Canarias es un misterio indescifrable, mundo sacral de rocas volcánicas, de nieblas y de lugares donde algo extraordinario y numérico sigue dando cuenta de un pasado que ya nadie podrá revivir. Los elementos mágicos del mundo isleño -volcanes, roques testigos, cavernas y algunas especies vegetales como el drago- se convierten en proyecciones divinas y, a través de ellas, se le rinde culto y se le manifiesta el amor y el temor, el respeto y la obediencia del creyente hacia su poder y su obra.
Durante sus viajes, Juan G. Atienza (1930 – 2011), escritor, guionista, director de cine y documentalista español, acumuló material sobre hechos malditos y leyendas populares filmando lugares apartados y costumbres ancestrales y recogiendo mitos y leyendas. Investigador de temas relacionados con la España Mágica, sus trabajos incluyen una serie de guías de España poco convencionales que descubren una España oculta a la mayoría de los españoles y múltiples huellas de una historia que la cultura oficial ignora sistemáticamente. Una de ellas es la Guía de los pueblos malditos españoles (1985):
¿Qué y quiénes son los pueblos malditos? Pueblos malditos, etnias marginadas, colectivos humanos tradicionalmente apartados de la comunidad, despreciados, temidos a menudo y perseguidos siempre, sin derechos reconocidos, los ha habido siempre y en todas partes.
Tenemos chuetas, gitanos y quinquis, y tuvimos moriscos, que forman, en su conjunto, las bases de un motivo no menos real que despreciable de discriminación histórica, con fechas, lugares, nombres y apellidos. Pero, junto a ellos, están “nuestros” pueblos malditos particulares o apenas compartidos, de los que tenemos que escarbar en la tradición o en el inconsciente colectivo para apuntar -que ni siquiera asegurar- las razones primeras de su marginación: maragatos, pasiegos, vaqueiros, agotes, jurdanos o soliños.
Estoy seguro de que, para más de uno, resultará extraña y hasta absurda tal vez la inclusión de los habitantes prehispánicos de las Islas Canarias en una Guía que pretende ceñirse a los pueblos malditos. Querría aclarar, en este sentido, que no es sólo pueblo maldito aquel que la gente y la historia denominan así, sino también -y a menudo más- aquel otro que viene a ser exaltado y hasta glorificado y añorado después de haber sido borrado del mapa o tan transformado que ya nadie será capaz de reconocerlo, porque le han hecho perder definitivamente unas señas de identidad que nada tienen que ver con quienes posteriormente las reclaman. Los guanches no son ya más que un montón de cráneos y de momias en los museos de las dos capitales canarias.
El camino guanche de La Palma es único, total e irreversible. Comienza, como es lógico, en Santa Cruz de la Palma, emprendiendo la ruta hacia el norte, por la carretera que va bordeando platanales y tomateras hasta poco más allá de Los Sauces y Espíndola. A la altura de Barlovento o de Gallegos la carretera se convierte en camino rural y comienza a avanzar hacia el Oeste entre vueltas y revueltas en las que siempre se tiene el mar allá abajo y un bosque de matojos allá arriba.
La Caldera de Taburiente, por cuya sagrada defensa parece que se originó la matanza en barranco de las Angustias, donde se cuenta que estuvieron combatiendo hasta la muerte españoles y guanches, es un cono impresionante, el cráter de uno de los volcanes probablemente más grandes de la tierra. Toda la ladera y el fondo están cubiertos de pinos, que crecieron entre una masa de lava tremendamente fértil que ha convertido aquello en un inmenso y grandioso parque natural. Nueve kilómetros de circunferencia. Se dice pronto. Se entiende menos. Pero sí se asume la realidad de que los guanches sintieran la protección sagrada en su inexpugnable interior.
Con Tenerife, La Palma fue, seguramente, la isla canaria que ofreció mayor resistencia de los guanches hacia sus conquistadores. Recorriéndola, me he preguntado si acaso no habría en esa resistencia una razón más allá de esas palabras tan sonoras como el honor, la Patria y cosas por el estilo. Se me ocurre pensar que se ama fundamentalmente aquello que el ser humano siente que le sirve de protección, de seguridad material o espiritual. Se ama lo que se considera sagrado.
A los guanches palmeños los conocieron los españoles como “los espartanos de las Canarias”, por su amor a la libertad y su capacidad de sacrificio. De aquí surgió la historia del mencey Aganeye, cuyo nombre le vino de haber perdido un brazo en sus luchas contra los invasores. Y por allí, por aquel barranco, está la ermita de las Angustias, en cuya fiesta el pueblo revive todavía costumbres ancestrales de los guanches, haciendo ofrendas de animales y frutos a la imagen que la preside.