La vida es tiempo | Jaime Clara

En su película El empleo del tiempo (2001) el director de cine Laurent Cantet (el mismo de “Recursos humanos”) indaga sobre una de las obsesiones mayores del ser humano: medir el tiempo. En un artículo que leí sobre el tema en el diario Página/12 se reflexionaba sobre este aspecto: “qué hacemos con el tiempo, cómo lo invertimos, en qué, el tiempo como mercancía, el tiempo como banda ancha de intercambio de comunicaciones productivas, como mera posibilidad de remar hacia la plusvalía, el tiempo alienado y enajenado de sujetos que no son dueños sino empleados de sus días. El tiempo como herramienta de uso y lucro, y al mismo tiempo como amenaza, si está vacío. Cantet exhibe en su película criaturas domesticadas hasta el límite de la cordura. Expropiadas de su vida, es decir de su tiempo, de sus días y de sus horas, de sus cinco minutos, de su ocio. ¿Qué es la vida si no es tiempo?”

El empleo del tiempo, según la nota del diario argentino, trata del “tiempo sin empleo, el mal uso del tiempo, que arrima al protagonista al mundo del delito, de la estafa. El tiempo vacío lo va corrompiendo. La película de Cantet se abre en dos grandes líneas argumentales. Una va por la superficie, describiendo cómo en una sociedad hipercompetitiva las personas privadas del uso previsible del tiempo van ahogándose en tiempo: van languideciendo entre horas muertas. Sin trabajo no hay nada. Y va mostrando cómo, cuando el tiempo está muerto, se llena de fantasmas y se advierte que esos fantasmas no son tales: en ese submundo habitado por seres fuera de serie en el sentido más literal posible, germina el delito. Pero por otro lado, la visión del protagonista cargando como una cruz su propio uso del tiempo toca una cuerda más profunda, existencial: ¿qué nos han hecho? ¿Qué ha pasado para que haya personas que no tengan, de sus propias vidas, ninguna idea desanudada de la idea de la producción?”

La obsesión por medir el tiempo es inmemorial. Después de la conciencia, debe ser nuestro rasgo más característico como especie, ya que una de las primeras cosas que asumimos es nuestra mortalidad, el hecho que vivimos y morimos en un tiempo concreto.

Por 1850, la gente comenzó a llevar relojes en la muñecas, luego vino la campana de las escuelas y, con la revolución industrial, las tarjeta de marcar para los trabajadores de los turnos y la regulación de las zonas de tiempo para los trenes. Los relojes se ven en todos lados. Hasta cuando transitamos por la calle, cada pocas cuadras vemos como, constantemente, se suceden la hora y la temperatura, en una información no solicitada, pero que nos es permanentemente ofrecida.  Diariamente observamos  varias veces el reloj y estamos atentos a que nos llegue la señal que indique que es hora de entrar o salir del trabajo, comer o dormir.

La historia del reloj siempre ha estado vinculada a la riqueza y la estética. Y, aún cuando ahora nadie podría imaginarse la vida sin un reloj, la difusión de este producto, a pesar del gran desarrollo tecnológico durante los siglos XVII y XVIII, no tomó impulso sino hasta el siglo XIX. Parecerá de Perogrullo, pero es bueno definir que los relojes son dispositivos empleados para medir o indicar el paso del tiempo, que pueden ser fijos o portátiles e indican el tiempo transcurrido.

La adicción al reloj es difícil de vencer. Adaptarse a un nuevo ritmo de vida es como dominar un idioma extranjero. Y hay inconvenientes en una tener vida considerada “normal”, “civilizada”, si no se tienen horarios. En Estados Unidos, si la persona con quien uno tiene cita para almorzar no aparece, uno se siente defraudado, pero en Kenya una excusa perfectamente aceptable es que al venir, la persona se encontró con otro amigo y se quedó conversando con él. Aquí en Uruguay, nos juntamos con más o menos media hora de tolerancia. Y los actos se pactan a las cinco para empezar cinco y cuarto. Una función de teatro jamás es puntual. Y pensemos el problema que nos puede causar ser impuntuales en una cita de amor. Y cuando en la pareja uno le echa en cara al otro el paso del tiempo. Más allá de las obsesiones del mundo moderno, el reloj seguirá como apéndice de los felices o infelices mortales que transitamos este tiempo. Un tiempo medido con precisión. Para bien o para mal.

El tema siempre me interesó. Hace un tiempo leí un libro, Cronometrados del inglés Simón Garfield, escrito en 2017. El trabajo, cuenta la historia de la obsesión por el tiempo. «No hace mucho medíamos nuestras vidas por el movimiento del sol. Hoy la hora nos llega de todas partes con insistencia, y lo que impulsa nuestras vidas es la idea de que nunca vamos a tener suficiente de lo que más anhelamos: el tiempo. ¿Cómo hemos llegado a ser dominados por algo tan arbitrario?» Se trata de un libro «sobre nuestra obsesión por el tiempo y por medirlo, controlarlo, venderlo, filmarlo, inmortalizarlo y darle sentido. A lo largo de los últimos 250 años, el tiempo se ha convertido en una fuerza dominante y omnipresente en nuestras vidas. ¿Por qué, tras miles de años orientándonos vagamente mirando el cielo, hemos pasado a necesitar continua y compulsivamente las señales de nuestros ordenadores y móviles, de una precisión milimétrica?»