La historia final de Franz Kafka es el comienzo. El escritor en su lecho de muerte, cede sus manuscritos a su amigo y albacea Max Brod (1884- 1968) y, según la leyenda, le suplica que los queme. Luego el Sr. Brod, autor a su vez de varios textos sobre judaísmo y religión, publica los libros que convierten a Kafka en Kafka.
Pero como señalamos, esto sólo es el principio. Esos manuscritos se verán envueltos en una historia que tiene como protagonista a la secretaria de Brod, Esther Hoffe (1906- 2007). Cuando muere Max Brod le cede el cuidado de los manuscritos.
Ya anciana, la señora Hoffe vivía en Tel Aviv, sola, en una casa llena de gatos y los manuscritos del genial escritor. El Estado de Israel, muy interesado en rescatar la condición de judío del “icono Kafka”, emplaza a Esther a entregar los textos. Lo mismo hace Alemania, y sobre todo las universidades de la lengua en la que escribía Kafka.
Pero la Señora Hoffe, fiel al encargo de custodiar aquella obra literaria, no soltaría una sola página. Durante años, los textos y sus participantes se vieron envueltos en juicios interminables y argumentaciones laberínticas. El destino quiso que la situación tuviera el adjetivo adecuado: “Kafkiana”.
La señora Hoffe viviría hasta los 101 años. Cada vez que pienso en ello recuerdo a la madre de Borges que a los 90 decía :”Que horror, se me fue la mano, debería darme vergüenza haber vivido tanto”. Las hijas de Esther Hoffe, también longevas, seguirían la estela de su madre. Al tiempo se vendería el manuscrito de El Proceso, por dos millones de dólares. Y hasta hoy, Israel y Alemania se siguen disputando la pertenencia del escritor checo.
Esther Hoffe siempre me resultó fascinante. Sobre todo porque en el legado de Kafka había muchos textos reveladores. Por ejemplo: se puede intuir que la leyenda del fuego purificador quemando la magna obra quizás no fuera tan cierta, cabía la posibilidad que Max y Franz hubieran pactado que publicar y que no, incluso como editarlo. Además, porque al parecer Max Brod, un señor casado y religioso, se encargó de editar, al punto de elegir, y sobre todo de enfocar la obra de Kafka. Ese escritor oscuro y agobiado, también tenía cartas de amor, textos humorísticos y mucha literatura que rozaba (en el más libertino sentido de la palabra) el erotismo.
Kafka quizá no era ese hombrecillo débil, ahogado en una oficina, esa pobre cucaracha gris y solitaria. Cuentan que cuando leyó a sus amigos El proceso tenía que detener la lectura por la risa que le causaba su texto de humor. El castillo tiene escenas de fuerte contenido erótico.
Kafka, un tipo de un metro ochenta y pico, flaco y vital, solía andar en moto, tuvo muchas novias, le encantaba escribir al punto de, como cuenta Paul Auster en Brooklyn follies, hacerse pasar por la muñeca de una niña y enviarle a la misma cartas para convencerla que no se había extraviado sino que estaba de viaje.
Hablando de esto, Manuel Vilas me dijo que defendía mucho a Max Brod. “Cuando llegaron los nazis y él tuvo que escapar se llevó una maleta con los manuscritos de su amigo”. Dice Vilas que ese tipo tenía tal visión, creía tanto en la obra de Kafka (cuando no era Kafka), que en lugar de llevarse sus calzoncillos, se llevo un montón de hojas que él valoraba más que todas sus pertenencias.
No importa que las haya seleccionado a su gusto, ni que le haya pasado el legado a su secretaria (y presunta amante), lo que importa es que si conocemos a Franz Kafka (1883- 1924) es gracias a esa convicción.
En cuanto a Esther: Ella cuidaba esa obra con el mismo celo que Brod. Pero no de nosotros. La cuidaba para nosotros