Como si se tratara de una predicción que tuviera la ineludible vocación de convertirse en realidad, el término persona ha logrado en nuestros días conectar con su origen etimológico. La máscara del actor en el teatro clásico sirvió a nuestros antepasados latinos (y antes que ellos a los griegos) para construir una palabra que hoy tiene más sentido desde que un virus decidió convertirnos en improvisados actores cotidianos de un teatro callejero caracterizado por un baile de máscaras que, tal vez, para suprimirle su sentido trágico (nunca mejor dicho) denominamos mascarillas, que los diminutivos de las palabras restan dramatismo.
Y es que la mascarilla desde hace un tiempo es la protagonista de nuestras vidas. En un principio, contemplarnos a nosotros mismos con ellas nos transmitía una mala sensación apocalíptica, pero como los seres humanos somos dados a adaptarnos con facilidad a cualquier situación, poco a poco, le hemos dado otro carácter, como si se tratara de una prenda necesaria para poder vestir con dignidad, sin que debamos de obviar que la ausencia de esta prenda conlleva peligro para nuestra salud y la de los demás, al margen de eventuales sanciones, circunstancias que la distingue de las demás prendas que solemos usar a diario. Luego, como prenda habitual que ya es, está sujeta a las mismas normas y reglas del mercado que otra cualquiera, maravillándonos de la inventiva de nuestros semejantes en cuanto a diseño, formas y colores. De la básica, que el mercado denominó quirúrgica y que tanto escaseó al principio y tanta polémica protagonizó, hemos ido avanzando en sofisticación y presencia, que lejos de su unívoca vocación preventiva y proteccionista con la que nació ha ido ocupando, cada vez más, un espacio importante en nuestras vidas y en nuestro armario, hasta el punto de que no sería difícil conocer a vuela pluma la adscripción política, deportiva, cultural o simplemente el gusto personal estético de quien la lleva. Los equipos de fútbol la fabrican con sus colores, las empresas aprovechan para hacer publicidad, que va más allá de la subliminal, los partidos políticos y los sindicatos las regalan a sus afiliados e, incluso, las hay con proclamas reivindicativas de todo tipo, por lo que no transcurrirá mucho tiempo para que se convierta en una especie de referencia publicitaria (si no lo es ya) con posibilidad, incluso, de esponsorización en el caso de que quien la porte sea persona de brillo y fuste con gran capacidad de presencia en los medios de comunicación de masas y en las redes sociales.