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Golpean la puerta. Mariela mira a Esteban. Dudan si abrir o no.
Vuelven a golpear.
—Dale Esteban, abrí la puerta.
—No Mariela, no sabemos si es él.
—Y preguntale.
—Pero puede ser la policía —susurra Esteban. Abre sus ojos grandes, dándole suspenso a sus palabras.
Mariela respira hondo.
—No te psicopatees tampoco, seguro no es la policía.
Él duda. Se incorpora del sillón. Descalzo camina hasta la puerta. Apoya la oreja en la madera.
—Dale abrime —dice una voz del otro lado.
Esteban abre la puerta. Mauricio entra. Bajito y flaco como escarbadiente, de negro como siempre. El pelo ya canoso y desarreglado. Apesta a cigarro y vino berreta.
—Acá está lo de ustedes —dice dándoles un paquete envuelto en papel de embalaje y nylon.
Mariela pasa sus dedos regordetes y tantea el contenido. No confía demasiado en Mauricio.
—Es todo lo que pidieron —dice Mauricio leyéndole la mirada. Prende un cigarro y se deja caer en uno de los sillones vencidos de la sala. Cruza sus piernas.
Ella con su remera gastada y el viejo jogging, lleva el pelo ya sucio en una colita para atrás. La cara sin maquillaje hace años.
Esteban se sienta a su lado. Su jean de siempre, sucio de meses, y la camisa ardida de salir. De cuando salían.
Esteban abre el nylon.
—¡Esperá! —dice imperativa Mariela. Se levanta y cierra las cortinas de la ventana, no sin antes revisar los otros apartamentos del pozo de aire en busca de mirones.
—Ahora sí, dale —dice ella y se sienta a su lado.
Esteban saca el nylon y con cuidado abre el paquete. Los dos quedan mirando el contenido.
—¿Cómo conseguiste? —dice Esteban, mirando a Mauricio.
—No fue fácil, el mercado negro está cada vez más difícil. Y además ya no se consigue. Desde que la prohibieron es casi imposible.
—Sabíamos que estaba cada vez más complicado —dice Esteban.
—Y la policía está controlando el mercado negro —sigue Mauricio—. Y están en la joda. Ya no se puede confiar en nadie.
—Eso es lo que yo le digo a Esteban —dice Mariela.
—Es así, todos pueden denunciarte —dice Mauricio.
Los tres quedan en silencio. El monoambiente derruido y oscuro con el único sonido de la vieja heladera de hierro.
—Yo me tengo que ir. Tengo varias entregas hoy —dice Mauricio y se incorpora.
—¿Cuánto te debo? —dice Esteban.
—No se preocupen, sé que la necesitan mucho. Otro día me pagan. Cuando puedan.
—Esperá, esperá que te damos algo —dice Mariela, y se saca las caravanas de acero quirúrgico para dárselas.
—Bárbaro, éstas me sirven para el próximo trueque —dice Mauricio y camina a la puerta.
Esteban lo despide, no sin antes mirar de reojo el largo corredor.
Cierra con dos llaves. Mariela calienta agua en la caldera vieja. Llena el termo.
Esteban y Mariela emocionados toman el paquete. Adentro la yerba mate para una cebadura. Sonríen y arman el mate. Lo hinchan con agua fría primero y tibia después.
Ese día iban a tomar de la buena.