Me he dado cuenta de que nos gustan las definiciones. No desde su perspectiva informativa de saber cómo denominar tal
o cual cosa, sino que hay una permanente necesidad de etiquetar lugares, momentos, instancias, productos o lo que fuera.
Como periodista —mea culpa— admito que les pregunto permanentemente a los creadores cómo definen su música o su
literatura o su dramaturgia y, salvo quienes puedan tener muy clara la corriente artística en la que están, tanto músicos como
escritores, poetas o dramaturgos, evitan encasillarse en drama, comedia, suspenso, terror, jazz, étnica, fusión, tango o hip hop.
A lo que voy es a que, con las etiquetas, les ponemos corsés a obras que no los ameritan. Es el lector o el espectador quien
generará un vínculo tal con la obra que le permitirá analizar cómo es la experiencia ante cada producto creativo. Entre las tantas etiquetas o mandatos celestiales a los que estamos sometidos en estos tiempos, está el de lo light, la sociedad líquida, efímera, lo rápido, el no hagas un texto de más de tres párrafos porque, si no, nadie lo lee. Lo que se publica en
internet tiene, desde el vamos, un tiempo estimado para advertirle al lector cuántos minutos de su vida ocupará en la lectura,
los videos no pueden durar más de tres minutos, y me canso de poner ejemplos, porque uno siente que lo van corriendo, porque los tiempos lo imponen. Antes, la velocidad era para las carreras de Fórmula Uno, ahora la adrenalina parece ser una
constante en la vida cotidiana. Parece que las tendencias de hoy son velocidad, brevedad, contundencia, menos es más, multipantalla, una rayuela con mil quinientos cuadros.
Podrán tildarme de antiguo, o vintage como también hoy se dice, pero les aseguro que no me niego al avance de las
cosas. La tecnología es un gran aliado que mejora la vida, no tengo dudas. A veces siento que la canción Santa Marta de
Larbanois & Carrero le canta a un momento del tiempo que ya no es y se lamenta de eso. Un viejo amigo, Hugo Batalla,
solía decir: «Un viaje a la nostalgia no viene mal de vez en cuando, el problema es cuando te quedás en ella». Sin embargo, por momentos siento que, en los tiempos que vivimos, estamos obligados a integrarnos a una manada que tiene conducta pendular, va de un extremo al otro, sin aminorar la marcha y ponerse a pensar. No me gustan las velocidades extremas y mucho menos me gusta no tener chance de poder manejar el velocímetro. No quiero vivir en la nostalgia, pero tampoco correr a trescientos kilómetros por hora.
Luis Landriscina contaba en uno de sus magistrales relatos sobre un pueblo donde, en apariencia, no pasaba nada. Y,
justamente, el humorista nos demostraba, en cada uno de esos cuentos, que en esos lugares pasan muchas cosas. Pero el problema radica en los ojos con que uno mira esa realidad, cómo mira cada pueblo, cada aldea, cada grupo, cada pareja o a cada persona. ¿Para quién no pasa nada? Siempre depende, todo es relativo. No es ninguna exageración decir que cada persona es un mundo. Se los puedo asegurar.
Dicen que el escritor español Benito Pérez Galdós contaba que el Rey Fernando VII se encontraba con un ayudante y,
momentos antes de una reunión importante, nervioso, le dijo: «Vísteme despacio, que tengo prisa». Esa frase se la han endilgado a Napoleón en una situación más o menos similar. Dicen que el emperador romano Augusto les indicaba a sus colaboradores: «Apresúrate lentamente».
Conozco a Graciela Balparda, como se dice por aquí, «hace una punta de años», casi cuarenta. Siempre la vi transitando
con su alta figura, tranquila, pausada, aun en situaciones estresantes como las de hacer programas de televisión, por momentos, de alto riesgo. Ella perfectamente podría haber sentenciado como Fernando VII o Napoleón sin problemas. Por eso es que, cuando leí los primeros capítulos de En Piedras de Molle, no me extrañó el tono con que se contaban las historias. Es más, si me hubiera preguntado quién había escrito esa prosa mansa, entre las primeras opciones estaba el nombre de Graciela.
Con enorme generosidad, compartió cada uno de los capítulos que integran esa saga en el portal que junto a Alva
Sueiras creamos hace algunos años, Delicatessen.uy. En cada uno de esos capítulos aparecían hombres y mujeres, historias
más o menos trascendentes o hasta íntimas, dependiendo de su protagonista, que formaban parte de un mundo con sus propias reglas y sus propios tiempos. Cada vez que me tocaba presentar los capítulos, repetía el concepto muy uruguayo de la calma chicha. Ese tempo tan personal. Por eso es que, ahora, leyendo todo el libro, todo se transforma en un gran coro, con muchas voces, pero que cantan bajito, como si fuera la hora de la siesta en Piedras de Molle, para no despertar a nadie.
Una mención especial merecen las imágenes de Daniel Stonek que, como fotógrafo, es quien mejor conoce la génesis
de cada uno de los relatos de Graciela. Cada foto logra transmitir ese mundo sin prisa.
Leer de un tirón este libro es una aventura. Porque es un libro de aventuras. Eso sí, no es Indiana Jones ni Rápido y furioso.
Es un libro pausado y amable, manso. Son historias que nos permiten pisar firme, seguros, en un mundo líquido y agitado.
Este texto es el prólogo del libro En Piedras de Molle, de Graciela Balparda, que acaba de salir a la venta. Se encuentra en las librerías. Distribuye Gussi.También aquí En Delicatessen.uy estamos contentos de formar parte de esta historia, de estas historias, que se leyeron por primera vez en este sitio. Y en lo personal, gracias por abrir las puertas del libro. JC