por primera y única vez, penetró la muralla donde hoy es la calle Brecha. La entrada de los portugueses en el 16 fue un paseo triunfal (los montevideanos estaban hartos de Artigas) y en cuanto a La Guerra Grande, a Montevideo no le significó mucho, pues sitiados y sitiadores hacían picnis del lado de afuera (las familias querían reencontrarse) y pasaban años sin escucharse disparos que rompieran la calma chicha, ya que los italianos, franceses y otros que conformaban el ejército de «La Defensa» (filantrópicamente habían liberado a los negros, pero obligándolos a entrar a la milicia) disfrutaban una gran jarana desde que el sitio no era sitio, ya que el puerto estaba en poder de los extranjeros que desembarcaban la comida, y en especial, la bebida que requerían los nobles defensores.

La fácil brecha en la muralla se explica por lo siguiente. Cuando Montevideo resultó ser apetecible, la corona española envió a especialistas en murallas para que decidieran dónde se ubicaría, y estos especialistas comprobaron que el lugar adecuado, no otro, era a la altura de lo que hoy es la calle Julio Herrera y Obes, pero la burocracia de la época (ya había ñoquis) no pudo encarar el asunto, perfecta ocasión para que se dijeran que ya habría tiempo para amurallar la ciudad. Pasó el tiempo y los temores a una invasión retornaron, por lo que decidieron emprender la construcción de la muralla, pero no era fácil conseguir piedras, que si no recuerdo mal, debían buscarse allende el río, así que se abandonó alegremente el plan de construirla donde los estudiosos habían establecido, adoptando un plan más realista: construirla donde se podía aunque no sirviera para nada, por lo que, en la lotería histórica, ganó el cartón que determinaba construirla en la calle Juncal. En el lado oeste de la Plaza Independencia, iría la ciudadela, la parte más inexpugnable o fortaleza, en forma de estrella.

Habida cuenta que las calles 18 de Julio y Sarandí son la continuación y final de una cuchilla que muere en la escollera (en la escollera termina, geográficamente, Brasil) era muy razonable construir la muralla cruzando 18 por Julio Herrera, por ser el lugar más alto disponible y porque en Julio Herrera comienza una bajada pronunciada, pero como se dijo, las piedras no alcanzaban y hacer una muralla no es moco de pavo.

Construyose, entonces, con los indios misioneros, pues más mano de obra no había, en un lugar inadecuadísimo, rogando a Dios y a todos los santos del cielo que nadie pretendiera invadir la ciudad, y terminado el lienzo de la muralla, la gruesa hilera de piedras unidas con argamasa, se comenzó a apuntalarla con un talud de tierra por el lado del puerto, lo que la hacía más firme, pero quiso el Destino que cuando los ingleses, inquietos como una hiena, llegaran con aviesas intenciones, de nada sirviera tener un talud en medio lienzo ya que el otro medio no tenía respaldo, cosa que supieron los ingleses apenas enviaron un espía a inspeccionar ese dechado penoso de arquitectura militar.

Los ingleses estaban bien enterados que si bien la geografía, y la inteligencia, no habían ayudado a la ciudad para hacer una obra respetable, al menos le había brindado un cerro que estaba allí desde mucho antes que nacieran las palabras Inglaterra y España, y si se colocaba una buena artillería en ese cerro que justo protegía a la Bahía, es decir, al puerto, cualquiera que intentara desembarcar en las proximidades de la ciudad sería enviado a la ultratumba ipso facto.

Desembarcaron los ingleses en el Buceo y avanzaron hasta situarse en un lugar donde no fueran molestados por la artillería, pero desde donde pudieran atacar el lienzo de la ciudad que no tuviera un talud de tierra de respaldo, que era la zona que va de Sarandí al sur pasando por el lado este de Aebu.

Según me contó un cura español, abierta la brecha, se concentró allí la batalla, con buenas dosis de aceite por parte de España, es decir, nosotros, y buen empeño por el lado inglés que a la postre ingresó y se enseñoreó del lugar, ya que Montevideo la coqueta fue, primero, portuguesa, luego, española, más tarde, argentina, luego, portuguesa de nuevo, luego, brasilera, luego argentina de nuevo y por último, por decisión inglesa y brasilera, uruguaya.

Los nuevos gobernantes decidieron (penosa medida progresista que restaría cuantiosos ingresos turísticos) comenzar a arrasar la muralla y la ciudadela, medida que llevó un buen siglo (una célebre canción habla del “negro murallón” que aún quedaba en el siglo XX) Los cachos de la muralla fueron a heder a la escollera.

El progreso, como se ve, no precisaba de murallas, horribles restos de un pasado bárbaro, pero precisaba trazar un damero para La Ciudad Nueva, que no era otra cosa que lo que llamamos El Centro. Se trazó como eje el lomo de la cuchilla, 18 de Julio, y en función de él, el damero de calles, pero, lamentablemente, eso impedía seguir el razonable damero a medio rumbo establecido en la Ciudad Vieja, que permite asolear las calles de forma más democrática. Un damero a rumbo entero sigue los cuatro puntos cardinales, y uno a medio rumbo gira ese eje cuarenta y cinco grados.

En la Ciudad Vieja hay un espacio mágico, la Plaza Zabala, que rompe este equilibrio pues sus lados corresponden a los puntos cardinales, y esa irregularidad determina su belleza, pues lo que se encuentra fuera de la norma siempre es más lindo, y para dar un cierre a este texto fuera de la norma, diremos que ocurre con la muralla lo mismo que ocurre con los pensamientos perseguidos en el pasado: de tarde en tarde, en sótanos, bajo los revoques y en terrenos baldíos, asoma la verdad.