Las películas que no me gustan (y las que sí) | Priscila Guinovart

Nada le gana a una buena historia. Desde Gilgamesh al Bhagavad Gita, de la esencial Ilíada a Píramo y Tisbe, del Quijote a Crimen y castigo, las buenas historias nos han congregado, nos justifican ante nuestras decisiones (pobres o atinadas), nos extienden a otras sensibilidades y nos devuelven a la nuestra. Cuando una buena historia es acompañada de una cinematografía estudiada, de una dirección visionaria y del ritmo apropiado, un arte impertinente y multifacético cobra vida.

No es posible, lamentablemente, compartir los ingredientes de una buena historia y esperar que simplemente funcione, como si fuera una bolognesa. Hay un elemento, no obstante, común a todas las buenas historias: una persona (o personaje) es llevada a un límite. Es más fácil dicho que hecho, por supuesto. A veces (pero menos a menudo de lo que uno podría suponer) la persona o personaje es sustituido por una emoción, también arrastrada a su apogeo. Un ejemplo básico de esto es, en literatura, Moby Dick, y en cine, Jaws (es la misma historia: la historia de una obsesión).

Hay personas que huyen de determinadas historias. Conozco gente que, a modo de ejemplo, no mira películas de Tarantino porque las juzgan “violentas” (esas personas, aclaro, no son mis amigos) o que boicotean “películas de gángsters” porque entienden que “ensalzan a los villanos”. Estas personas probablemente sean las mismas que consideran que Hitler era un monstruo. Ni Hitler, ni los gángsters, ni los propietarios de esclavos eran monstruos: son seres humanos, y por eso su existencia (real o cinematográfica) nos hace un nudo en el pecho, porque tenemos miedo de ver nuestra humanidad en la suya. Tenemos miedo de parecernos a ellos, de ver un rastro de bondad en estas aparentes máquinas de odio y destrucción con las que no quisiéramos tener nada en común.

Pero, como pueden predecir por el título de este texto, hay películas de las que yo misma intento alejarme, que no me seducen, con las que no logro, a pesar de arduos y repetidos esfuerzos, conectarme. Y aquí, sin ánimos de complacer ni de polemizar sobre el sexo de los ángeles, me entregaré a la espinosa tarea de explicar por qué.

Voy a comenzar, injustamente, por el blanco fácil (no me juzguen por la falta de originalidad, la verdadera controversia —en la cual me extenderé— llega en unos párrafos): no me gustan las películas de superhéroes y, al igual que esos 163 centímetros de talento y pura leyenda que se llaman Martin Scorsese, ni siquiera las considero cine. Esto no significa que no sean arte o que no haya talentosísimos artistas involucrados en su elaboración, sino que no son cine, que es algo diferente. A ver, ¿pondrías a Banksy al lado de Botticelli o Hiroshige? No, ¿verdad? No tengo nada personal contra Banksy (bueno, honestamente, su “crítica social” me parece barata, insípida y superficial), me consta que el británico es un artista. Sin embargo, si alguien osara elevar un graffiti a la altura de Johannes Vermeer, todos nos escandalizaríamos. Y no sin razón.

Acercándonos al universo de los superpoderes, lo mismo puede afirmarse de un cómic: es arte, pero no es literatura. En mi biblioteca, no pondría a Stan Lee entre Faulkner y Steinbeck, y dudo que vos lo harías. 

Las películas de superhéroes (que, admitámoslo, desde un punto de vista narrativo, son siempre la misma) son arte, son entretenimiento (uno muy válido, por cierto, como… ¿qué sé yo? Saltar la cuerda) pero no son cine. Y solamente por eso, no desperdicio mi tiempo, es decir, mi posesión más valiosa, en ellas. 

Hay una segunda categoría de películas que no me gustan, y esta es, de hecho, mucho más polémica. Yo las llamo “tearjerker movies” (películas cuyo único propósito es ahogar al espectador en un cocktail de emociones potencialmente nocivas —y no, no me refiero a PIXAR—) y tienen, sin excepciones, tres características: magnífica actuación, impecable cinematografía y una exaltación absurda y casi inhumana de la melancolía.

Mi problema con estas películas (que definitivamente son arte; que definitivamente son cine) es fundamentalmente moral: la romantización de la tristeza pasa, hoy en día, no solo como profundidad, sino (y esto me resulta imperdonable) como intelectualismo.

No haber sido capaces de mantener una relación a flote no nos hace ni particularmente agudos ni especialmente inteligentes. Es más, podría argumentarse que, si diez años después de una separación, seguís llorando por los rincones porque te divorciaste, estás en lado débil del abanico intelectual. Un mal divorcio es un evento, no necesariamente una película (no toda experiencia triste es una buena historia).

Esto no significa (y espero que sea evidente) que una película deba carecer de sensibilidad: hay una razón por la cual las mejores películas de la historia son dramas. La trampa, la tentación (en particular, de todo réalisateur joven) es la glorificación de la depresión y la manipulación insustancial, no de los sentimientos, sino del sentimentalismo.

Pero no me crean a mí. El gran Yasujiro Ozu (que, les aseguro, sabía más de cine que yo) dijo una vez “es fácil mostrar drama en una película, pero es solo explicación. Un director puede mostrar lo que realmente quiere sin una apelación a las emociones”. Porque Ozu entendió esto, Tokyo Story es más conmovedora y universal que, digamos, Manchester by the sea.

La generación hipersensible que privilegia su carga emocional sobre su raciocinio o capacidad crítica no se beneficia idealizando a gente deprimida que se ve cool en la gran pantalla. La depresión, al igual que la ansiedad, es una patología que, una vez diagnosticada, debe ser combatida mediante terapia y en muchas ocasiones, con medicación. El baño de belleza que Hollywood pretende darle a una enfermedad que demasiado a menudo termina con la vida de tantas personas es, para mí, más que inaceptable, cruel.

Este texto tampoco sugiere que una película deba ser banal. Una buena película siempre transmitirá emociones, muchas de ellas difíciles de digerir. En lo personal, la película que más me hace llorar, creo, es Cinema Paradiso (Nuovo Cinema Paradiso, Giuseppe Tornatore, 1989). Cuando Salvatore vuelve, a pesar de su promesa, a Giancaldo, para el funeral de Alfredo, lo único que puedo hacer es llorar. No es que derrame lágrimas, no: lloro hasta que me cuesta administrar el aire en mis pulmones. Salvatore se detiene, mira al cine que tanto le dio, y continúa. Porque así es la vida: gente imprescindible se nos va pero nosotros seguimos adelante. La simpleza y universalidad de Nuovo Cinema Paradiso es lo que la hacen magistral.

Mucho menos quiero insinuar que los directores que se ven cautivados por hacer este tipo de películas no tengan un talento del tamaño de la Catedral de San Pedro. Uno de mis directores contemporáneos favoritos (cuyo nombre no haré público para protegerlo de la brutalidad de mis apreciaciones) no ha dirigido una, sino dos tearjerker movies: una un flop, otra aclamada por la crítica. No pude conectarme con ninguna de ellas, aunque vi cierto potencial en el flop. Tanto trató, en ambas obras, este a veces jovial caballero de hacerme sentir algo, que no fui capaz de sentir nada. Para colmo de males, en ambos casos, la presencia de una banda sonora tiránica, que prácticamente en cada escena indicaba al espectador cómo reaccionar (“ahora debes sentirte alegre; ahora, entusiasmado; ahora, decepcionado; ahora, triste”) fulminó a sangre fría todo vestigio de empatía. 

El silencio, y esto es algo que los cineastas americanos no han absorbido del todo, es perfectamente coherente con la sensibilidad cinematográfica, y no debilita, sino que frecuentemente refuerza un mensaje.

No puedo partir sin, nuevamente, afirmar lo irrebatible: hay películas que no me gustan, que no están en ninguna de estas dos categorías. Sin embargo, como soy una optimista empedernida (es, a lo Pascal, la mejor de las apuestas) terminaré este texto compartiendo mi Top 25 de películas favoritas, porque prefiero hablar de lo sí me gusta. Este ránking no fue hecho a la ligera y me llevó semanas de volver a mirar películas que no había visto en 10, 15 años.  Si fuese un Top 50, habría más Kubrick, más Scorsese, más Tarantino, más Spielberg; y estarían Blake Edwards, Orson Welles, Sergio Leone, Akira Kurosawa, los hermanos Coen, P.T. Anderson, David Fincher, Billy Wilder… en fin, es apenas un Top 25.

25. Blow-up (Michelangelo Antonioni)

24. Zulu (Cyril R. Endfield)

23. Lolita (Stanley Kubrick)

22. Indiana Jones: Raiders of the Lost Ark (Steven Spielberg)

21. The Royal Tenenbaums (Wes Anderson)

20. Scarface (Brian De Palma)

19. The Italian Job (Peter Collinson)

18. Otto e mezzo (Federico Fellini)

17. Dr. Strangelove (Stanley Kubrick)

16. Taxi Driver (Martin Scorsese)

15. Psycho (Alfred Hitchcock)

14. The Usual Suspects (Bryan Singer)

13. The Godfather II (Francis Ford Coppola)

12. After hours (Martin Scorsese)

11. Manhattan (Woody Allen)

10. Train de vie (Radu Mihăileanu)

9. Dog Day Afternoon (Sidney Lumet) 

8. Being John Malkovich (Spike Jonze)

7. Nuovo Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore)    

6.  Inglourious Basterds (Quentin Tarantino)

5. La Grande Bellezza (Paolo Sorrentino)

4. Tokyo Story (Yasujiro Ozu)

3. The Wolf of Wall Street (Martin Scorsese)

2. Les 400 coups (François Truffaut)

1. Rififi chez les hommes (Jules Dassin)