PRIMERA PARTE – LA IDA
Viernes. La terminal Tres Cruces hierve de gente. Como hormigas de un lado para otro, con sus bolsos y mochilas. Muchos termos con pegotines variados y mates ya con varias vueltas. Las sillas de plástico de la sala de espera están llenas. Todos vuelven al pago por el fin de semana.
Y también estamos los que vamos a cruzar el charco. El pasaje del buquebus pronto en el bolso. El check in sólo toma cinco minutos. Todavía falta para la salida. Falta una hora pero la gente ya se pone a hacer la cola, que se hace eterna. Todos parados atravesando la terminal, sin poder todavía subir al ómnibus.
Una hora antes. Todo para tomar los primeros ómnibus y llegar lo antes posible a Colonia. Por supuesto la odisea no termina ahí. Para los que le gusta llegar primero a todo, ahí es otra estación importante. Llegan antes al puerto de Colonia, para hacer antes la aduana. Sí, hacer otra cola, entre varias iguales, donde, caminando cual ganado, se sigue el carril para que te sellen los papeles, y puedas finalmente subir la escalera mecánica. O si, la gran escalera mecánica que te lleva a otra larga espera. Un hall lleno de sillas incómodas y un único bar con precio de primer mundo.
Y entonces empieza la otra lucha. Porque los fanáticos de llegar primero ya se ubican haciendo cola para entrar antes que nadie al barco.
Ah sí, querer llegar primero a Buenos Aires tiene un costo. Pero para los ansiosos, es parte del disfrute. Ser la punta de la cola del hall para entrar al barco puede ser emocionante. Aunque signifique esperar más de una hora, porque no olvidemos que se tomaron el primer ómnibus y salen muchos, y el barco no sale hasta que llega el último coche.
Cuando finalmente se abre la portera y se puede entrar al barco, ahí corren para sentarse en las primeras ubicaciones al lado de la puerta. Así pueden bajar antes que nadie.
El viaje en barco, con sus moquettes gastadas, su capacidad desbordada como siempre, y sus videos de seguridad viejos como el buque. Ni hablar de los precios del bar. Ahí los alfajores Havanna casi podrían cotizar en bolsa.
El barco zarpa. El free shop ya tiene gente en la puerta esperando que abra. Se pierde conexión de red. Eso es bueno. Significa que estamos dejando nuestro paisito para acercarnos a la urbe Buenos Aires.
Se ve una luz a lo lejos. Después los rascacielos y más cerca la manga por la que bajaremos finalmente. Es un cruce sencillo pero la odisea lleva cuatro o cinco horas desde que uno sale de su casa hasta que pisa suelo porteño.
La salida es caótica. El paralelismo con el matadero sería injusto, sobre todo con los pobres animales. Las masas de gente tratando de acceder a la manga donde rondan los equipajes de más de mil personas, para después poder salir, sin antes hacer otra cola para pasar las valijas por el rayos x.
Ah sí, en ese momento, todos cansados, desgastados, sin un mínimo instructivo de cómo organizarse. Ahí se pierden los modales, el humor y las buenas costumbres.
Finalmente logro salir de la terminal. Con la pequeña valija para el fin de semana, salgo al aire de la noche. Camino por Córdoba hacia arriba. Paro un taxi. El hotel sencillo, el baño sin bidet y la ventana al pozo de aire.
Estoy en Buenos Aires. Ahora a disfrutar.
SEGUNDA PARTE – CALLEJEAR
Despierto en el hotel. Los ruidos de la cisterna de la habitación de al lado se combinan con los ruidos de los aires acondicionados amurados junto a la ventana. El hotel de estilo del microcentro porteño, con sus ventanas de madera mal mantenidas, que no cierran. El agua de la ducha cae cual gotera y el champú berreta me reseca las manos. El pelo queda erizado cual carpincho.
Pero todo eso no es más que folklore. Estoy en Buenos Aires y eso es lo que importa.
Bajo por el ascensor. Con la luz de la mañana veo el hall con sus baldosones gastados y el mostrador original y negro.
La calle luminosa. Empiezo a caminar. Tengo el esquema del recorrido. Paseo por el centro, recoleta, museo de Bellas Artes. Camino por horas. Todas las tiendas son lindas. Desde las librerías hasta las tiendas de recuerdos. Voy al Ateneo. Me pierdo por horas. Camino por Santa Fe. Las tiendas arregladas, los bolichitos, todos lindos.
Me duelen los pies a morir y todavía no llegué a recoleta. Me siento en un bar. Un cafecito y mirar la avenida. Ver la gente pasar.
Sigo mi camino. Subo al micro. Me bajo en Recoleta. Camino hasta el museo de Bellas Artes. Cada sala más linda que la anterior. Grandes artistas europeos y americanos. Veo cuadros de Figari y Torres García. Muchos.
Camino por libertador hasta el Malba. Ya es de tardecita. La ciudad iluminada. Los grandes parques de la ciudad. Las bicicletas, los maratonistas. El Museo moderno. Frida Kalo, la vanguardia.
Salgo y tomo un taxi. No es tan fácil, cada conductor me consulta por mi destino. Nadie quiere ir al centro el sábado de noche. Finalmente un conductor acepta llevarme al hotel. En el recorrido por la Libertador me relata la historia del peronismo con todos los detalles. Podría escribir un libro de cada viaje en taxi en Buenos Aires.
En la habitación me saco los zapatos. Ampollas en los talones.
A la noche teatro y cenar en el bar sobre la nueve de julio. Una pizza al tacho y un espresso al final.
Es medianoche y todos los teatros con sus marquesinas encendidas.
El hotel con su bombita a la entrada. El hall en penumbra y el ascensor viejo. La habitación está helada. La tele de la habitación de arriba resuena. El sueño me vence.
TERCERA PARTE – LA VUELTA
Desayuno en el hotel. El café caliente y las medialunas de rigor. Taxi al puerto. Otra vez los fanáticos de llegar primero haciendo larga cola por más de una hora. El barco todavía no salió de Colonia y los bolsos ya hacen la fila para subir antes que nadie.
El barco de vuelta. El puerto, la manga con los bolsos, la fila para los ómnibus. Dormir hasta la capital.
Tres Cruces de nuevo. La ciudad desierta en domingo.
Ampollas , libros nuevos y regalos para la familia en la valija de mano.
Fin de semana en Buenos Aires.
Linda nostalgia.