Lluvia | Margarita García Telesca

Invierno. María despierta.
Escucha la lluvia; quizás le quede un rato más para dormir. Sabe que le espera una jornada eterna y quiere prolongar ese inevitable momento de levantarse. Pero el despertador no da tregua y la hace saltar de la cama. Con los ojos todavía cerrados se incorpora y baja los pies. En el piso, un río de agua helada la moja y se sobresalta. Es una pesadilla. A pesar de ser una experiencia altamente desagradable, ella tiene la sensación de que Dios le está diciendo algo con ese bautismo.
“Vos estás cada día más loca. Seguro que el agua de San Juan Bautista no vendría con toda la suciedad del barrio”, le diría Juan si ella le contara lo del bautismo divino.

Es cierto, pensó María, esa agua negra era la mugre que corría por las calles y entraba en su casa.
Su forma de ser le obligaba a encontrarle el lado bueno y la poesía a todo. Le gustaba pensar que las cosas estaban destinadas a pasarle a ella por algo. Incluso aquella vez que se quebró el brazo al caer de la bicicleta mantuvo este pensamiento.

Sin duda María era una optimista irremediable, y ella lo sabía.
Pero vivir en Uruguay y tener estas características tiene mucha resistencia. Es casi como ser amante de Montaner en una familia de heavy metal, o ser vegetariano en una familia con carnicería.

Y sí, hubiera sido mucho más fácil pasarse al bando de los pesimistas, de los adoradores de las tardes grises y las estadísticas de suicidios… Pero en vez de eso irremediablemente tuvo que ser ella misma, no tuvo opción. Siempre le encontraba el lado bueno a todo lo que pasaba; era capaz de bendecir al guarda del ómnibus que no le paró porque había olvidado algo en casa. Ahí estaba María limpiando el agua negra que teñía los baldosones del corredor de la casa, mojada hasta el cuadril y congelada.

Ahí estaba la optimista número uno a punto de perder todos sus principios para sumergirse en la frustración y la rabia, y acordarse de la familia de todos los empleados de la intendencia que no habían limpiado las malditas bocas de tormenta que siempre se tapaban.

Estaba a punto de caer en el abismo sin fin de perderlo todo; porque perder el optimismo era perderlo todo para ella. Volverse amargada sería un viaje de ida sin retorno.

María no estaba dispuesta a dejarse ganar por un poco de barro, ella había pasado cosas peores, mucho peores. Había pasado verdaderas tragedias y no la iba a doblegar el trapo sucio, ni el frío, ni nada…

Ni siquiera Juan la había podido cambiar. No. Porque Juan no había sido nunca optimista, ni alegre. Era amargado, pesimista, amigo de los malos pronósticos.

Definitivamente ellos dos habían sido siempre una pareja despareja, dos medias naranjas que la vida había juntado para equilibrarse.

Él le había ayudado a poner los pies en la tierra en su juventud y ella le había mostrado el lado positivo de la vida, la parte no tan oscura.

Él se reiría, oh sí, se reiría mucho de verla caer en el manto gris del pesimismo; por primera vez ella se acercaba cada vez más a darle la razón a él. La vida realmente era una mierda del mismo color que el agua barrosa que estaba limpiando.
No todo era color de rosa y no se podía ver siempre el medio vaso lleno.
Sí, se acercaba el momento de perder la pulseada del optimismo. No aguantaba más.

Cómo se reiría Juan, a carcajadas seguramente, de verla caer en la desidia y el mal humor.
Y entonces entendió todo. Ella estaba cumpliendo su sueño: finalmente había transformado la amargura de Juan en alegría.
Él estaría feliz en algún lugar entre la muerte y el cielo.

Entonces recuperó la esperanza. Unos baldes de agua podrida no iban a aplacar su espíritu.