Ruleta | Ricardo Soca | Cristina Peri Rossi

La Ruleta / Edvard Munch (1863-1944) Rasmus Meyer Collection, Bergen (Noruega) Óleo ( 115.5 x 74.5 cm.)

La ruleta es un juego de azar, practicado principalmente en los casinos, de uso muy antiguo, que se remonta a la Edad Media. El movimiento de la rueda, la velocidad de su giro y el mágico misterio sobre dónde va a caer la bolilla han fascinado a las personas durante muchas generaciones. Fue el matemático y polimata francés Blaise Pascal quien configuró el juego de una forma muy similar a la actual, 36 números, del 1 al 36. A pesar de ser un entretenimiento que podía divertir a la gente en familia o en reuniones, la ruleta no era rentable, puesto que la probabilidad de acertar es de una en treinta y seis, y como a los acertadores se les pagaba 36 veces la suma apostada, no había ninguna ganancia para la banca. Esa era precisamente la idea de Pascal, que buscaba un juego perfectamente equitativo.

Finalmente, en 1842, los hermanos Blanc le agregaron un nuevo número, el cero. Como la posibilidad de acertar se redujo así 1 probabilidad en 37, quedaba una ventaja para banca del 2,7 por ciento. Con estas reglas, la ruleta se introdujo al casino de Montecarlo. Más tarde, en los casinos de Estados Unidos, se introdujo otro número, el 00, con lo que la ganancia para la banca aumentó a 5,26%.

El nombre que se le dio al juego fue roulette, en francés, ‘pequeña rueda’ o ‘ruedecilla’, generalmente de un mecanismo. En esa lengua, la palabra reuëlette ya se registraba en el año 1109, con el significado de ‘pequeña rueda, ruedecilla’, generalmente colocada en los pies de algún mueble.

Por metonimia, se llama también así a los casinos donde se juega la ruleta. Finalmente, tenemos la ruleta rusa, dispararse con un revólver que tiene una sola bala, para que el azar decida si se sigue o no viviendo. Que hay de todo en este mundo.

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En el año 1992, la escritora uruguaya, radicada en España, Cristina Peri Rossi, publicó una excelente novela, «La última noche de Dostoievski» Como complemento al texto de Ricardo Soca, publicamos un extracto de aquella novela. 

 

A las dos de la mañana, sólo permanecemos en la sala los jugadores convencidos, los fanáticos, los místicos. («Templos del azar», fueron llamados los casinos, de Montecarlo a Saigón). Los verdaderos jugadores somos solitarios y silenciosos: jamás nos dignaríamos a hacer un comentario sobre el azar: nuestra postura frente a él es soberbia, orgullosa. Perdemos con gran entereza, sin un improperio, sin una maldición. Nada de reclamar contra el seis, que no salió, ni despotricar contra el veintinueve, que quedó en pantalla. Del mismo modo, el verdadero jugador, cuando gana, no gesticula, no alardea, no hace alharacas. Sabe que perder o ganar es un hecho más allá de cualquier comentario. En todo caso, perder o ganar es un asunto de orden metafisico, acerca del cual no sirven los juicios humanos: no es un asunto de justicia, ni de trabajo, ni de eficacia, ni de método. Es otra cosa. Esa otra cosa que es no tiene todavía un código, un signo con el cual expresarse o simbolizarse. Sólo una aparente indiferencia corresponde a este orden del azar: la impavidez cuando se pierde, la impavidez cuando se gana. El azar reproduce el desorden del mundo; a uno le toca nacer en una familia rica, a otro, nacer de padres pobres y desconocidos; a uno le toca un cáncer, a otro, inteligencia para las ciencias, Hay teorías que pretenden explicar esos misterios: las religiones, la historia, la biología. Pero a pesar de esas teorías, la vida sigue siendo irreductible, un verdadero caos. No sabe más acerca de estos misterios aquél cuyo cartón recibe el premio que el otro, cuyo cartón ha perdido. Ganar o perder no son iluminaciones: no hay ninguna verdad accesible en el azar. Tampoco en otras disciplinas. No sabe más acerca del misterio de la existencia el budista o el cristiano, el físico o el burócrata, el militar o el político, el hombre o la mujer, como no sabe nada acerca de la seda el gusano que la produce, ni sabe nada acerca del marfil el elefante.

El hecho de que el azar sea irreductible provoca, en la mayoría de los jugadores, una tendencia incontenible al fetichismo y a la superstición. Conozco a un jugador de ruleta, por ejemplo, convencido de que sólo puede ganar la noche que usa una cinta negra al cuello, heredada de su abuela de Kansas. La noche en que la lleva y pierde, no atribuye su mala fortuna al delgado y largo fetiche, pero si en cambio, el azar lo favorece, cree que se debe a los poderes ocultos del fino lazo.

Muchos llevan amuletos en el bolsillo: un anillo de la madre, un encendedor de la esposa, un abanico de sándalo, unos calcetines a rayas; sienten predilección por una mesa, un rotulador especial o una prenda de ropa favorita. (Tai Hing, famoso fumador de opio y jefe de los casinos chinos de Macao, estaba convencido de que el rojo era el color que aportaba suerte a los jugadores, y el verde y el blanco, en cambio, favorecían a la banca. Prohibió el rojo en todas sus habitaciones y en la publicidad de sus casinos). Yo mismo estoy sujeto a estas supersticiones. Porque el pensamiento mágico nos asalta cada vez que nos sentimos inseguros o que comprendemos la desproporción de nuestras fuerzas frente al azar. «La morena que vende los cartones me da suerte», o «La mesa veintitrés es cantadora» son las manifestaciones de este pensamiento irracional. (Pero cuando estamos gravemente enfermos ocurre lo mismo; nos sanará la gorda papisa que efectúa imposición de manos, o la pasta de hierbas de la India, o ese agua milagrosa conservada en un pequeño frasco sin etiquetar). Durante un período en que perdía casi todas las noches, terminé por atribuir la mala racha a una americana de tweed color miel que hasta entonces había sido una prenda cómoda y que me sentaba bien. Comencé a mirarla con malos ojos cuando el veintidós no salió, y me pareció que ella era la culpable de mi mala suerte. Al fin, la abandoné en el fondo del ropero, y cambié de americana. Por supuesto, estas relaciones no se pueden demostrar científicamente, pero el orden del azar es el de la irracionalidad y el misterio, como la fe. El jugador sólo cuenta los éxitos, no los fracasos, igual que los curanderos, los adivinos y los políticos.

Del mismo modo, nos parece que algunas vendedoras de cartones son más auspiciosas que otras. Si nos sonríe o nos hace un comentario halagador, pensamos que sabe que esa noche ganaremos. Si nos trata con indiferencia y no nos mira, sospechamos que ha elegido a otro para dispensarle la fortuna. La tendencia a emplear mujeres en las salas de juego responde a una simbología casi religiosa. Para el jugador vocacional, el casino o el bingo es un templo, donde la pasión de ganar y la de descifrar el destino sustituyen a la oración. Como en los templos, las salas de juego están llenas de reclamos para los sentidos. Brillan las arañas de caireles como velas votivas, se expande el humo de los cigarrillos como el perfume de los incensarios y el púrpura de las alfombras y de las sillas ahoga los pasos, los gestos, para que sólo se escuche, como una letanía, la voz sacerdotal que recita los números, las bolas. En los templos paganos, las vestales custodiaban los secretos del destino.

 

Delicatessen.uy comparte los textos de Ricardo Soca y de Cristina Peri Rossi con expresa autorización de sus autores. El libro de Peri Rossi es de 1992, editado por Grigalbo Mondadori. Soca lo publicó originalmente  aquí