Charquero, un caminante de nuestra campaña | Maritza Vieytes

No hace tanto tiempo, andaban por nuestra campaña, los “caminantes”, hombres solos, defensores acérrimos de su libertad, independencia y soledad.

Puede que tuvieran un caballo, o simplemente caminaban a la vera de los caminos o cruzando montes y arroyos sin rumbo cierto.

Los que se trasladaban caminando algunas veces subían como polizones a algún tren que poco importaba cuál era su destino, porque seguramente se bajarían de él algunos kms más adelante.

Llevaban consigo lo imprescindible. En lo que era su vestuario este era generalmente de aire gauchesco, bombacha de campo, cinturón ancho de cuero o faja de varias vueltas, calzaban botas de potro hasta la rodilla y el infaltable poncho.

Portaban al hombro en un atado prolijo que para trasladarlo con más comodidad atravesaban el nudo en un palo lo que supo llamarse el “apero”, en él guardaban una muda de ropa, quizás en algún caso algo más.

Por otro lado, en un atado también minúsculo y prolijo atravesando su cuerpo llevaban el “bagaye” su más valioso equipaje, donde tenían una olla, una caldera de lata tiznada de negro por tantos fogones propios y ajenos donde habían calentado agua, mate, bombilla, un plato hondo y una taza de metal enlozado generalmente en amarillo y otras veces en azul, pero siempre con el esmalte saltado en algún lugar.

Algunos de ellos colgaban una guitarra, pero todos sin excepción cruzaban en su cintura y ubicado en la espalda, al alcance exacto de su mano, un facón con un filo que podría cortar sin el más mínimo esfuerzo, un trozo de un pañuelo de fina gasa que cayera sobre la hoja del mismo, o atravesar a un “cristiano” en un duelo cuerpo a cuerpo, o ser el cubierto con el que cortaban y pinchaban la carne de un delicioso asado.

Eran hombres que poco o nada tenían para perder, por lo que enfrentarse en una pelea con otro, era defender su honor y nada ni nadie les haría retroceder. Hombres ágiles, de mirada profunda, algunas veces esquiva, conocedores del campo y sus costumbres. Sin ningún tipo de atadura material. Mezcla de italianos, españoles y gauchos, entre otros. Sin dirección fija, ni necesidad de tenerla.

Toda estancia de nuestra campaña, tenía una construcción para dar cobijo al caminante cuando este llegaba y solicitaba una “changa” o simplemente pasar la noche o guarecerse de las inclemencias del clima.

Había algo común a todos ellos, eran hombres capaces de llevar las noticias de estancia en estancia, de contar en reunión de cocina de peones, galpón o fogón historias de sus andanzas, de lugares que por esos tiempos resultaban remotos. Contaban sus historias tal y como las habían vivido y tal como el viento del camino las ordenaba en su mente y en su corazón.

Aquí en lo que hoy es mi hogar, hay una de esas construcciones que se edificó junto con todo el resto de “las casas” sobre fines del siglo XVIII e inicios del XIX. Son construcciones de piedra sobre piedra amalgamadas con barro, con paredes de ochenta centímetros de ancho, sin vigas, techo a dos aguas, los bretes o corrales para los ovinos son “mangas” de piedra sobre piedra… trabajo de picapedreros y antiguos canteros.

Pero volviendo al centro de esta historia, aquí tenemos desde hace décadas una de esas casitas para caminantes, se llama “la casita de Charquero”, porque allí se quedó el último caminante que pasó por estas tierras. Un hombre con historias que, a casi medio siglo, se siguen repitiendo entre los pocos pobladores de la zona.

Charquero, así dijo llamarse, nadie supo si era su nombre, su apellido o un apodo, simplemente Charquero a secas, llegó una tardecita pidiendo una “changa”, deleitó a todos con sus historias, tanto del Uruguay como del sur del Brasil, era un hombre de edad indefinida, que cuentan mezclaba el español con el portugués y por supuesto con una especie de lunfardo, mezcla que no dificultó que sus historias se dieran a entender.

Se fue quedando algunos días, que se hicieron semanas y tal vez porque algo intuía, las semanas se hicieron meses, hasta que una enfermedad terminal se llevó al caminante, que solo dejó de andar por esta tierra y de contar con voz propia sus historias, cuando tomo otros caminos porque el universo así lo exigió.

Dice la leyenda que la “casita de Charquero” guarda el alma del último caminante que la ocupó. Pocos se atreven a cruzar frente a ella sobre la medianoche de los domingos de luna llena, porque hay quienes aseguran que han visto en algunas oportunidades una sombra que es la del mismísimo Charquero.

Como escritora me apasionan las historias y leyendas en general, pero la de Charquero es especial, y en oportunidad de lo que me contaron algunas personas que dicen haberlo conocido, me comprometí conmigo mismo a escribir esta pequeña historia en homenaje al último caminante que pasó por Los Ñandubayes.