El malvón de la casita | Julio César Puppo «El Hachero»

Nunca me hubiera imaginado que podría tomarle cariño a una planta. Ni yo, ni ningún otro hombre. Se me ocurría que ésa era una debilidad reservada exclusivamente a las mujeres.

Sin embargo, por más que rueden años y años, por más que uno aprenda la vida y se ponga arisco y descreí- do, siempre aparece un motivo nuevo que trae al alma una nueva sensación.

En la puerta del rancho, a pocos metros, había un malvón tirado. Quién sabe quién lo abandonó allí, donde estaba triste y sucio. Acaso los viejos inquilinos, que, en el momento de levantar el niño se desprendieron de lo superfino: el gato y el malvón.

La primera vez que lo vi me despertó un deseo banal: embocarle un salivazo. Desde el escalón donde estaba sentado, escupí con fuerza, una, dos, diez veces, hasta que temblaron las hojitas acusando el impacto. Entonces quedé tranquilo y conforme de mi puntería. Pero el juego lo repetí cada vez que me hallé en la misma posición. Asi, durante muchos días.

Una tarde de intenso calor se me ocurrió echarle agua. Vi cómo la bebía ávidamente, cómo se coloreaban sus hojas, cómo brillaba alegre y risueño y eso me produjo una ligera satisfacción.

Me propuse hacer lo mismo frecuentemente y en esa forma fuimos trabando amistad hasta el momento en que, ya íntimos, la llevé para adentro y le di mi techo. La transformación experimentada por la planta fue notable. Limpita, cuidadosa, vigorosa, me llenaba de alegría y de orgullo. Le pinté la lata, la bañé todos los días, le corté el pelo y le limpié las uñas. Sin darme cuenta la iba queriendo. Aquella plantita era como un niño recogido en la calle. Y como esos pobres niños, había tenido también la piel áspera y el tronco vencido.

Los reos que van al rancho deben haber sentido una impresión idéntica a la mía. En los primeros momentos no repararon en ella más que para echarle los puchos. Sin embargo, de a poco se fueron encariñando, y ya todos se preocupaban por echarle agua, abonos, quizás caña para compartir con ella alguna farra de esas que juntan los corazones. Aquella plantita era un pequeño ser vivo, bueno y débil que necesitaba amor y protección de nosotros. Era, además, una nota delicada que, nunca sospechamos se nos hiciera tan, íntima. Le llamábamos “El Botija”.

Una noche encontré en la calle, abandonada igual que el malvón, a una mujer. Como él, ¿no podría acaso ponerse linda, graciosa, llena de alegría y de vida, bajo mi techo?

Entramos. Con la emoción de una joven desposada recorrió la casita con la vista y tuvo una débil sonrisa benévola. Quizás lo hallara todo muy desordenado. Cuando sus ojos tropezaron con la planta se acentuó un gesto de ternura, tal vez de piedad y dijo dulcemente:

—¡Ay, negro! ¿De dónde sacaste esa porquería?

El calificativo me hizo mal. Después, andando los días, advertí que la mujer, con su terrible intuición, había adivinado desde el primer momento una rival en la humilde plantita. Una rival que le sustraería un poco de mi atención, y otro poco de mi cariño.

Y así, para contrarrestar los efectos del malvón, una tarde se vino con un culandrillo. Yo nunca le había tenido afecto a las plantas; ya lo dije. Pero en el caso de tenérselo a alguna, seguramente que no habría sido al culandrillo.

No me gusta. Es una planta maricona, de sombra, de calor. Como esas personas enfermas de aristocracia. Pálido, débil. Debe ser hasta cocainómano. A ese sujeto, ponía contra mi malvoncito reo, gracioso y lleno de salud. Y para él eran todos los cuidados.

Soy un tipo por naturaleza pacífico y enemigo de peleas. No sé, pues, cómo esa noche perdí los estrilaos y le canté las cuarenta a la grela ensoberbecida. Quizás, ella misma provocó la situación para tener un motivo que justificara su actitud. Aparentemente estaba muy celosa, porque me echó en cara el haberle hecho abandonar todo para venirse conmigo. Yo pude preguntarle qué era lo que abandonó, pero no lo hice. Le di la espalda y me dirigí a la puerta. Allí me esperaba un cielo limpio, alto, cubierto de estrellas; un aire tibio con olor a campo, toda la belleza, en fin, contra la miseria que dejaba atrás.

Había andado apenas un par de metros cuando oí entre las cañas de los choclos una agitación de hojas. Como el aletear de un ave que despertara asustada. En seguida, el golpe sordo de un cuerpo pesado que cae de lo alto. Y comprendí todo. Volví atrás, me arrodillé junto al malvoncito quebrado de muerte y arranqué una hoja, que todavía guardo, para cuando tenga novia, regalársela.