Telaraña | Jorge Machado Obaldía

Comienza mayo y, como si el futuro fuera previsible, llegan los primeros fríos a medida que Darío se aleja de Daniela. Si las estaciones no tuvieran nombre, piensa, podría distinguirlas por el efecto que tienen en mi vida.

El invierno, por ejemplo, es la época del año donde aparecen los peores problemas. El otoño en cambio, es más taimado. Se disfraza amable de un poético amarillo y pasa inadvertido hasta que es tarde para evitar la traición, razona abrumada. Tampoco ayuda a borrar esa sensación de inminente desastre, por cierto, recibir en el teléfono un mensaje desde un número desconocido. Mucho menos cuando en la ventana que da al fondo, invadida por la enredadera que cae desde la casa del vecino, el herrero que prometió venir a colocar las rejas todavía no ha aparecido y dentro de la casa, indefensos, ya están ubicados más de la mitad de los muebles.

No puede evitar pensar en otra clase de ventana. Tiene la sospecha, nacida a partir de un robo sufrido en una mudanza anterior, que los ladrones entran dentro de los primeros quince días a partir del momento en que aparecen nuevos rostros en el vecindario. Ojos expertos evalúan ahora mismo mis muebles y electrodomésticos, piensa, mientras observa con fingida calma a los hombres descargando sin mucho esmero las cajas, repletas de loza y libros, del camión.

Los dos balcones a cada lado de la puerta de entrada ya fueron protegidos por algún inquilino anterior. Alguien con escaso criterio estético, a juicio de Daniela. Las panzas abultadas de hierro forjado relegaron su elegancia por una reja moderna sin otra detalle que la verticalidad, pero al menos cierran el paso a toda voluntad dañina.

La parte trasera de la casa, en cambio, da a un fondo sin basura pero invadido por matas y árboles frutales. Desde la puerta externa de la cocina hasta el parrillero, las extensiones vegetales anudadas como en un pacto ocultan el delicado diseño de las baldosas que pavimentan los corredores entre canteros.

Quién sabe qué universo de bichos repta bajo esa alfombra, se preguntó estremecida Daniela la primera vez que entró a la casa, guiada por la agente inmobiliaria. Sin embargo no era la vegetación desatendida ni la humedad lo que preocupaba a Daniela. Oscurece cada vez más rápido en esta época del año y la casa se llenará de sombras antes que haya podido sellarla del todo, razona. Las hojas de la enredadera avanzan sobre el hueco indefenso de la ventana del dormitorio pero, hasta que no tenga las rejas colocadas, no las quiero quitar. Se fastidia consigo misma pero hay algo en la verde masa trepadora. Soy yo la invasora, si la quito antes de poner rejas…

Y luego está el mensaje. Tenía el celular a su lado mientras tomaba un té -por si acaso llamaba el herrero para avisarle que se había retrasado o no encontraba lugar donde estacionar-, cuando el aparato vibró.

“Te veo esta noche.”

«Número desconocido», aclaraba la libreta de contactos.

“Alguien metió mal un dedo”, razonó despreocupándose.

Y entonces vibró otra vez.
Nuevo mensaje.

“Apenas puedo esperar el momento para volver a vernos.”, titilaban las letras en la pantallita y a continuación: “Daniela”.
No era un error pero, ¿de quién era ese número?

Intrigada, contestó el mensaje con una pregunta: “Disculpá, no estás entre mis contactos. ¿Quién sos?”

“El Pinar, enero del año pasado”, fue la respuesta.

¿Qué? Si algo odiaba de los celulares era la indefensión a que la dejaban expuesta. Si fuera un mensaje de Whatsapp o de una red social podía eliminar sin complicarse a quién fuera que quisiera jugar con ella, pero no podía recordar cómo se bloqueaba un mensaje. Darío había tratado de enseñárselo una vez pero ella se negó, protestando que no entendía ni le interesaba entender a esos malditos teléfonos modernos. Darío sabría cómo proceder, reconoció, mientras los mensajes seguían cayendo.

“Disculpá la invasión, pero cuando nos veamos voy a dejarte en claro todo. ¡TODO! ¿EH?”

“Por favor, identifíquese o voy a denunciar este número a la policía.”

“Ah sí, no me digas. ¿Y qué vas a hacer cuando los botones vayan y descubran que vivís en una boca de pasta? ¡No me gileés, hermana!”

Al menos ahora tenía un seguridad: aquello era un error. De los millones de líneas existentes, justo a la mía -justo hoy-, envían un mensaje dirigido a otra persona. Con mi mismo nombre. Es eso o alguien, en algún lado, se está divirtiendo a mi costa.

“Repito: sea quien sea le prohíbo que vuelva a enviarme un mensaje” tecleó con urgencia, completamente convencida de la inutilidad de su amenaza.

Llamó a Darío a la casa donde habían vivido juntos durante tres años, hasta la semana pasada. De nuevo, como las otras veces, solo encontró silencio en la línea. «Es como si me hubiera mudado a otra época además de a otro barrio».
Todavía no conseguía acostumbrarse a su ausencia. Más de una vez se había sorprendido a sí misma anticipando la risa contagiosa de Darío cuando le contase sobre la extraña figura semiderruida, danzando alrededor del banco de una plaza, o del sonido de la bofetada con que una chica le había respondido a un tipo en la parada del ómnibus.

Pero nada de eso sucedería nunca más. Guardaría la belleza rosada en las nubes sobre la bahía dentro del pecho. Y aquello solo empeoraría. Sus amigas habían jurado protegerla, distraerla. Unirse a su alrededor hasta que pasara el duelo. Pero ellas tenían sus propios problemas. Sus vidas, no sus corazones, las mantenían lejos de Daniela.
Fue con la taza de té hasta el frente y se quedó parada frente a los cristales, observando reconfortada el pasaje de la gente por la vereda. Desde la cocina llegaba intermitente el sonido a insecto enfurecido cada vez que se añadía otro mensaje.

“Idiota” dijo, y la palabra rebotó en la sala apenas armada. Ya no sentía temor. Estaba enojada. Volvió a la cocina y recogió el celular decidida a terminar con la intrusión removiendo la batería. La curiosidad la llevó a leer los últimos mensajes.

“Te he buscado por mucho tiempo, perra.” decía el primero. “¿Te pensaste que yo no me iba a dar cuenta que me estabas cagando con mi hermano? Perra. Sos boleta. Te voy a picar como un queso.”

Daniela sintió el gusto a sangre en la boca antes de terminar de leer el último mensaje. El mareo la sentó en la silla.
Recordó los gritos, el estallido de los vidrios. Lo extraño de ponerse a llorar por la destrucción de un juego de copas o por un jarrón barato que le habían regalado en su boda cuando en realidad quería llorar por ellos, por la irrupción del caos en un hogar que parecía perfecto. No, descubrió luego, lloraba por ella. Solo por ella.

El maldito aparato seguía saltando en su mano.

“Te salió mal la cosa, guacha. Muy pero muy mal. A mí no me caga una puta chupapijas como vos y se la lleva de arriba, ¿entendés?”

Pero, ¿de qué habla este tipo?, alcanzó a preguntarse en medio del chaparrón anímico. Cayó por primera vez en la cuenta de dos cosas: aquellos insultos estaban dirigidos a otra Daniela y, tragó saliva, eran el preámbulo de algo mucho peor que un error ocasionado por el exceso de líneas vendidas.

Por alguna razón el pensamiento voló hacia la sórdida maraña vegetal del fondo. Fue entonces cuando dentro del mensaje llegó una foto. En ella, un hombre apenas salido de la adolescencia sujetaba contra la pared a otro de rasgos casi idénticos pero mucho más joven, inmovilizado para la imagen por la navaja que el mayor oprimía contra su cuello. La sonrisa del primero, desmerecida por la ausencia de dos dientes, aportaba el primer detalle del odio pero eran sus ojos, brillantes como los de un niño a punto de cometer una picardía, los que no dejaban lugar a dudas acerca de su decisión.

Fue la primera de una serie que Daniela, hipnotizada, no pudo dejar de ver hasta que llegó una en particular, desenfocada por haber sido tomada desde muy cerca. Le llevó unos minutos descifrar el significado, hasta que reconoció el abismo enrojecido en la cinta que cruzaba el cuello del más chico.

La serie finalizó con una puesta en abismo, una foto dentro de otra foto. El cuchillero sostenía una imagen, un cuadrado de papel entre sus dedos manchados. Lo mostraba a él junto a una chica de cerquillo corto y boca demasiado maquillada. No debía tener más de 15 años y sostenía entre sus brazos un bebé. La otra Daniela. Parecían felices. El futuro, todavía puro e ingenuo, no les había contado nada.

“Kevin me contó todo, turra. Sé adónde te fuiste.”

Un ahogo ansioso le estalló en el pecho. Apretó el dedo sobre el número desconocido hasta que la pantalla indicó que estaba en modo de llamada.

Le respondió una voz despersonalizada de mujer, indicándole que «el usuario con el que que intenta comunicarse está fuera de servicio o tiene su celular apagado». En algún lugar, pensó. Pero quién sabe dónde. Quizás el asesino de Kevin ya había llegado a donde fuera que viviera la otra Daniela, ignorante de lo que le esperaba. Ojalá que no esté con el bebé. O sí. No sé.

Ya era de noche cuando fue al dormitorio a buscar un abrigo. De todos los millones de posibles conexiones, de todas las almas separadas, pensó irritada. Luego, cerró la puerta del ropero y giró hasta quedar de frente a la ventana. La enredadera colgaba sobre el hueco casi por completo, ocultando el caótico fondo. Era, y muchos años después recordaría ese momento de claridad, lo único que la protegía del oscuro cielo y de la vida.

 

Jorge Machado Obaldía (Treinta y Tres, 1961). Licenciado  en Ciencias de la Comunicación (FIC/UDELAR), estudiante de Literatura en el IPA. «Luego de mucho tiempo he logrado no sentirme deshonesto si alguien utiliza el epíteto «escritor» en relación a mi persona. Sospecho que lo hago para no discutir, dada la sospechosa velocidad con que cambio de tema. Prefiero al cuento como formato, aunque tengo escrita una novela («Afuera»), sobre la que volveré cuando entienda de qué se trata». Publicó dos títulos en Amazon: «Ritos de paso» (2018) y «Juguetes desatendidos» (2019). Un tercero («Serpiente», 2020) aguarda su momento. El cuento «Telaraña» pertenece a ese libro y es, por lo tanto, inédito. Agradecemos esta primera colaboración con Delicatessen.uy