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Los filósofos son escritores desde el momento en que plasman sus teorías con un lenguaje formal. Por supuesto que algunos lo son más que otros, como es el caso de Jean Paul Sartre en el siglo XX, que no sólo fue el principal representante del existencialismo, a través de textos como “El ser y la nada”, sino que escribió novelas (“La náusea”, “Los caminos de la libertad”), obras teatrales (“A puerta cerrada”, “Kean”) y diversos ensayos que hoy pueden leerse también como ficciones (“Las palabras”). Pero la pregunta que habría que formularse es cuál es el límite entre la filosofía y la ficción, o mejor, ¿qué sentido tiene separar dos géneros que siempre han caminado tan cerca? Pensemos en Nietszche y en un libro como “Así habló Zaratustra”, que posee una clara estructura ficcional. ¿Alguien imagina la obra de Nietszche separada de su estilo? Incluso un texto como “El origen de la tragedia”, donde en 1876 el filósofo pone distancia entre lo apolíneo y lo dionisíaco, trabaja en el interior de la lengua con la fuerza poética del escritor consumado que fue siempre. Porque al decir verdad, Apolo es el dios que hiere de lejos, lo que significa, como demuestra Albin Lesky en “El origen de la tragedia”, que Apolo no está tan lejos de Dionisios como Nietszche supone. Sin embargo, y esto tiene que quedar claro, estamos hablando de uno de los textos más bellos de la historia de la filosofía, o de la literatura, decida el lector donde lo ubica.
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Nietszche, como Heidegger, lo primero que hizo fue mirar a los griegos. Heidegger escribió un libro sobre Heráclito, el oscuro. ¿Por qué el oscuro? Por su estilo, precisamente. Aforismos ya populares, como “Nadie puede bañarse dos veces en el mismo río” inspiraron una teoría del devenir que aún hoy ilumina las obras de filósofos contemporáneos, como Derrida o Deleuze. Pero esos aforismos también pueden leerse como poemas. Lo que encierra que todo pensamiento busca una forma poética. Heidegger no sólo analizó la obra de Hölderlin como nadie lo hizo hasta ahora, sino que él mismo escribió poemas para explicar la complejidad de ciertos conceptos. Para el autor de “Ser y tiempo” el más arriesgado es siempre el poeta. Dentro de su filosofía la palabra fundante es la de los poetas. “Llegar a la cumbre –sostiene- es ver el valle que ya pasé, pero es también ver lo que veo desde la cima. Veo otra cosa, que quizá es mejor, o diferente, sin duda. Esa es la tarea de los poetas”.
Llegado a esta punto podríamos afirmar que un trágico griego como Sófocles, más que Eurípides y Esquilo, es uno de los filósofos más prolíficos que conocemos. En “Edipo Rey” y en “Antígona” han abrevado científicos y pensadores una y otra vez. De hecho sobre Antígona hay inolvidables páginas de Hegel, de Kierkegaard y de Georges Steiner, recordemos que este último le dedicó uno de sus mejores libros. Goethe decía que cuando un texto es difícil y no se entiende en una primera lectura es porque allí hay algo valioso. El mundo de lo simple es el que alienta la estupidez. Pensar de manera contradictoria, oponer un razonamiento a otro y, sobre todo, estar dispuesto al salto que supone toda lectura profunda, un salto hacia el acontecimiento, es decir, hacia cierta libertad donde el riesgo supone abrirse a lo nuevo, a lo por venir, esa y no otra ha sido siempre la tarea del pensamiento.
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Cuando Roland Barthes escribe “Fragmentos de un discurso amoroso” es probable que no se haya propuesto escribir un libro sobre la filosofía del amor. Es un texto que tiene tanto de poético, como de literario o de psicoanalítico. Derrida escribe “El tocar”, sobre la filosofía de Jean Luc-Nancy, y plasma una obra maestra sobre el contacto con el otro en los más diversos terrenos, desde el arte hasta la ciencia. Y en el caso de Michael Foucault, ¿cómo ubicar libros como “Vigilar y castigar” o “Las palabras y las cosas”? ¿En el campo de la filosofía, de la sociología, de la semiótica? El común denominador de todos ellos es el trabajo sobre la lengua y cierta aproximación a algo del orden de la verdad. Es ahí donde los filósofos son escritores y los escritores son filósofos. Cuando en “Rumbo a peor”, Samuel Beckett repite con insistencia tres palabras: aún, tenue y vacío, a lo que está aludiendo, de manera deliberada o no, es a características centrales del mundo en el que le tocó vivir. El proverbio aún da cuenta de que a pesar de ese vacío existencial al que alude a lo largo de toda su obra, aún vivimos.
Párrafo aparte merece Alain Badiou, filósofo, dramaturgo y novelista francés. En todas sus obras el concepto de verdad aparece en alguna de estas cuatro instancias: el encuentro amoroso, la invención científica, la acción política y la creación artística. Es el último de los grandes filósofos capaces de crear un sistema. En efecto, “Lógicas de los mundos: el ser y el acontecimiento”, no solo es una obra monumental para el campo filosófico; también es una reflexión que incluye lo poético como una de las formas más sutiles y profundas del pensamiento. Para Badiou, todo filósofo es un actor potencial y es muy importante para él jugar con los lenguajes y comprometer nuestros cuerpos en ese juego. En ese sentido sus postulados teóricos incluyen siempre la experiencia del cuerpo. Repasar la obra de este filósofo francés pone al descubierto como filosofía y ficción transitan la misma vereda. Es más: para completar sus obras Alain Badiou necesitó siempre de la ficción. Filosofía y literatura, en definitiva, parecen hermanas gemelas en un mundo cada vez más necesitado de ambas.
Delicatessen.uy publica esta nota con expresa autorización de su autor.