Y a través de la sortija ella lo convirtió
en un caballo que gira y gira a su alrededor
tanto girar
girar es un efecto
tanto esperar
esperando que se haga realidad
él se pasa girando sin parar
nada es perfecto
“Adela en el carrusel”
Charly García, Parte de la religión
![](http://delicatessen.uy/wp-content/uploads/2021/07/El-amor-tiene-cara-de-mujer.jpg)
Cada viernes, poco después de las cinco de la tarde, como una ceremonia que bien podría evocar el “five o’clock tea”, el abuelo Vicente pasaba a buscarme en su brillante y majestuoso Taunus gris. Juntos emprendíamos el viaje: yo dispuesta a pasar el fin de semana, él de regreso a casa donde vivía con Adela, mi abuela. Vicente era un hombre orgulloso de su trabajo. Vendía reglas, escuadras, compases y otros artículos de uso técnico para arquitectos y dibujantes. Gracias a su empeño difícilmente no lograra venderles algo a las librerías o sacarles, aunque más no sea, una promesa de compra. La abuela nos esperaba ansiosa, mientras hacía las cosas de la casa o cosía algún encargo para las señoras del barrio. Eso sí, todo acompañado por una queja constante y ruidosa hecha de resoplidos y onomatopeyas: los mandados que había hecho el abuelo, los precios, la vecina, los perros que rompían la basura, el clima, el dolor en la rodilla, y así. El abuelo y yo la escuchábamos resignados y le decíamos que sí, que pobre, que ya iba a pasar, que no se preocupara, que “dale Adelita, ya está”.
La merienda era su gesto de bienvenida: panqueques con dulce de leche para mí y café con leche espumoso para el abuelo. Mientras tanto mirábamos la tele sin demasiado interés, más bien estaba como ruido de fondo. El plato fuerte era la cena. No solo porque sus milanesas eran como tocar el cielo con las manos, sino porque en ese momento poníamos el foco, ahí sí, en lo que se proyectaba en la televisión. A la abuela le encantaba “No toca Botón”. Con el Negro Olmedo se reía a carcajadas. Se notaba en su alegría algo picaresco, sobre todo cuando aparecían las escenas del Manosanta con la “Nena” o cuando el marido llegaba a la casa y encontraba a su mujer en posición sensual en la cama y al amante escondido en el ropero, desatando la discordia. El abuelo, en cambio, no festejaba tanto.
La tele estaba en la cocina, un ambiente chiquito y cálido que daba al comedor, donde había un ventanal hacia el jardín que conducía a un pasillo, y éste a la calle. Desde la cocina adivinábamos lo que sucedía en la vereda. Esa casa pequeña me hacía sentir segura. Los fines de semana eran como un sueño. Los abuelos se desvivían por darme todos los gustos, en especial el desayuno con galletitas Melba que Adela me traía a la cama diciendo “Buen díaaa, le dijo el zorro a su tíaaa”, frase que no siempre terminaba. Yo me hacía la dormida porque me gustaba ese ritual, pero estaba despierta desde hacía rato, esperando ese instante con la ansiedad de quien tiene por delante semanas de aventuras posibles, aunque solo se tratara de un fin de semana. El abuelo me llevaba a patinar a la plaza Roca, la del tanque de agua inmenso, que estaba en frente del club, y otras veces a la calesita de la plaza Mitre. Nada me resultaba más desafiante que intentar quedarme con la sortija, si no la primera vez, la segunda, aunque no siempre lo lograba. Retorna a mi memoria la ternura que le inspiraba mi gesto al señor calesitero y compruebo que ésa era la causa por la que sacaba más veces la sortija que el resto de los pasajeros. A la distancia, las miradas cómplices entre mi abuelo y él -cuando yo festejaba mi pericia- confirman mi hipótesis acerca de los hechos. No sé si quiero ser esta refutadora de leyendas, pero sí sé cuánto me hace falta un guiño como el de aquellos dos para dar una vuelta más. Antes lo recibía sin saberlo y me creía poderosa.
No sé si quiero esta lucidez abuela, yo sé de sobra que aquel hombre no te alcanzaba; lo sé y lo entiendo, pero igual por momentos, eso me atormenta. ¿A quién le alcanza el otro? Ahora me doy cuenta de que tanta queja repartida por el mundo, era en el fondo, un mismo lamento. Vos eras burbujeante pero también cacareabas tus frases trágicas: “ya me van a extrañar cuando me muera…” o “me van a matar de un disgusto”. En cambio, a Vicente, jamás le escuché levantar la voz. Demostraba su enojo con silencio. Funcionaban así, exceso y defecto, una especie de ying y yang criollo. Cuando el ambiente se ponía muy espeso, el abuelo, con una mirada, me impulsaba a salir a dar una vuelta, como aquella parte de la película que convenía no ver. Lo que ellos no sabían es que cuando la curiosidad pica y no se ve se rellena con imaginación. Yo me iba a la calle a jugar, sin embargo, seguía recreando imágenes en mi cabeza.
La bici era el único momento del fin de semana sin ellos. Con mis amigos de la cuadra y mis primos, que vivían muy cerca, nos dejábamos llevar por esas calles arboladas y sin tránsito, lejos de los grandes que nos marcaban el paso. El peligro de hacer más allá de su vigilancia era todo nuestro, y el vértigo de portarnos mal y festejarlo, también. Recuerdo el cosquilleo y la emoción al agarrar la bici y cruzar el umbral de la casa, el mismo que a veces siento cuando me voy de viaje. Eso era cada aventura: un viaje. Pero ¿dónde estaban tus ganas de armar la valija y salir a comerse el mundo? No lo sé. La duda cae como un rayo: ¿ porqué estabas siempre en el mismo lugar y “encerrada entre cuatro paredes”?. Yo te lo hubiese preguntado, pero todavía era chica y no sabía cómo hacerlo. Igual no creas que no lo intuía. El esfuerzo me parece tan claro ahora. Esa perra que asomaba en vos y que tratabas de domesticar, inútilmente ¿ése era tu secreto? Escuchaba tu risa por el actor de la tele que hacía de amante escondido en el placard; seguro que también te hacían reír otras cosas de esa escena: cómo se peleaba la pareja o el doble sentido de las conversaciones o los nervios del engañado. Pero hoy te miro en mis recuerdos y me parece que no, que no era eso. ¿Cuál sería esa otra escena en tu cabeza mientras cocinabas?
A la tarde no podía faltar la siesta, pero yo me las arreglaba para hacer alguna trampita: resistir estoicamente y postergarla hasta que fuese demasiado tarde. Cuando la abuela se levantaba del descanso disfrutaba de salir a pasear en el Taunus. “Dale Vicente, sacáme a dar una vuelta, no me tengas encerrada con este día entre cuatro paredes”. Ese era tu momento. Te emperifollabas con tu vestido más lindo, el collar de perlas y el perfume fresco y primaveral. Recuerdo que no había ninguna abuela que manejara en el barrio y vos no eras la excepción pero cuánto me hubiese gustado verte subir a ese Taunus libre y poderosa.“Chau, si no llego temprano la cena está en la heladera, y si no fíjense cómo los solucionan. No quiero que me necesiten para estas pavadas. Chau queridos, hasta luego. No tengo horario hoy”. Pero no, recuerdo tu voz inconforme, chillona: “llevame”, “sacáme”. Vos pedías unas vueltitas por el centro, mirar vidrieras, una visita a la casa de mis tíos y muchas veces a la peluquería. El abuelo a veces se ponía un poco inquieto, preguntaba a qué hora volvíamos, que la cena, que los mandados. Ese era otro momento en el que mostrabas tus dientes con decisión, un ladrido apagado pero firme. Ya regresarían, que así no se puede, que no se puede estar siempre adentro. La trifulca con Vicente no duraba mucho, pero sí lo suficiente para que te ganaras tu momento. ¿Pero sería ese tu momento? ¿Y si no cuándo? El momento de tus brillos, de la conversación fuera de esas cuatro paredes , de lleva y trae con los parientes, de contar tus impresiones sobre el mundo y festejar tus ocurrencias, sin aburrimiento, luego de toda la semana metida en la casa y en esa vida monocorde.
Tal vez la corta edad me impedía ver que en algún lado te renovabas. Es indudable que había un mundo inaccesible para mi. Y ahora mientras converso con tu recuerdo, tampoco logro que me lo digas. ¿Qué hubieras hecho de haber podido elegir? Te imagino en un escenario, o allí te quiero ver. Porque eso era lo que te gustaba de verdad, ¿no? Nunca entendí bien por qué abandonaste el teatro, pero, sin lugar a dudas, el histrionismo quedó intacto a lo largo de tu vida. Sobreactuabas gesticulando de un modo fascinante y cuando relatabas algo no sabía si reírme o llorar de emoción. No tengo dudas de que hubieras seguido brillando como lo hiciste cuando eras joven en esas obras teatrales de las que me hablabas con nostalgia y en esos personajes que te daban su vida, su erotismo y sus palabras.
Cómo sintonizar con algo así, si una siempre está en interferencia con otras cosas: el trabajo, los hijos, que todo salga bien, que no se caiga el castillo de naipes que con minucioso esfuerzo se fue construyendo carta a carta. Algo se desdibuja, lo recobro pero al instante se vuelve a escapar. Como vos, abuela. Ahora recuerdo que cuando el abuelo se iba al galpón con su spika a arreglar alguna cosa, nosotras mirábamos en la tele “Yo me quiero casar ¿y usted?” Imposible olvidar el pelo platinado del conductor, el tono de voz arrabalero y la audacia de sus corbatas. Vos observabas atenta pero indignada: “¡Qué caradura, ponerse a hacer esas cosas en la tele!” “Para mí es todo mentira, mirá si alguien va a ir a hacer semejante pantomima a la televisión. ¡Cómo lucra con los sentimientos ajenos este hombre, por el amor de Dios!” Lo curioso era que no dejabas de ver el programa ni un solo día. Para estar frente a la tele resolvías las ocupaciones hogareñas antes o después, aunque nunca confesaras el placer que te daba ver el programa. Claro, seguramente lo que para mí era un puro juego de apuestas para vos era otra cosa. A lo mejor un reflejo de lo que harías en ese lugar, una fantasía de cómo sería estar con éste o con aquel, o qué harías luego de que se fueran del “living del amor”. Seguro te veías recobrando algún entusiasmo de juventud.
Con los años me fui dando cuenta de que transmitías cariño con el enojo. A lo mejor era el precio de estar siempre ahí, con un amor intenso y sin condiciones. ¿Cuál es esa clave para la vida, abuela adorada, rezongona? ¿Qué hacía que siempre refunfuñaras? ¿Qué había salido tan mal? ¿O las cosas eran siempre así, con gusto a poco? ¿Qué se hace cuando comienzan a notarse las rajaduras de las cosas?
Hoy me arreglo con estas teorías vagas y las pongo a prueba con los recuerdos. Quizás, si hubiéramos hablado antes, el eco persistente de mis preguntas sería más benévolo.
Hay una imagen preciosa grabada en mi cabeza. Es raro. Parece un tiempo fuera de todo tiempo; un momento arrancado de lo más fútil de la vida cotidiana. Después de almorzar vos y Vicente hacían algo en lo que yo no veía dos abuelos, sino un hombre y una mujer. Secaban los platos haciendo la ceremonia de cantar de a dos, algún tango o tal vez un bolero. Era difícil meterse en esas voces armónicas y afinadas. Creo que eso era lo mejor que hacían juntos. ¿Cómo podía haber una grieta ahí, entre dos que cantaban así, que a una le daban ganas de aplaudirlos hasta que dolieran las manos? ¿Cómo podía ser, abuela, que cantaras al mediodía y ladraras por la tarde? Cuando te enojabas eras melodramática y hablabas ridículamente de tu camino certero hacia la guadaña definitiva: “¡me van a matar de un disgusto!” Por momentos eras toda una película, o mejor, una de esas telenovelas centroamericanas que no tenían matices, te hacían reír y llorar a la vez.
Yo te comparaba mucho con la abuela de mi amigo José, la vieja loca que vivía en la esquina de tu casa que también ladraba, pero era mala, una perra criada a palazos con el miedo metido muy adentro y que mordía por cualquier cosa. Mi amigo me hablaba de ella y a veces lloraba sin lágrimas. Vos no la querías a esa señora, que no era una montaña rusa como vos, sino más bien llana. Vos gritabas para protestar y ella por desquiciada. Pero yo no te contaba estas cosas cuando iba de visita a la esquina. No te las contaba porque era un secreto que guardábamos los chicos: hablar de ustedes, los grandes. Hablábamos de nuestras cosas de un modo disperso, mezclando todo con inventos, películas y chismes sobre otros nenes.
Mi amigo también veía telenovelas con su abuela. Me lo contaba como un alivio, porque en ese momento a ella se le pasaba el enojo. Qué cosa ¿no? Una mujer que suspende la violencia cuando se mete en un drama de mentira. Me imagino a esos dos atrapados por la tele queriendo que los personajes hicieran tal o cual cosa. Un día mi amigo me contó que entró al dormitorio y vio a su abuela vestida como para salir, con ropa linda, así dijo, ropa linda, perfume, y lo que nunca: los labios pintados. Cuando ella vio a su nieto se le transformó la cara y comenzó a sacarse la pintura de los labios con algodón, avergonzada. Se desvistió y se acostó a dormir en silencio. Te pregunto, abuela: ¿ella no tenía correa? ¿no tenía sortija? ¿nada? Los vuelvo a imaginar en la cocina, como nosotras, mirando “Yo me quiero casar ¿y usted?” haciendo fuerza para que uno de esos desangelados que participaba en el programa se juntara con alguna que venía de sufrir las mil y una. Seguro armaban, como nosotras, combinaciones, y si no había coincidencia se quedarían tristes y vacíos por tanta expectativa. Vos decías que era todo mentira, pero para mí que también te quedabas triste. Pienso que cuando José veía el programa fantaseaba con su abuela en el canal, contando cosas de su vida, de su soledad. Y ahí no gritaba esa señora. La veía contar su vida de tardes de telenovela y escoba, de viudez renegada, o de domingos de pastalinda y tuco de tres horas, sin despintarse los labios y con sus mejores ropas.
Ahora se me viene a la cabeza la imagen de nosotras acostadas en tu cama, vos de batón y ruleros, en el silencio de la siesta interrumpido por las chicharras ruidosas, y yo queriendo saber. ¿Cómo era que me nombrabas, abuela? ¿Clara? ¿Clarita? Me acuerdo de “pichona”. Siempre me resultó modo hermoso ese modo de nombrarme. “Pichoncita, dejame descansar, no me vengas con cosas raras, sos muy chica para andar preguntando”, dice tu recuerdo. Una cree que puede imaginar las cosas como quiere pero no, no siempre es posible. Yo quiero que estés acá, sentada conmigo, en este banco de la plaza Mitre, a la que vengo siempre que necesito estar sola. Veo cómo me acariciás la cabeza y luego te retirás lentamente a descansar. Estoy frente a la calesita y por más que piensen que estoy loca me voy a subir al caballo negro y voy a pensar cómo son las cosas, si soy el caballo vueltero que no va a ningún lado, o esa que sube, se divierte y busca una vuelta más. Quiero que te subas conmigo pero ya no te veo en mi cabeza, como hace un rato. “Dejame tranquila pichona”, escucho otra vez. Es que hay cosas que no entiendo y me importan. “Dormí un poco. Si no, vas a estar cansada”, escucho a lo lejos, sin ladrido, con tu voz suave. Voy a subir a la calesita, quiero otra vuelta o tal vez alguna revelación, no importa, basta de andar deambulando por los rincones de esta historia
El calesitero me mira y luego indaga: ¿dónde está su hijo señora? Le digo que el boleto es para mí. Se ríe. Le pido que me tenga el saco y la cartera. No puedo subir cargada a la calesita. -¿No hay sortija? -No señora, solo los sábados y los domingos. Hoy es miércoles. Los miércoles no hay sortija.
¡Qué lástima! pienso, pero igual me subo.
LOS AUTORES
Florencia Fernández. Reside en Montevideo desde hace veinte años donde trabaja como psicóloga clínica.
Participó del libro “Vidas Contemporáneas” de Jorge Bafico, fue coautora de “La clínica psicoanalítica con niños” y de “Estúpido y sensual amor”, recientemente publicado en Argentina junto a varios autores. Contó a Delicatessen.uy que, con Patricio, «cuento un día conversábamos acerca de nuestra infancia y nuestros abuelos (en especial los programas de televisión que miraban) y así surgió nuestro cuento-relato.»
Patricio Vargas(43) Nacido en Junín, Argentina. Psicoanalista. Autor de «Crónicas del interior». Narrativa. (2020. Docta Ignorancia) Patricio dice: “Escribimos porque creemos que la literatura es una de las pocas posibilidades de capturar la fugacidad de las cosas importantes de la vida”.