En el barco había de todo, ¡hasta carne! ¡Qué bárbaro! Y pensar que un grupo de pasajeros, emigrantes de clase única, fueron a hablar con el capitán para decirle que no iban a tolerar que les estuvieran dando muy mal de comer y que harían un motín si no mejoraba la situación. Que lo de las bodegas podía pasar… ¡pero lo de comer, no! ¡Increíble! Yo no entendía nada. El caso es que después de ese acontecimiento los postres eran fantásticos… ¡Hasta nos daban helado!
Había hecho tres amigos ocasionales y jugábamos a policías y ladrones, a suertes. Cuando me tocaba esconderme, lo hacía en los botes salvavidas, debajo de la lona, no me encontraba nadie. Después le contaba a mi papá: “En las lanchas salvavidas hay una caja de madera que tiene latas de todo, atún, carne y otras cosas más”… “¿Y tú cómo lo sabes?”
Los amigos eran: “el botija”, uruguayo y “los pibes”, argentinos, dos hermanos. Todos pasajeros de clase turista, que quería decir primera, no como ahora que “clase turista” es en la que se viaja en la parte “comprimida” de los aviones. Venían de pasear con sus padres, que eran antiguos emigrantes gallegos de buena posición económica. No recuerdo sus nombres, yo era “el gallego”. Un día me vi en el medio de una disputa de niños y salí a defender al “botija”, que era medio regordete, motivo de burlas de los dos hermanos, por lo que hubo una pequeña escaramuza donde “los pibes” le aplicaban repetidos golpes al “botija”. Sin pensarlo enfrenté al más grande de los hermanos hasta que alguien nos separó. Después de eso dejamos de ser amigos. Cosas de niños.
“¡No le tengas miedo a los más grandes!”… “¡Apártate de las compañías que no te convienen!”… El hermano Octavio y sus consejos estuvieron presente muchas veces.
Todas las noches había música y baile en un pequeño salón. Animaba un grupo de músicos argentinos; piano, batería, clarinete y contrabajo. ¡Era música de jazz!… ¿Qué es eso? ¡Me encantaba! Me pasaba un buen rato todas las noches mirando y escuchando esa hermosa música, nueva para mí. En Santiago escuchaba música de la banda municipal, gaiteros, charangas, orquestas que tocaban boleros o música mexicana en algún baile o verbena, pero el jazz era algo nuevo que me cautivó. Salvo alguna vez que había escuchado brevemente algo de ese género en alguna emisora de radio… Desde ese momento mi amor por el jazz quedó establecido. Total que, poco a poco me iba adaptando a la nueva situación y la travesía de veintiún días se tornó en algo casi muy grato.
En Río de Janeiro se quedaron muchos emigrantes principalmente portugueses y nos asignaron un camarote doble para ocho, con ojos de buey, para los seis de nuestra familia. Cuando ya veníamos llegando a Montevideo puse mucha atención. Con un mapa nos informaban por donde íbamos navegando. Pasamos a la altura de Punta del Este, por la mañana muy temprano. Apenas llegábamos a divisar la costa a lo lejos. Se notaba bien la franja que divide el océano del mar a donde íbamos entrando, que kilómetros más adelante se convertiría en el estuario del Plata, el Río de la Plata donde se encontraba Montevideo, nuestro puerto de destino y doscientos kilómetros más hacia el oeste, río adentro, la ciudad de Buenos Aires.
Yo observaba con mucha atención. Apenas fui al comedor a la hora del almuerzo y volví a la baranda del buque. Sentía mucha curiosidad. Al pasar a la altura del balneario Atlántida, a unos cuarenta o cincuenta kilómetros de destino, el barco ya se iba acercando más a la orilla y antes de entrar en la bahía se divisaba toda la zona costera de la ciudad de Montevideo, muy bonita. A lo largo de más de veinte kilómetros pasando por los barrios de Carrasco, Malvín, Pocitos —supe después esos nombres—, me preguntaba: “¿Me tocará vivir por alguno de estos hermosos lugares algún día?” ¡No, no!… Pronto me daría cuenta que la respuesta a mi pregunta sería negativa, al menos por el momento y por mucho tiempo más.
Al llegar al puerto, gran alegría de la gente que esperaba a sus parientes. El barco era una algarabía. Parecía algo así como un gallinero, todo el mundo hablaba a la vez y gritaban y saltaban. Yo estaba bastante indiferente, para mí daba igual, más bien observaba. Ahora me daba pena dejar el barco. ¡Qué extraño era todo! Me había dado congoja al salir y me daba pena al llegar.
Me impresionaban los edificios que veíamos desde el puerto y el gran movimiento que había. Se veía que era una ciudad grande, mucho más que A Coruña y por supuesto que Santiago, que parecía como si se fuera quedando en el simple recuerdo, aunque en realidad no sería así. Cuando Compostela volvía a mi memoria sentía como que se me apretaba el corazón. Prefería apartar mis pensamientos y mirar al frente.
Primero subieron al barco las autoridades de Sanidad y de Emigración. Había que tener los papeles preparados, o sea los pasaportes y el permiso del consulado uruguayo, en nuestro caso de A Coruña, requisitos indispensables, porque sin documentación en regla ya no se habría podido embarcar y mucho menos desembarcar. ¿Cómo habría hecho mi tío “el polizón” cuando llegó a Buenos Aires camuflado en un barco? Los de Sanidad le preguntaban al Capitán del buque si venía algún pasajero enfermo y si era así las autoridades se hacían cargo. Pero no solo preguntaban, también hacían una inspección ocular, para lo cual teníamos que estar todos en exposición. Después fuimos bajando del buque con los pasaportes en la mano. Mi hermano y yo, por ser menores de edad, estábamos incluidos en el pasaporte de nuestro padre. Yo era menor para el pasaporte, pero ¿no fui menor para la bodega del barco?… ¡Vaya!
Así que íbamos al lado de mamá y papá, todo el tiempo. En el muelle había una barrera de guardias de la Marina que no dejaban acercarse a nadie mientras bajábamos. Luego pasamos al edificio de Aduana donde primero nos controlaban los documentos y después pasábamos a retirar las maletas, luego del breve control de los inspectores, por unos mostradores de madera, bajos y anchos, que me recordaban el banco del hospital donde iba a comer guiso cuando mi tía “pies moños” estaba ingresada.
Al verificar que los pasaportes y toda la documentación, la carta de reclamación, con la identificación del reclamante, autorizada por la Dirección de Emigración, estaba en regla, nos daban una especie de cartilla provisoria y debíamos presentarnos a los dos o tres días en la Dirección de Inmigración, en un edificio del barrio de la Ciudad Vieja, donde nos otorgaban un permiso provisorio de estadía. Teníamos la obligación de seguir presentándonos periódicamente, no recuerdo cada cuántos meses y nos iban sellando el certificado que nos habían dado. Si cumplíamos con todos los requisitos —qué remedio nos quedaba—, estábamos en condiciones de presentarnos después a la Jefatura de Policía para iniciar el trámite de documento de identidad provisorio. Yo tuve que gestionar ese documento algo más de un año después para el ingreso al liceo nocturno. En mi caso fue muy fácil porque además de estar en regla la documentación de mis padres, tenía certificado laboral y de aportes a la Seguridad Social. Sí, así es. Lo que menos esperaba era que a los once días de pisar suelo uruguayo estaría trabajando en una fábrica de productos químicos. Así que ese documento me lo dieron permanente, primero válido por un año y después por tres, pasando a ser ya un ciudadano residente.
Ocho años después, cuando ya tenía los años de aportes a la Seguridad Social requeridos, decidí iniciar el trámite para obtener la carta de ciudadanía legal, que me fue otorgada, con todos los derechos, luego de tres años, en 1964, y estoy muy orgulloso de tenerla. Por supuesto que no perdí nunca la ciudadanía española, no estaba en mi consideración renunciar a ella de ningún modo. A los que no presentaban certificado de trabajo y aportes, le daban un documento de identidad provisorio por unos meses y tenían que presentarse en fecha en Inmigración y en la Policía, porque de lo contrario podían quedar como ilegales y después se tornaba muy difícil la tramitación. Finalmente, siempre que se cumpliera con los requisitos correspondientes, otorgaban el documento de identidad como residente, por tres años. Aún hoy ese documento es válido por ese período para los que no son ciudadanos legales uruguayos. Para el permiso de trabajo, por ser menor, también tenía que presentarme periódicamente a una dependencia de la Seguridad Social, acompañado de mi padre. Así que de vez en cuando andaba por la ciudad con el relojero de un lado para otro.
Después de los trámites de documentación en la Aduana, salimos al fin, a abrazarnos con nuestros parientes que nos estaban esperando con una amplia sonrisa, algarabía, algunas bromas y lágrimas también.
Yo me sentía confuso, veía tanta gente por todos lados que solo atinaba a estar pegado a mis padres. Mi hermano y yo parecíamos pollitos arrimados a la gallina.
Un taxi de un amigo de mi tío, el gallego Míguez, músico, extrovertido al máximo, casi “loco”, a quien admiré después y agradecí en mi interior el habernos tratado con esa fraternidad, y otros dos taxis, nos llevaron a donde viviríamos. Miraba con asombro las calles con tanto movimiento, las avenidas con autobuses repletos de pasajeros, los tranvías igual. Veía muchos comercios y ¡muchos letreros luminosos! En Santiago había uno solo y era de mi tío Pedro… “Óptica Losa Electricidad”, en la Puerta Fajera —yo estaba muy orgulloso de ese letrero—. Encontraba todo muy distinto a mi tranquila Compostela. ¿A dónde iríamos a vivir?… ¡Yo qué sé!
A las dos horas de bajar del barco fuimos llegando todos a una casa del barrio de La Unión. Una vivienda antigua y modesta en un barrio humilde. La casa la había alquilado mi tío Francisco para los que llegaron primero. Ahora viviríamos todos juntos en ella. Nos dieron la segunda habitación, amplia, con varias camas y ahí dormíamos todos. Mis padres, mi hermana Carmiña “Mucha”, mi prima María del Carmen, mi hermano Pedrito, mi tío Francisco y el primo Pepe, de Vigo, ocasionalmente, y yo. Pepe era hijo de la tía Divina y el tío Vicente, el hermano mayor de los Rocha que había fallecido en África. Tío y sobrino se querían mucho y cuando el tío tenía franco, Pepe, que vivía en el barrio La Teja, venía a veces a quedarse a La Unión, para estar con su tío. Algunas veces también se quedaba Joaquín, hermano menor de Pepe, que llevaba a mi hermana y a mi prima, sus primas por lo tanto, a pasear por la ciudad y si llegaban muy tarde, se quedaba con nosotros en casa y lo pasábamos muy bien. Cuando estábamos todos, tirábamos colchones extra por el suelo. Mi hermano y yo éramos los candidatos seguros a ocuparlos, pero eso no tenía ninguna importancia. Me hacía recordar los tiempos de Lalín, que nos arreglábamos de la misma forma.
En la habitación principal habitaban mis tíos Margarita y Alfonso, los que habían vivido con mamá Manuela, con mis primas Concepción “Chita” y Manolita y mi primo Alfonsito.
La casa tenía una cocina más o menos cómoda, un pequeño baño con calentador de alcohol para la ducha, una ante cocina, vacía, sin muebles y un pasillo, más otra pequeña habitación que se le sub alquilaba a una señora muy mayor.
Una rejilla de madera limitaba el pasillo con un patio con piso de tierra que hacía esquina, bordeado de arbustos “transparentes”. En un rincón había un gallinero, al medio una higuera y en el resto nada plantado, tierra. En ese patio habitaba un perro policía adiestrado, “el negro”, propiedad de mi tío. Pronto nos hicimos amigos.
Habíamos llegado el 16 de noviembre, ya hacía calor. Por la mañana temprano, mi tío Francisco, que cuando no estaba navegando vivía con nosotros, se iba al patio, se sentaba al pie de la higuera y tomaba su mate. Yo no perdía oportunidad de sentarme a su lado y me animaba a preguntarle cosas y él, aunque era muy parco, me contestaba con mucha explicación como si estuviera hablando con un igual. Me llamaba la atención el conocimiento de la gente y costumbres del nuevo país que tenía “el polizón”, que a veces me contaba alguna historia de sus primeros tiempos en Uruguay. Muy pronto empecé a salir con él y mi padre a recorrer Montevideo y conocer gente.
Aunque La Unión era un barrio humilde, la ciudad me impresionaba muy bien. Era una época de oro de Uruguay, Montevideo me parecía Nueva York, que aunque no la conocía, la tenía en la imaginación por algunas lecturas, fotografías y lo que había oído hablar de esa gran ciudad. La frustración se habría de presentar muy pronto, al manifestarse la diferencia entre la expectativa y la realidad.