Entrevistas imposibles: el asalto de las monjitas | Hebert Abimorad

Montevideo era una ciudad floreciente y sosegada. Corría el año 1963, hacía dos meses que había asumido el Partido Nacional su segundo colegiado que resultó electo en las elecciones de noviembre de 1962. El presidente era Daniel Fernández Crespo. Lo que le voy a contar sucedió el 20 de mayo, con un tiempo lluvioso y ventoso, día que escondería un acontecimiento espectacular lindando con la ficción.

Acostumbrado a mi caminata diaria mirando las vidrieras de Introzzi y Casa Soler, tiendas ubicadas en la zona de la Aguada, con mis libros del liceo bajo el brazo, me dirijo a una silla del bar ubicado en Av. Rondeau y Agraciada. Pido un refresco y campaneo a los transeúntes que muestran cierta tranquilidad ese mediodía, miro el reloj, son las 13 horas, oigo el rechinar de cuando se levantan las cortinas del Banco la Caja Obrera ubicado en Rondeau 1637. A los pocos minutos llega la policía. ¿Qué ha pasado?

Al pagarle al mozo levanto la vista y veo pasar a dos monjas, algo me llama la atención, llevan bolsos de color rojo en sus manos en contraste con sus hábito grises, cubiertas sus cabezas de negro y cofías blancas. Una monja era más alta que la otra. Llevan lentes oscuros, muy extraño, para un día de lluvia. Sigo su caminar. En el momento que se suben a un ómnibus corro, cruzo la calle y tomo la misma locomoción sin mirar su destino. Estoy obsesionado por sus bolsos rojos. Se acomodan en el asiento de “los bobos” que son para tres personas, queda un espacio libre, allí me siento.

Con el pretexto de que necesito una entrevista para el liceo las encaro y pido permiso para sacar mi pequeño grabador.

Ante el nerviosismo que irradian mis interlocutoras quiebro el silencio con una formalidad:

¿Qué bonitos bolsos?

Cierto, llaman la atención, responde la más alta y rubia que está sentada a mi costado, los compramos en London París.

Es el momento que se produce lo inesperado, ante mi ojeada a unos de los bolsos sobresalen billetes, la monja al percatarse cierra el bolso con rudeza. Se entrecruzan nuestras tres miradas y no tienen más remedio que la confesión y dicen:

Acabamos de asaltar el Banco la Casa Obrera. Por favor trate de comprender, el dinero lo utilizaremos para comprar comestibles para los niños de los barrios carenciados, Borro, Marconi, Maroñas y otros.

Impávido, atino a preguntar:

¿Robaron mucho? Hasta este momento no lo sabemos, pero se guardaba cerca de medio millón de pesos en el banco.

¿Y cómo lo sabían? No se lo diremos réplica la más pequeña y gordita de las dos.

Restablecido de la sorpresa quiero conocer lo que ha sucedido.

¿Cómo se atrevieron?

Sabíamos que solamente estarían en el banco, el gerente, dos auxiliares y el portero. No se utilizó ningún tipo de violencia.

¿No entiendo, se dejaron robar sin intimidación?

Se sonríen al unísono y se tocan la cintura. Dos de calibre 38, me dicen.

Y agrega, la alta y rubia que se saca los lentes, dejando al descubierto sus ojos celestes, conocíamos el plano del local. Encerramos a los empleados en la cocina y el baño, donde no había alarma. El gerente, muy gentilmente, nos abrió la caja fuerte.

¿Qué duración les tomó el atraco?

Siete minutos, contesta una de ellas.

¿Pertenecen a un grupo revolucionario?

El silencio cubre a las monjas.

La prensa nacional e internacional se hizo eco del asalto de las monjitas. Los testigos, desde los empleados del local bancario, inclusive el gerente, habían reaccionado con estupor al ver dos hombres con hábitos de religiosas, y fue entonces que la imaginación popular ubica a las asaltantes caminando de manera masculina por la calle Agraciada.

Cierre de fronteras, puertos y aeropuerto, buscando dos hombres argentinos. De nada sirvió. Se especuló que el dinero fue invertido en el Parador del Cerro, un local que se hizo moda en ese tiempo. Empresarios jóvenes de la alta sociedad. Nada de esto cierto.

Guardo el grabador, me apeo del ómnibus y aguardo en la parada el 156 que me llevará al Cerrito.