Es muy vasto el tema literatura y enfermedad como para encasillarlo en algunos textos o personajes aislados. Es productivo, en cambio, pensar de qué forma la enfermedad ha alimentado a la literatura a lo largo del tiempo. Desde ya, la idea de un artista loco ha sido uno de los tantos lugares comunes a los que se recurre cuando se habla de locura y creatividad. Enrique Pichon-Rivière , figura central del psicoanálisis en la Argentina, decía que el artista sólo puede crear con sus partes sanas. Cuando Pichon-Rivière se refería al poeta Jacobo Fijman, que pasó gran parte de su vida internado en el Borda, sostenía que sólo cuando la psicosis le daba respiro podía crear.
En la misma dirección resulta emblemático el caso de Alejandra Pizarnik. Nadie sabe con exactitud que la llevó a suicidarse el 25 de septiembre de 1972. Su obra, como la de Samuel Beckett, da cuenta de la imposibilidad de la palabra, o mejor dicho, de los límites de la palabra a la hora de abordar lo que le ocurre al ser humano en sus zonas más profundas. De locura, internaciones y pérdida del sentido de realidad sabía mucho Antonín Artaud, el autor de «El teatro y su doble» y de «Heliogábalo o el anarquista coronado». Artaud terminó sus días en un hospicio y poco antes de morir escribió un texto hermosísimo para una muestra en París de la obra de Van Gogh. Jamás hubiera imaginado que en el año 2014 el Musee D’Orsay presentaría una exposición con parte de la obra de ambos enfocada, precisamente, en el padecimiento psíquico que sufrieron. En esa muestra había registros fílmicos de Antonín Artaud, que lo mostraban como un actor iluminado por cierto fuego interno difícil de precisar. A esta altura, no es difícil percibir que el concepto de enfermedad cambió con el tiempo. Y que de la misma manera que a Oscar Wilde se lo trató de enfermo por su homosexualidad, más de una artista fue perseguido –algunos atrapados y ejecutados- por la llamada Santa Inquisición. Que se haya creado el mito del artista loco no significa que éste sea real. La locura, en todo caso, está en sus personajes más que en los autores. Y también para la estética contemporánea esta última posibilidad debería discutirse. Medea asesina a sus hijos y Hamlet enloquece a Ofelia, pero sería muy superficial considerar que están locos. En el arte el padecimiento psíquico es una caldera de enorme creatividad.
Al reflexionar sobre literatura y enfermedad, y para evitar simplificaciones, podríamos afirmar que todo padecimiento del cuerpo en el terreno del arte habla de otra cosa. Un sujeto es un cuerpo. Los enfermos de Thomas Mann en La montaña mágica sirven a la literatura en la medida en que aquello que los afecta nos permite internarnos en sus respectivos psiquismos y encontrarnos nosotros mismos, como lectores, con nuestros propios laberintos. Un acto humano es un texto en potencia y puede ser comprendido dentro del contexto dialógico de su tiempo. Lo que no se entiende, lo que corta el sentido, es precisamente lo que despierta el sujeto. Pensemos en «La metamorfosis», de Kafka, y digamos, de manera contradictoria, que nadie se despierta convertido en un insecto, aunque todos, alguna vez, nos hemos despertado sintiendo lo mismo. La literatura existe cuando afecta el cuerpo del que lee. Y para eso antes han sido afectados los cuerpos de los personajes. César Vallejo, el gran poeta peruano, escribe: “Hay gentes tan desgraciadas, que ni siquiera tienen cuerpo”. El cuerpo del padre de Kafka, en la maravillosa «Carta al padre», es un cuerpo gigante frente a la contextura menuda de su hijo Franz. Y de eso escribe Kafka. Que el autor muriera de tuberculosis, una enfermedad que el romanticismo poetizó durante bastante tiempo, es un dato menor frente a la obra monumental del autor de El proceso. Nada más desacertado que intentar descubrir la biografía del autor a través de su obra. Siempre en el proceso artístico hay algo autobiográfico, pero jamás es lo central. El texto va perdiendo al autor en el camino y solo queda en pie la obra. Las primeras líneas de «El innombrable», de Samuel Beckett, dicen así: “Parece que hablo yo, pero no soy yo; que hablo de mí, pero no es de mí”. El autor se evapora y las alegrías, las fisuras y las desgracias quedan en los textos a través de sus criaturas. No hay que ir en busca del orden sino del sujeto fragmentado. La identidad de un sujeto desordenado se reformula en el proceso de la escritura. La enfermedad en el arte es siempre lo que altera la realidad. En ese sentido podría afirmarse que no hay literatura sin enfermedad. Es decir, que no hay literatura sin fisura, sin rompimiento, sin crisis, sin vacío.
Sófocles, en el siglo V antes de Cristo, muestra a Filoctetes, protagonista de la tragedia homónima, con una horrible herida en una de sus piernas que supura pus sin cesar y consigue que todos se alejen de él. Es la imagen misma de la soledad. Su enfermedad se ve a simple vista. No hay un velo, como en los personajes de Chéjov, que pueden arrastrar un padecimiento durante años y este se manifiesta a través de la melancolía y el tedio. La enfermedad, en los personajes del gran autor ruso, que dicho sea de paso murió de tuberculosis a los cuarenta y seis años, se confunde con la resignación.
Susan Sontag, en «La enfermedad y sus metáforas», describe el paso del cáncer por su cuerpo y pone al descubierto el rechazo que genera en los otros la sola mención a un padecimiento que en algunos casos resulta terminal. En el mediatizado mundo de nuestros días todo lo que no sea terso y pulido, como apunta el pensador coreano Byung-Chul Han, produce un choque insoportable. La actual es una sociedad que niega la muerte y hace una apología de la eterna juventud. Lo que no es suave, liso y agradable a los ojos produce inquietud y resquemor. En el mundo del “me gusta” no se admiten ni fisuras ni grietas. El arte se ocupa de expresar lo contrario. Su tarea, precisamente, es recatar lo otro, es decir, ese resto o desecho que se pretende esconder. Sin herida no hay poesía ni arte. Nietzsche habla de “la lenta flecha de la belleza, la que se apodera de nosotros casi sin que nos demos cuenta, en sueños”. De eso se trata cuando se habla del hecho estético, de ahí que resulte imposible pensar lo artístico sin los quiebres que produce aquello que viene a interrumpir la linealidad de la existencia. ¿Los personajes de James Joyce están enfermos? En la literatura la enfermedad no existe. Lo que sí es constitutivo de lo estético es la presencia de cierta otredad que puede llamarse enfermedad, dolor o simplemente cambio, y que es la que hace que la experiencia de vivir sea más riesgosa; pero siempre más verdadera.
Osvaldo Quiroga (Buenos Aires, 1953) es periodista, conductor y creador de El refugio de la cultura, Otra trama, entre otros programas de radio y TV. Es crítico de cine, teatro y libros. Amigo de Delicatessen.uy, autoriza a la publicación de sus notas.