Hay diferentes formas de entrar en contacto con los libros y, en ocasiones, esos caminos se cruzan. No es extraño que alguien que ha decidido consagrar su vida a la literatura como escritor pague sus facturas con otros trabajos más prosaicos como el de librero. Fue el caso de Eric Arthur Blair, más conocido como George Orwell, y una placa en la esquina de Pond Street y South End Green, en Londres, lo recuerda: «George Orwell, escritor 1903-1950, vivió y trabajó en una librería de este sitio, 1934-1935». Pero contrariamente a lo que podría pensarse, el autor de 1984 no solo no disfrutó en el oficio de vender libros sino que llegó a detestarlo.
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Orwell trabajó en Booklover´s Corner, una librería de segunda mano, al comienzo de su carrera como escritor. Lo hizo a cambio de comida y alojamiento en uno de los tres apartamentos ubicados encima de la librería, entre octubre de 1934 y marzo de 1935. Nellie Limouzin, la tía de Orwell, conocía a los propietarios de la librería, Francis y Myfanwy Westrope, que también eran los dueños de los apartamentos. Orwell trabajó en la librería por las tardes, mientras que por las mañanas y por las noches se dedicaba a escribir. En una carta a un amigo describió su rutina: «Mi horario es el siguiente: a las 7:00 me levanto, me visto, cocino y desayuno. A las 8:45 bajo y abro la tienda y estoy allí hasta las 9:45. Luego vengo a casa, arreglo mi habitación y entiendo el fuego. Entre las 10:30 y la 13:00 escribo. A la 13:00 almuerzo. Entre las 14:00 y las 18:30 estoy en la tienda. Luego llego a casa, voy a cenar, lavo los platos y después de eso a veces hago una hora más de trabajo». En ese momento Orwell escribió su poco conocida novela Que no muera la aspidistra, publicada en 1936, y que cuenta la historia de Gordon Comstock, que trabaja en una librería mientras persigue el sueño de convertirse en escritor.
Como casi todos los grandes escritores, Orwell amaba los libros y los coleccionaba. Sin embargo, lo de ser librero lo llevó muy mal. Poco después de abandonar su puesto en Booklover´s Corner, Orwll reflexionó sobre su experiencia allí y sobre lo mucho que llegó a detestarlo. Teniendo en cuenta el carácter ácido del autor, es probable que algunas de sus declaraciones sean exageraciones, pero está claro que no le gustaba un trabajo que llegó a considerar servil y mundano, para poder subsistir mientras intentaba labrarse una carrera como escritor. Estas son algunas de las reflexiones que hizo:
«Cuando trabajaba en una librería de segunda mano, si no trabajas en una es fácil imaginarla como una especie de paraíso donde los viejos y encantadores caballeros navegan eternamente entre folios encuadernados, lo que más me llamó la atención fue la rareza de la gente aficionada a los libros. Nuestra tienda tenía un stock interesante, pero dudo que el diez por ciento de nuestros clientes distinguieran un libro bueno de uno malo. Los snobs de la primera edición eran mucho más comunes que los amantes de la literatura, pero los estudiantes orientales que regateaban por libros de texto baratos eran aún más comunes, y las mujeres de mente vaga que buscaban regalos de cumpleaños para sus sobrinos eran las más comunes de todas.
»Como la mayoría de las librerías de segunda mano, teníamos varias actividades al margen. Vendíamos máquinas de escribir de segunda mano, por ejemplo, y también sellos, sellos usados, quiero decir. Pero nuestra actividad secundaria principal era la de ser biblioteca de préstamos, la habitual de dos peniques sin depósito, con quinientos o seiscientos volúmenes, todos ficción. En los préstamos de la biblioteca ves los gustos reales de la gente, no los fingidos, y si una cosa sorprende es cuánto han caído en desgracia los novelistas ingleses clásicos. Es simplemente inútil poner a Dickens, Thackeray, Jane Austen o Trollope en la biblioteca de préstamos; nadie los saca. Al ver una novela del siglo XIX la gente dice “¡Oh, pero eso es viejo!” y huyen de inmediato. Aunque siempre es fácil vender a Dickens y, como siempre, a Shakespeare. Dickens es uno de esos autores a los que la gente siempre tiene la intención de leer y, al igual que la Biblia, es muy conocido en la segunda mano.
»¿Me gustaba ser librero? En general, a pesar de la amabilidad de mi jefe y de algunos días felices que pasé en la tienda, no. Cualquier persona educada debería poder ganarse la vida en una librería. A menos que uno busque libros raros, no es un oficio difícil de aprender y se comienza con gran ventaja si se sabe algo sobre libros. También es un oficio humano que no puede ser vulgarizado más allá de cierto punto. Las cosechadoras nunca pueden exprimir al pequeño librero independiente como han exprimido al tendero y al lechero. Pero las horas de trabajo son muy largas, y aunque yo solo era un empleado a tiempo parcial, mi jefe dedicaba setenta horas a la semana, aparte de los constantes viajes fuera de horario para comprar libros, por lo que es una vida poco saludable. Como norma general, en las librerías hace un frío horrible en invierno, porque si hace demasiado calor los escaparates se empañan y un librero vive de sus escaparates. Además, los libros emiten el polvo más repugnante que cualquier otra clase de objeto inventado hasta ahora, y la parte superior de los libros es el lugar donde los moscardones prefieren morir.
»Pero la verdadera razón por la que no me gustaría estar en el comercio de libros de por vida es que mientras estuve ahí perdí mi amor por los libros. Un librero tiene que decir mentiras sobre los libros y eso le desagrada. Peor aún es el hecho de que constantemente les quita el polvo y los arrastra de un lado a otro. Hubo un tiempo en que el realmente amaba los libros, me encantaba verlos, olerlos y sentirlos, quiero decir, si tenían al menos cincuenta años o más. Nada me gustaba más que comprar un montón por un chelín. Hay un sabor peculiar en los libros maltrechos e inesperados que se consiguen en ese tipo de colecciones: poetas menores del siglo XVIII, pasados de moda, volúmenes extraños de novelas olvidadas, números encuadernados de revistas para mujeres de los sesenta. Para una lectura casual, por ejemplo, en el baño, o tarde por la noche cuando estás demasiado cansado para irte a la cama, o en el cuarto de hora antes del almuerzo. Pero tan pronto como fui a trabajar a la librería dejé de comprar libros. Vistos en masa, cinco o diez mil a la vez, los libros resultaban aburridos y hasta un poco repugnantes. Hoy en día compro uno de vez en cuando, pero solo si es un libro que quiero leer y no puedo pedirlo prestado, y nunca compro basura. El dulce olor del papel podrido ya no ma atrae. En mi mente está demasiado asociado con los clientes paranoicos y los moscardones.»
Delicatesse.uy publica esta nota con expresa autorización de su autor. Originalmente aquí