Le propongo hacer un viaje querido lector. Usemos para eso el vehículo más poderoso que el hombre jamás podrá inventar, no tema, cierre los ojos y déjese llevar por la imaginación. Ya lo sé, a veces es peligroso, pero recuerde que lo contrario de vivir es no arriesgarse.
Viajemos a Paris, es febrero de 1982. Oh la la la, Paris est toujours Paris mon ami. Crucemos el Sena, dejemos a nuestra derecha la majestuosa Notre-Dame para entrar a las callejuelas del Barrio Latino, dejemos también a la derecha la exuberancia de los Jardines de Luxemburgo y caminemos sin prisa por las veredas angostas de la Rue Descartes; cuando ésta se divida en dos tomemos a la izquierda, y antes que haga la curvita que nos lleve a los fondos de la Iglesia de Saint-Étienne-du-Mont, donde descansan los restos de Santa Genoveva, busquemos el gran zaguán de roble con el número 16.
No golpee, quizás no lo escuchen por el ruido y la algarabía. Según cuentan, en la casa de Jose Pons (este argentino nacido en Mendoza), la puerta está siempre abierta para los amigos, y para los amigos de sus amigos. Subamos entonces los viejos escalones también de roble; son solo tres pisos para llegar al salón, la música nos va a guiar. Prestemos atención y afinemos el oído, hay una guitarra que suena diferente, parece tocada a cuatro manos. Teníamos razón. Al fondo del salón, rodeado de gente, un hombre algo pequeño de pelo crespo, sentado, hace descansar una guitarra en su pierna derecha que está cruzada sobre la izquierda; sus dedos parecen volar sobre las cuerdas, casi en el puente. Parado, detrás de él, otro hombre también la toca, y sus dedos también vuelan sobre el encordado entre la boca y el mástil. Éste es algo más alto, también tiene el pelo crespo y usa barba. La cara del primero muestra concentración, es Baltazar Benítez y es de Durazno. El otro, quien sonríe al tocar, es Omar Espinosa, es de Salto y es el guitarrista que acompaña en Europa a Mercedes Sosa, quien cantara mañana en un teatro de Montparnasse. La cantante no da crédito a lo que ve y escucha.
“La Negra” no está sola, a su lado, con un vaso de vino en la mano Horacio Guarany se acaricia la barba. Sentado un poco más allá, Don Atahualpa Yupanqui mira con atención; y en el sofá de la sala, junto al dueño de casa, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados, Astor Piazzolla vuela sobre la música imaginando arreglos y disonancias.
A miles de kilómetros, cruzando el mar, un hombre escribe sobre un cuaderno pensando en su casa natal en la Colonia Rosell y Rius, ahí cerquita de Sarandí del Yi. Está lejos de su pago chico. A sus espaldas se ven los picos nevados de los Andes, piensa un poco y garabatea: “Viajar sobre un carro cargado de trigo. Eso es altura. Y aventura. Estiro una mano y toco el cielo en el sitio justo donde estuvieron dormidas las estrellas. Y en el aire, ha quedado su tibieza; así como en el pasto, al amanecer, en el sitio donde reposó el ganado del corral.” Tiene algo más de 30 años y sueña ser “semilla de cardo para que me lleve el viento de mi tierra a viajar por el mundo”. Cuando camina por la orilla del mar o de los ríos, le parece ver cartas escritas en la arena. “¿Quién las escribió? ¿Qué dirán? ¿Para quién? Es un alfabeto de palabra menudas, graciosas, casi imperceptibles, se diría huellas de gaviotas o de palomas que bajaron a apagar su sed. Pero nosotros sabemos que son cartas, Nicolás.”
Volviendo a Paris, en casa de los Pons, donde usted y yo estamos querido lector, los aplausos y los brindis se suceden luego de que la guitarra se hubiera silenciado. En eso, mientras Piazzolla charla con Benítez sobre tangos futuros y notas sobre un pentagrama imaginario, se escucha un: “¡¡¡Negrita!!! Por favor cantate la canción que estrenaste en Madrid”. “¿Te animas Omar?” dice Mercedes y éste, cómplice, le guiña un ojo.
Nosotros, querido lector, que estamos ahí la vemos; la semilla de cardo, nuestro “panadero”, se cuela por la ventana y cae sobre el clavijero. La guitarra en mano de Espinosa ataca con aquel arpegio de ida y vuelta en FA mayor sostenido que creara en Madrid. La melodía que surge de los dedos del salteño es simple, pero profunda, como los versos que parecen ser hechos para la profundidad de la interprete
“Soy agua, playa, cielo, casa, planta
Soy mar, Atlántico, viento y América
Soy un montón de cosas santas
Mezcladas con cosas humanas
Cómo te explico, cosas mundanas…”
Las manos del Maestro suben y bajan en el mástil mezclando notas graves con notas agudas, se parece al canto alegre de los pájaros que el poeta escuchó de niño en aquel arroyito que muere en Yi, que son distintos, pero parecidos a los que viven en el Alto Valle Rionegrino, junto a las montañas, cuando aquellos despiertan entre los enormes plantíos de Manzanos.
“Vamos, decime, contame
Todo lo que a vos te está pasando ahora
Porque si no cuando está tu alma sola llora
Hay que sacarlo todo afuera, como la primavera
Nadie quiere que adentro algo se muera
Hablar mirándose a los ojos
Sacar lo que se puede afuera
Para que adentro nazcan cosas nuevas” ….
Otra vez el silencio de la reunión para escuchar la poesía, la magia de la guitarra de Espinosa y la voz enorme de la Tucumana en la noche del barrio latino de Paris.
En tanto, el poeta, allá en sur, ajeno a que su semilla de cardo está allende el Sena, escribe: “Nicolas, seamos sinceros…es absurdo pensar que la primavera no existe! Estando Dios cerca, siempre volará la golondrina de la almohada. Y las viñas del alma no darán abasto para tanto sarmiento”
Vaya uno a saber cuándo Luis Ramón Igarzábal, el maestro rural nacido el 13 de febrero de 1948 en la Colonia Rossell y Rius, que fue funcionario del mítico y querido Liceo Rubino, autor del formidable libro “Cartas a Nicolas”, escuchó por primera vez a Mercedes Sosa cantar su poema “Soy Pan, Soy Paz, Soy Mas” ESCUCHE AQUI. Ni que habrá sentido al ver que su nombre no estaba en el disco como autor de la letra, quizás hubiera pensado que la poesía que dio alguna vez a aquel joven musico, de quien es padrino de uno de sus hijos, es eterna como las “cartas escritas sobre la arena”. “Porque una mano invisible las volverá escribir, aunque el viento las borre. Y está bien que así sea”
La Filosofía Barata y los Zapatos de Goma se hace chiquita ante la profunda poesía de Luis Ramon Igarzabal, quien ya no escribe cartas ni versos porque es semilla de cardo viajando por el mundo.
EL AUTOR: Gonzalo Recuero es periodista y escritor. Uruguayo, oriundo del departamento de Durazno. Delicatessen.uy publica esta nota con su expresa autorización