El 22 de abril de 1949 Vladímir Nabókov jugó su último partido de fútbol. Ese día cumplía 50 años. Era el golero de su equipo desde que había llegado a Estados Unidos, hace cuatro años, pero en Francia -y en Inglaterra- había jugado en ese puesto, en cuanto había podido conseguir un cuadro para saciar su sed deportiva. El ajedrez estaba bien pero no lo hacía moverse tanto.
Era un partido decisivo, si perdían quedaban eliminados de la liga local y ya eran hombres mayores, sabían que para muchos, eran los últimos días de fútbol. Quizás hablaron demasiado de eso en la previa. Demasiado énfasis en que luego de este campeonato, para muchos de los jugadores, no habría otros. Los dolores posteriores eran cada vez más difíciles de aplacar. Las lesiones más frecuentes. Las arritmias más preocupantes.
Vladimir, el genial escritor ruso, no quería dejar el fútbol. Lograba despejarse de su mundo lleno de mariposas. Lo llevaba a la tierra, sentía su latido.
Un par de atajadas demostraron que seguía en forma y gracias a un penal mal cobrado que logró despejar su equipo atacó durante toda la segunda parte.
Pero algo había cambiado. La grada estaba sumergida en un inquietante silencio. El veterano guardameta miraba a la gente y trataba de entender su desconcertante actitud, su falta de pasión. Entonces la vio. La chica era muy joven, una adolescente, pero tenía algo adulto en el rostro, pensó por un instante que quizás era su belleza la que había enmudecido al pequeño grupo de aficionados. Entonces Quilty, el delantero rival, pateó desde afuera del área y el gol fue inevitable.
El partido terminó uno a cero. Todos se fueron sin reproches. Algunos suspiraban al salir del césped, otros lloraron en las duchas.
Todos volvieron a sus casas cabizbajos. Todos, menos el ilustre golero, que se sentó a escribir una novela sobre la soledad de un hombre adulto, sobre la pasión, sobre la juventud y sobre el dolor.